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miércoles 18 de diciembre de 2024

Cómo ser nazi en cinco días

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He titulado “Cómo ser nazi en cinco días” porque queda contundente, pero es reductor: creo que lo que Jones pretendía, partiendo de una pregunta sobre el virus hitleriano, era mostrar de modo empírico el germen y desarrollo de cualquier totalitarismo.

1. La ola (L’onada), basada en el extremo experimento pedagógico de Ron Jones en Cubberley High School (Palo Alto, California), está teniendo un gran éxito en el Lliure. Su autor, Ignacio García May, y su director, Marc Montserrat Drukker, llevaban cinco años trabajando en el proyecto. La función tenía que estrenarse el año pasado y saltó por los malditos recortes, pero Pasqual ha podido recuperarla esta temporada, traducida al catalán por Cristina Genebat. En 1967, Ron Jones, un joven y carismático profesor de historia, adorado por sus alumnos, decidió crear en su clase un grupo protofascista (y muy, muy estalinista) llamado “la Tercera Ola”, pero sin revelarles sus verdaderas intenciones. He titulado Cómo ser nazi en cinco días porque queda contundente, pero es reductor: creo que lo que Jones pretendía, partiendo de una pregunta sobre el virus hitleriano, era mostrar de modo empírico el germen y desarrollo de cualquier totalitarismo. Van muchos estudiantes al Lliure y se quedan pasmados —consternados es la palabra —ante lo que narra La ola. Imagino, pues, que no estudiaron en un colegio de curas, ni hicieron la mili ni pasaron por un partido político durante el franquismo, verdaderas fábricas de internalización autoritaria, como diría Castilla del Pino. Tampoco hace falta ceñirlo al franquismo: cualquiera que haya leído El señor de las moscas, de William Golding, sabe muy bien lo pronto que puede pervertirse una dinámica de grupo aureolada con las mejores intenciones. Por otro lado, se comprende muy bien que los alumnos de Jones picasen con la Tercera Ola: un profesor al que adoran, un plan que se vende como un juego para mejorar el rendimiento en clase y en última instancia para cambiar la sociedad, rebozado de club secreto y exclusivo a lo Skulls & Bones…, el cóctel era (y me temo que sigue siendo) inmejorable.

Lo que más me choca de la obra (y de la historia real) es la rapidez del cambio: en cinco días, que es lo que duró el experimento, ese grupo de chicos y chicas de 15 años acaban abrazando ciegamente la nueva fe, atacando a quienes no comulgan con ella y aceptando la exclusión del disidente, aunque la verdad es que cosas más bestias se han visto. Y se verán, me temo, si sumamos malestar creciente, manipulación y velocidad tecnológica. Digamos que me lo creo (con ciertas dudas) cuando leo The Third Wave: an account (1976), la crónica que Jones escribió sobre la experiencia, pero en un escenario cambia la percepción de lo verosímil porque todo parece pasar mucho más rápido, y porque, pese a su alto nivel, hay algunas cosas del texto de García May y de la puesta que no me acaban de convencer. Para empezar, en las paredes de la clase de esa high school californiana hay carteles del Che, de Malcolm X y del Black Power. Es insólito que los dejaran colgar en ese instituto, pero el asunto es que los alumnos que presuntamente los han colgado parecen a punto de romper a cantar Bye Bye Birdie. Quiero decir con esto que me resulta doblemente difícil creer en la celérica mutación de unos personajes que en su mayoría parecen concebidos con dos o tres pinceladas arquetípicas: Wendy, la tontita simpática de gran corazón; Steve, el surfer inocente; Doug, el patriota protorepublicano, o Robert, el rebelde esquinado (es decir, el único con derecho a llevar cazadora de cuero).

Así, en ese tiempo récord, veremos, un tanto melodramáticamente, que Doug niega a su padre heroico y llega a desearle una tortura vietnamita porque “no entiende la Tercera Ola”, o que Aline se adelanta incluso al political correctness censurando una lista de autores: Twain por racista, Shakespeare por antisemita, etcétera. Tengo la impresión, por otro lado, de que se han cargado un poco las tintas en las manipulaciones de Jones, que a base de enfrentar bajo mano a sus alumnos y promover disidencias para luego abatirlas acaba pareciendo un cabrón con pintas. Sin embargo, también he de decir que ambos vectores (inocencia y capullismo) acaban creando una interesante línea dramática: no sé si era el efecto deseado, pero a medida que avanza la función me resulta más dolorosa la traición del profesor, su abuso de confianza, que el hecho de que los chavales se conviertan en totalitarios, y eso le da una poderosa carga emotiva a la escena final, cuando se desvela el engaño. Es muy certero todo lo que Jones les dice (“habéis negociado con vuestra libertad a cambio de la seguridad de pertenecer a un grupo por miedo a quedar excluidos; habéis permitido que se pervirtieran conceptos positivos como disciplina, comunidad o acción para justificar cualquier abuso; habéis dejado que se castigara a un inocente sin que os temblara el pulso…”), pero también percibimos, en los rostros de los alumnos, no solo la vergüenza por lo que han hecho sino también la extrema decepción por lo que les ha hecho él. Eduard Farelo expresa muy bien la dualidad del personaje. Su evolución, con una energía constante, está firmemente graduada: la proximidad inicial con la clase, el giro dictatorial y manipulador, el temor y la culpa cuando el experimento escapa a su control. El joven equipo actoral defiende con pasión a sus personajes, pechando con la indefinición antes citada. De todos ellos quiero destacar aquí a Martí Salvat (Robert), Alba Ribas (Sherry) y Joan Sureda (Doug). Excelente la iluminación de Albert Faura y la escenografía de Jon Berrondo, que (salvo el detalle de los desconcertantes carteles) reproduce con fidelidad un aula americana de la época y resuelve con gran eficacia la simultaneidad con diversos espacios exteriores.

2. Recomendaciones. Estadísticamente hablando, es posible que la Flyhard sea el lugar donde más cosas están pasando a la hora de hablar del teatro barcelonés. Allí he visto El rey tuerto (El rei borni), de Marc Crehuet, excelente comedia negra a la italiana, que evoca lo mejor de Dario Fo y el cine de episodios de Dino Risi, soberbiamente interpretada y dirigida. Un nuevo y merecido éxito, que debe verse. Y en el Goya, el duelo entre Mercè Arànega y Àlex Casanovas en Bona gent (Good People, 2011), la comedia de David Lindsay-Abaire que le valió un Tony a Frances McDormand. En breve se lo cuento.

Fuente:elpais.com

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