IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO
Tercera parte: la secta de Qumrán
En la nota anterior comentamos las características generales de los textos más importantes de lo que podemos llamar Apocalíptica Clásica (especialmente, el Libro de los Jubileos y Enok). Además, explicamos cuál era el problema más interesante para los especialistas: un conocimiento muy elemental sobre estos libros y su contexto original, y un conocimiento más amplio sobre estos libros y su uso en el medio cristiano posterior. Pero hacía falta información respecto a la etapa intermedia, y eso lo vino a solucionar el descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto. Gracias a todo lo que hemos podido reconstruir sobre la literatura apocalíptica y la secta que se estableció en Qumrán, nuestro panorama sobre este género literario es bastante completo en la actualidad.
¿Quiénes fueron los Qumranitas? En términos generales, existen pocas dudas respecto a que fueron una de las múltiples variantes del movimiento Esenio. Se han propuesto hipótesis que rechazan esta identificación, pero no han conseguido convencer a un número importante de especialistas. Hasta donde la evidencia señala, al hablar de Qumrán estamos hablando de Esenios.
Generalmente, se habla de los Esenios como si hubieran sido una tendencia más del Judaísmo, como los Saduceos, Fariseos y Helenistas. Es una idea más bien inexacta. Hasta donde podemos percibir, los Esenios eran un grupo más de tipo logial e iniciático que una tendencia religiosa en concreto. Es decir: se parecerían más a lo que es hoy la Masonería, que a una “secta” o tendencia doctrinal autónoma.
Conforme se fueron descubriendo y traduciendo más Rollos en el Mar Muerto, la historia de la secta Qumranita fue aclarándose. Todavía hay dudas respecto a ciertos detalles, pero el proceso de gestación del grupo está bastante claro.
El protagonista fue un personaje identificado como “el Maestro de Justicia” (cuya identidad sigue sin descifrarse). La literatura Qumranita lo presenta como un sabio que recibió una revelación especial de D-os (de perfil netamente apocalíptico) con la cual pudo entender el significado “correcto” de las Escrituras (especialmente, de los Profetas), lo que le permitió “restaurar” la verdadera religión de Israel. Naturalmente, llevó su mensaje al resto de sus “hermanos”, pero fue traicionado por “el Hombre de Mentira”, y luego perseguido por “el Sacerdote Impío”. Al frente de los pocos seguidores que estuvieron dispuestos a creerle, se retiró al desierto para “refundar” al “verdadero Israel” y prepararse para la “inminente” llegada del Reino Mesiánico, donde todo el “falso” Judaísmo que imperaba en Jerusalén sería destruido -junto con el resto del mundo-, después de lo cual vendría la reivindicación de este pequeño grupo de hombres puros y fieles a los “verdaderos” preceptos de D-os.
Es obvio que esta versión -teñida de eso que hasta podríamos definir como romántico- es la perspectiva de la propia secta. Pero la realidad es un poco más compleja en sus elementos, aunque más rudimentaria en sus contenidos.
Hoy sabemos que este grupo se conformó hacia el año 150 AEC, un poco después de que Jonatán Macabeo hubiera conseguido la plena libertad religiosa para el pueblo judío, y se hubiera establecido en Jerusalén como Sumo Sacerdote oficialmente reconocido, y como rey en la práctica, aunque formalmente Judea siguiera siendo una provincia del Reino Seléucida.
No era una época simple para el Judaísmo. La guerra contra los Sirios y los helenistas habían dejado bastante dañado al país, y había una situación sin precedentes: Antíoco IV Epífanes (muerto en 164 AEC) había sido el primero en intentar destruir el Judaísmo como religión y cultura, y por ello le puso especial atención a la aniquilación del patrimonio espiritual judío. Muchos libros fueron quemados durante su reinado. En consecuencia, el Judaísmo se vio frente a un severo vacío de información, y es obvio que los líderes de cada tendencia tuvieron que diseñar estrategias para resolver esta situación.
Sabemos que unas décadas después vino el gran auge del Fariseísmo, y resulta fácil explicarlo, ya que este grupo protagonizó la estrategia más funcional: a fin de cuentas, el Judaísmo que había sido directamente afectado por Antíoco era el de Judea. El Judaísmo en Babilonia, en cambio, había resultado ileso porque esa ciudad estaba totalmente fuera del alcance de los sirios. En consecuencia, no hubo demasiado que especular: los Fariseos de Babilonia tomaron el liderazgo espiritual del Judaísmo, y todo su acervo oral y escrito fue la base para la restauración de los contenidos religiosos en Judea.
En el otro extremo ideológico estaban los partidarios de la Apocalíptica y del misticismo radical que, como vimos en la nota anterior, se venía consolidando desde cuatro siglos atrás. Sin embargo, no era su mejor momento: estos extravagantes visionarios habían pronosticado que el Fin de los Tiempos y la llegada del Reino Mesiánico sucederían en el año 164 AEC, fallando por completo. En consecuencia, mucha gente -empezando por los Fariseos- debieron estar bastante desencantados con este tipo de creencias.
Allí es donde aparece “el Maestro de Justicia”, que no fue sino un líder de la tendencia apocalíptica que, fiel a su estilo, creyó entender cómo debía “restaurarse” el Judaísmo por medio de una “revelación” especial.
Su revelación seguía la línea apocalíptica en estricto, y estaba basada en una radical revolución en materia calendárica. Es evidente que un texto que ejerció una gran influencia en este personaje fue el Libro de los Jubileos, donde se proponía un asunto extremo: el calendario, tal y como era usado por el Judaísmo, estaba contaminado por ideas y creencias paganas, especialmente en relación a la luna. Según Jubileos, el calendario debía ser estrictamente solar.
El Maestro de Justicia agregó una idea: las fechas de las festividades principales (Pesaj o Pascua, Shavuot, Yom Teruah o Rosh Hashaná, Yom Kippur y Sukot, y otras tres fiestas desconocidas para las demás tendencias judías, llamadas “Fiesta del Vino”, “Fiesta del Aceite” y “Fiesta de la Madera”) eran una especia de “mapa profético” que daba los detalles sobre el Fin de los Tiempos y el inicio del Reino Mesiánico. Evidentemente, la idea del Maestro de Justicia fue que los anteriores apocalípticos no habían tomado en cuenta estos detalles, y por ello habían fallado en su cálculo sobre la fecha del Fin de los Tiempos.
Pero reivindicar esas profecías fallidas no era fácil. Durante la primera parte de la guerra contra los sirios (167-164 AEC), mucha literatura profética radical había circulado anunciando que Antíoco IV era la “bestia” y que su fin habría de ser el punto de partida para el Reino Mesiánico (los capítulos 8 y 11 de Daniel son ejemplos perfectos de estas creencias). ¿Cómo solucionó el Maestro de Justicia semejante entuerto? Evidentemente, aplicando un criterio de paradigmas que -hoy sabemos- fue muy común entre los autores apocalípticos del pasado (por una simple razón: no fue una, sino varias veces, las que sus profecías fallaron y tuvieron que actualizarlas).
Nos referimos a esto: los “videntes” anteriores al Maestro de Justicia habían hablado de una “bestia” y de una gran guerra final, dando por hecho que Antíoco IV y la guerra contra los sirios cumplían esos oráculos. El Maestro de Justicia simplemente dedujo que tanto Antíoco IV como la guerra contra Siria apenas habían sido “una sombra” de lo que estaba por venir: el verdadero enemigo final de Israel sería alguien como Antíoco, pero peor aún, y la verdadera guerra final sería todavía más brutal que la guerra contra los sirios (si estas ideas le parecen familiares, querido lector, por la gran cantidad de grupos que hoy en día siguen usando estos modelos, no es accidente: es la única estrategia más o menos potable para reivindicar supuestas profecías que todo el tiempo están fallando).
La evidencia recuperada en Qumrán parece indicar que el Maestro de Justicia quiso convencer a todo su grupo de aliarse a su proyecto de restauración. Evidentemente, “su grupo” debió ser la comunidad Esenia. Sin embargo, se topó con una fuerte oposición, y lo más factible es que haya sido derrotado en un debate público (por alguien que sólo habría de ser recordado como “el Hombre de Mentira” en los tendenciosos escritos Qumranitas), y de allí su fracaso total. Apenas con un pequeño puñado de seguidores, se autoexilió en Qumrán donde se propuso refundar a Israel.
Durante mucho tiempo se creyó que la razón para huir al desierto habría sido otra: tradicionalista a fin de cuentas, el Maestro de Justicia debió oponerse a que Jonatán Macabeo ocupara el Sumo Sacerdocio, debido a que no era descendiente directo de Onías III (el último Sumo Sacerdote legítimo, depuesto por Antíoco IV en el año 171 AEC). En consecuencia, se habría enfrentado al poder sacerdotal de Jerusalén, y alguno de los Sumos Sacerdotes siguientes lo habría mandado a ejecutar.
Hoy está casi descartado que el Maestro de Justicia haya sido un mártir. Ciertamente, se opuso a la jerarquía religiosa de Jerusalén, y ciertamente los Qumranitas fueron muy mal vistos tanto por Saduceos como por Fariseos, pero la conclusión a la que han llegado los especialistas que han traducido y analizado los Rollos del Mar Muerto es que no hay evidencia concluyente de que se le haya quitado la vida al Maestro de Justicia. La imagen con la que se le presenta es más la de un profeta incomprendido y perseguido que la de un verdadero mártir.
Lo relevante para nosotros es esto: a partir de que los seguidores del Maestro de Justicia ocuparon Qumrán, se dedicaron a crear una comunidad literalmente apocalíptica, en el sentido de que cada detalle de su vida estuvo determinado por la supuesta revelación recibida por su líder.
En la soledad del desierto se dedicaron a diseñar los parámetros de una vida “verdaderamente pura”, y de paso se dedicaron a coleccionar manuscritos, integrando una formidable biblioteca con cerca de mil ejemplares. La mayoría de sus documentos fueron textos que abordaban asuntos cotidianos de la secta, pero también tenían muchas copias de los textos bíblicos -en diferentes versiones, tema que merecerá ser tratado por separado-, y copias de los más importantes textos apocalípticos. La evidencia señala que allí se dedicaron a replantear los contenidos de las supuestas profecías apocalípticas, con el lógico objetivo de superar el dislate que había sido la expectativa de que el Reino Mesiánico iba a comenzar en tiempos de Yehudah Makabi.
Poco a poco, el panorama se les fue aclarando: en el año 63 AEC, Judea fue anexada como provincia romana, y en el año 40 AEC el trono quedó en manos de un extranjero (Herodes). Para los Qumranitas fue señal suficiente de que el enemigo final habría de ser Roma, y todas su anteriores profecías fallidas sobre la guerra contra Siria empezaron a ser “actualizadas” a la espera de un conflicto contra el nuevo imperio. Gracias a ello, este tipo de creencias empezó a popularizarse una vez más entre la población judía (especialmente, entre la menos educada), y el fervor nacionalista empezó a sazonarse con la exacerbación apocalíptica.
El panorama se fue radicalizando durante todo un siglo, y la guerra entre Judea y Roma estalló en el año 66 EC. Sabemos que los Qumranitas estuvieron involucrados plenamente en el conflicto (incluso, Flavio Josefo identifica a uno de los líderes de la revuelta como Yohanan el Esenio, y seguramente fue un Qumranita), al punto que en el año 68 su monasterio en Qumrán fue destruido completamente por las tropas romanas. Es muy probable que, previamente, hayan tenido la precaución de empezar a esconder sus preciados libros en las casi inaccesibles cuevas aledañas al monasterio, con el seguro objetivo de recuperarlos después, confiados en que vendría una victoria “milagrosa” sobre Roma.
La victoria nunca llegó, y esos libros se quedaron allí esperando hasta su casual recuperación en 1947. Los Qumranitas, por su parte, se extinguieron. Después del año 73 (cuando fueron derrotados los últimos reductos de resistencia anti-romana) no sabemos más de ellos.
Sin embargo, sabemos que algunas copias de sus fantásticos libros apocalípticos llegaron a manos cristianas, y en el seno de una nueva religión -recuérdese que para esas épocas posteriores a la destrucción de Jerusalén el Cristianismo ya estaba plenamente dirigido a convertirse en una religión de no judíos- encontraron un nuevo impulso, aunque radicalmente reinterpretados.
Por su parte, el Judaísmo posterior a la guerra rechazó de manera tajante las creencias apocalípticas. Los Fariseos -única tendencia del Judaísmo cuyas instituciones sobrevivieron ilesas a la catástrofe- nunca habían tenido demasiada simpatía por estas creencias, pero después de los destrozos que había generado la irracional creencia de que Roma sería “milagrosamente” derrotada, asumieron una postura de rechazo total a la especulación arbitraria sobre el futuro.
Por ello, la literatura Apocalíptica quedó fuera del panorama religioso judío, y sólo un libro se conservó en el Tanaj: el libro de Daniel (al que también habrá que dedicarle un análisis específico).
Ahora tenemos un poco más claro el panorama de cómo surgió la literatura e idología Apocalíptica. Pero hay un aspecto más que debemos analizar para entenderla lo mejor posible: cómo funcionaba su continua “actualización”.
Me refiero a esto: durante cerca de 600 años, los adherentes a la apocalíptica estuvieron anunciando un Fin de los Tiempos que nunca llegó. En circunstancias razonables, se les hubiera considerado vulgares charlatanes (honestamente, creo que si no todos, muchos lo fueron). Sin embargo, todavía en el año 73 había gente que estaba dando su vida por esas creencias.
¿Cómo lograron mantener vigentes esas pseudo-profecías que de todos modos no se cumplieron? Eso es lo que vamos a analizar en la próxima nota, y el tema resulta doblemente interesante porque de paso nos explica cómo es posible que durante otros dos mil años, tantas sectas y tantos “visionarios” hayan logrado convencer a miles de personas de que, efectivamente, el Fin de los Tiempos es “inminente”.
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