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lunes 25 de noviembre de 2024

La Semana Santa es agobiante en Jerusalén, pero también inolvidable

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Jerusalén ha sido durante siglos el sueño del peregrino. La Semana Santa adquiere matices sobrenaturales en la contemplación del lugar de la Crucifixión o al pie de la tumba vacía, eso sí, siempre que uno sepa abstraerse de las multitudes que campan como si estuvieran en un parque temático y de las vallas con las que la policía armada intenta reordenar al gentío dentro del mismísimo Santo Sepulcro. Hay que contar con ello e intentar dejarse llevar, sin prisas, por las huellas de la Pasión que palpitan en tantos rincones dentro –y también fuera- de la Ciudad Vieja. Enumerarlos sería infinito, aunque están los imprescindibles, aquéllos ante los que cualquier cristiano querría arrodillarse, y algún otro menor que estos días cobra especial sentido emocional.

BASÍLICA DEL SANTO SEPULCRO

Entramos en la Basílica del Santo Sepulcro. Nada más traspasar la puerta, hay a la derecha una escalera empinada de esas que dejan sin respiración y que conduce a un oratorio oscuro, atestado de gente que no para de hacer fotos con flashes que deslumbran cuando se reflejan en los dorados de un retablo griego-ortodoxo. Es difícil de creer, pero hemos llegado al Gólgota. Los peregrinos guardan fila para hincarse de rodillas unos instantes debajo del altar, llamado del Calvario, donde la tradición señala el punto exacto de la Crucifixión y Muerte de Jesucristo. La roca puede tocarse a través de un agujero redondo abierto allí mismo, y verse por unas placas de cristal instaladas en el suelo a ambos lados, muy cerca de donde dos círculos de piedra negra marcan el lugar donde fueron ajusticiados los ladrones.

Antes de salir por otra escalera igual de estrecha y arriesgada que la primera se atraviesa por otro altar, el denominado «de la Crucifixión», que es mucho menos suntuoso, -prueba de que no es ortodoxo, sino latino-, y suele estar menos concurrido. Si hay suerte y es así, no está mal detenerse un momento para hacer dos cosas: una, volver la mirada y contemplar desde las alturas a la gente que entra y sale del templo. La otra es pararse a pensar que uno está en un sitio realmente excepcional.

Fuente:abc.es

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