ALEJANDRO FRANK
La otra noche fui a la celebración del cumpleaños 80 de Margo Glantz, mi querida amiga escritora, recién homenajeada por su prodigiosa prosa, con quién comparto una interesante historia, digna de contarse en otra ocasión. Fui solo y me encontré con cerca de un centenar de personas, en su mayoría del área de las humanidades: escritores, literatos, poetas, artistas y filósofos, historiadores y diletantes; personajes renombrados, reconocidos y reconocibles, o tal vez aún aspirantes a la fama y a la gloria. Esto sucedía en el Salón Cardenal del Hotel Hilton en Avenida Juárez, en pleno Centro del DF, una fría noche de enero.
Tras de un rato de infructuosos intentos por mezclarme con naturalidad entre los invitados, aparentando ser un poeta más entre los bardos, e incluso portando una bufanda que según yo me hacía ver “literario”, logré entablar conversación con un arquitecto, cuya pareja estaba de pie junto a él. Sin preguntar por mi nombre o procedencia, o por los motivos de mi cara de ligera ansiedad, afirmó entonces que él, siendo escéptico por naturaleza, se convenció de la indudable existencia de lo sobrenatural porque su madre muerta se comunica con su novio (el del arquitecto), quién nos veía de reojo (el novio, no la madre), dándole información e instrucciones precisas que sólo él (el arquitecto) podría conocer. Yo le pregunté si usualmente lo hace de viva voz o aprovechando las modernas ventajas del Internet, pero esto no le causó gracia. Tuve que cambiar de mesa. Titubeante, intenté entablar conversación con varios intelectuales más, sintiéndome, literalmente, fuera de contexto. Traté entonces de pasar a la defensiva y esperar en las márgenes del convivio, escuchar entre líneas, sonreír y no pronunciar palabra, lo que, sin embargo, no logró mejorar mi nivel de integración. Recordé, inevitablemente, una noche de baile en “La Palmera” hace algunos años, en que mi falta de pericia en la sincronización corporal a la música salsera me colocó en la incómoda posición de inadaptado social. Comprobé entonces lo acertado de la teoría darwinista de la no-supervivencia del menos apto.
Opté por colocarme entonces, estratégicamente, junto a una gruesa columna, escondite que me protegería del mar de intelectuales e, irónicamente, de mis crecientes sentimientos de marginación y exclusión. Por fortuna, resultó estar cerca del grupo de música de blues-tropicales que amenizaba la reunión. La cantante parecía gitana: era una morena, guapa y sensual aunque ligeramente sobreactuada. A medida que transcurría, la noche aumentaba el número y la intensidad de sus gestos y aspavientos, no exentos de atractivo, que yo observaba con interés científico….. ¡Eureka! pensé, éste es el camino a la salvación: la unión de “arte y ciencia”. Tal vez C.P. Snow pecaba de pesimista al hablar de dos culturas irreconciliables, la científica y la humanística. Continué pues mis observaciones: El músico de las maracas debía tener cerca de 100 años, junto a los 90 del de la batería. El pianista pronto me produjo un bienvenido efecto hipnótico, al acariciar el piano con auténtico placer. ¿Será que las matemáticas son la música y la poesía de la naturaleza? Por un momento pude olvidar mis tribulaciones y sumergirme en profundas cavilaciones: ¿Es la música capaz de unir a estas dos culturas? ¿Será más que una metáfora la famosa “música de las esferas”?
En un momento de distracción, sin embargo, se acercó a mí una agradable dama, que sin preámbulos me informó ser “vidente”, mientras intentaba convencerme del poder místico de los cristales. Me hizo sostener un traslúcido ejemplar colgado como péndulo de una cuerda y decirle (al cristal): “dame un sí”… pero el vidrio tercamente se negó a moverse. El “dame un no”, dirigido al obstinado prisma, sufrió el mismo estático destino. Debo confesar que, a estas alturas, en verdad quería complacerla (a la dama de los cristales, no a la cantante) y contribuir al “détente[EC1] ” (la distensión) entre civilizaciones. Ella (la dama vidente) insistía amablemente en que debía activar mi cerebro derecho… abrir mis “chacras” y permitir que mi energía magnética se manifestara.
Intenté explicarle que me ha sido imposible localizar mis chacras a pesar de años de minuciosa búsqueda, además de que padezco de un caso grave de escepticismo terminal involuntario que, aunque sazonado de un robusto eclecticismo, no me permite acceder cotidianamente, con la facilidad deseable, a la observación de fantasmas y espectros. Incluso, no me es fácil percibir o comunicarme con los (se dice) omnipresentes ovnis, ni experimentar con plenitud las fuerzas magnéticas del espíritu (propio o ajeno). Por ejemplo, confesé algo consternado, resulta que al ver hace algunos años las impactantes imágenes de “esferas de fuego voladoras”, interpretadas como una formación de ovnis y como prueba irrefutable de vida extraterrestre, en el divertido programa de variedades, conspiraciones y hombrecitos verdes del ovniólogo Jaime Maussán, no pude evitar tener la sospecha de que existía una explicación natural, tal como demostró más tarde la investigación de la revista “Skeptic” https://www.skeptic.com/eskeptic/04-07-24 y muchos otros estudios y testimonios. En realidad se trataba de imágenes aéreas de los pozos de Cantarell. Le comenté a la encantadora dama de los cristales que el escepticismo científico es a veces el aguafiestas de cierta inocente credibilidad, pero que también proporciona una crítica defensa ante la pseudociencia y la charlatanería, tan frecuentemente nocivas.
Atrapado, sin embargo, en aquél momentáneo sistema ecológico y en un intento más por satisfacer sus expectativas (las de mi mística amiga), cerré los ojos y casi recé por un milagro de movilidad con el testarudo colgante, pero todo fue infructuoso: éste se mantuvo en sus cinco.
Como último recurso y para salvaguardar mi cuestionada sensibilidad, decidí huir al otro lado del salón e intentar bailar, recurso desesperado en vista de mis tristes experiencias previas. Me acerqué entonces a charlar con mi contemporáneo, el de las maracas, cuyo último diente pereció hace varias décadas, pero que, sin embargo, sonreía sin cesar, con una encantadora y contagiosa sonrisa. Esto me hizo sentir esperanzado de haber encontrado, finalmente, un alma afín. Concluí que tal vez he perdido, como él, parte de mi integridad corporal y acaso solo me queda sonreír, como el gato de Cheshire. Terminé escapando, sonriente, por una salida lateral.
Fuente: www.acmor.org,mx
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