Para árabes y hebreos, el cordero es mucho más que un símbolo. El cordero está presente en las mayores celebraciones de las religiones musulmana y judía, la llamada precisamente Fiesta del Cordero, o fiesta del sacrificio (Eid al-Ahda) para los primeros, la cena de la Pascua (Pésaj) para los segundos.
Normal que así sea. Moisés y Mahoma vetaron a sus fieles la carne de cerdo. Y en el área de expansión de ambas religiones, de ambas culturas (el Próximo Oriente, Asia Central, el Norte de África…) no abundan los pastos que necesita el ganado vacuno, de modo que, en lo que a cuadrúpedos se refiere, hay que atenerse al cordero y al cabrito.
Eso sí, hay alguna preparación espléndida, como el tayin magrebí, que, como tantos otros platos, toma su nombre del recipiente en el que se prepara.
En Europa se come cordero. Y hay excelentes corderos en el hemisferio austral, tanto en el Cono Sur como en Australia o Nueva Zelanda. Pero la carne sobre la que se edificó la Europa cristiana no fue la de cordero, sino la de cerdo.
La civilización occidental está asentada sobre montañas de tocino. Y no hará falta recordar que, en la España de los Austrias, comer cerdo era la forma más sencilla de mostrar limpieza de sangre y que se era cristiano viejo.
No sólo los europeos. Los chinos, salvo en sus regiones occidentales, en las que hay no pocos musulmanes, son grandes consumidores de cerdo; claro que ya se ha dicho que los chinos se comen todo lo que tanga patas, menos las sillas. Pero el cerdo agridulce es uno de los platos chinos más conocidos por ahí adelante.
Otros pueblos que aprecian y comen cerdo son los del Pacífico, sean de la Melanesia, la Micronesia o la Polinesia; cuando Cook (o Bligh) anduvieron por allí (siglo XVIII), los reyes de las islas que visitaban les obsequiaban con suculentos asados de cochinillo…
Pero en Europa conviven pacíficamente cerdo y cordero. No estoy seguro de que, como dicen los ‘buenistas’, la Córdoba de Abderramán III fuera un paraíso en el que vivían en paz y armonía musulmanes, judíos y cristianos; de lo que no me cabe la menor duda es de la convivencia gastronómica de cerdo y cordero, en sus formas de tostón y lechazo, en la vilipendiada Castilla que a mí me gusta seguir llamando ‘la Vieja’.
Esa en la que, según el pintor asturiano Darío de Regoyos, “nada es comestible en el paisaje de Castilla”. Está claro que el artista de Ribadesella no disfrutó de un asado en Sepúlveda, Peñafiel, Campaspero, Aranda, Turégano, Torrecaballero, Arévalo, Burgos, Segovia y tantas otras localidades con buenos hornos de asar.
Eso sí: cordero asado, en horno de leña sabiamente utilizado. La gran cocina del cordero hay que buscarla fuera, donde consumen animales de más edad y peso, como esos maravillosos corderos de ‘pré-salé’ que pastan frente al Mont Saint-Michel.
Pero por aquí gusta el corderito lechal, churro, manchego, segureño o aragonés (el ternasco), y a lo que se come por ahí adelante, en países semitas o en el resto de Europa, le llamamos ‘borrego’ y le acusamos de saber a lana o, como decía Camba en plan despectivo, ‘a traje inglés’, como si vestirse en Savile Row estuviera al alcance de cualquiera y los corderos británicos no tuvieran, gastronómicamente hablando, merecedores del tratamiento de excelencia.
Fuente:elmundo.es
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