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domingo 17 de noviembre de 2024

Un día como hoy hoy nació Joseph Pulitzer , judío famoso

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El 10 de abril de 1847 nació en Hungría, Joseph Pulitzer, editor y catedrático de Periodismo en la Universidad de Columbia. En 1917 se instituyó el famoso premio que lleva su nombre.

Desde su infancia, Pulitzer mostró su inclinación por las armas y la carrera militar. Sin embargo, llegada la época de alistarse como cadete, el Ejército húngaro lo rechazó por sus malas condiciones físicas. En 1864 llegó su gran oportunidad, cuando delegados estadounidenses del Ejército de la Unión llegaron a Hungría para reclutar voluntarios. Había estallado la Guerra de Secesión norteamericana y Pulitzer consideró que era una buena ocasión para cumplir su vocación castrense, aunque fuera al otro lado del Atlántico. Apenas un adolescente, emigró a Estados Unidos y demostró desde el primer momento una extraordinaria fidelidad a su patria de adopción, al extremo de alistarse poco después de su llegada en el Primer Regimiento de la Caballería de Nueva York, un cuerpo federal que entró en combate al poco tiempo. Sólo una vez acabada su participación en la contienda, en 1867, presentó los documentos necesarios para obtener la ciudadanía estadounidense.

Hombre emprendedor, de extraordinaria inteligencia, Pulitzer se trasladó a Saint Louis (Misouri), donde, pese a las imaginables dificultades idiomáticas, se obstinó en trabajar como reportero, profesión que le fascinó desde el primer momento. Un contrato con un diario local, el Westliche Post, publicado en alemán, colmó de momento sus ambiciones. Pero su ascenso en el mundo periodístico sería extraordinariamente rápido. En 1871 ya ejercía de redactor jefe en el citado rotativo, del que compró además parte del accionariado. Es su primer paso en el campo de los negocios, actividad en la que dio muestras de un talento fuera de lo común.

Aún joven, cursó estudios de Derecho en la Universidad y, por las mismas fechas, su calidad como redactor llamó la atención de los responsables del New York Sun, uno de los periódicos más prestigiosos del país, que solicitaron sus servicios como colaborador. Sin embargo, Pulitzer pretendía conciliar la escritura de artículos con el empresariado, de modo que en 1878 adquirió dos periódicos de escasa importancia, el St. Louis Evening Dispatch y el St. Louis Evening Post, ambos de St. Louis. Decidido a renovar el panorama de la prensa local, fusionó las redacciones de ambos diarios, fundando así el nuevo St. Louis Evening Post-Dispatch. Corría el año 1878 y la experiencia fue tan satisfactoria que, pocos años después, en 1883, decidió aumentar su recién nacida cadena periodística con una nueva cabecera, The New York World, de Nueva York. Un año antes, en 1882, Albert Pulitzer, hermano de Joseph, había tenido una iniciativa semejante y había fundado en la misma ciudad el New York Journal. Sin embargo, Albert nunca logró los resultados de su emprendedor hermano.

Joseph Pulitzer tenía muy claro qué tipo de producto quería comercializar, por lo que comprometió a su equipo de periodistas en la realización de un diario con noticias de impacto y grandes reportajes, tiras cómicas de calidad y numerosas ilustraciones. Para ganarse el favor de los lectores, inició campañas de denuncia contra los políticos y agentes de la ley que empleaban sus cargos en beneficio particular. Una idea fundamental, el servicio público, define la filosofía editorial de The New York World.

Aunque la influencia política de Pulitzer era creciente, éste evitó afiliarse a partido político alguno, pues sabía que la imparcialidad era la clave para que las ventas del diario se mantuvieran. Esa independencia chocaba con la ideología de otros diarios estatales, evidentemente partidistas. Pero sobre todo ayudaba extraordinariamente en la competencia que Pulitzer mantenía con la cadena de Hearst, que, para superar a la cabecera del húngaro-americano, bajó el precio de su diario estrella, el New York Journal, antes propiedad del hermano de Pulitzer. Además, Hearst empezó a contratar a colaboradores de Pulitzer, tratando de dejar atrás a su competidor. La subida de tono en esta rivalidad entre grupos de prensa propiciaba un mayor sensacionalismo en los contenidos y una constante apuesta por la renovación de los formatos, cada vez más espectaculares. Si Pulitzer contrataba a un ilustre dibujante de cómics para una página dominical, Hearst trataba de robárselo o buscaba a profesionales que lo superaran en atractivo popular. Cuando Pulitzer lograba para su diario un reportaje exclusivo, Hearst contraatacaba con alguna información novedosa, de máximo interés público. En suma, una peculiar guerra entre ambos que, finalmente, repercutió en beneficio del periodismo escrito norteamericano, modernizado mucho antes que en otros países. No obstante, es cierto que esa competencia también tuvo una consecuencia muy negativa, la consolidación del llamado periodismo amarillo, escandaloso y muchas veces superficial, cuando no decididamente mentiroso. Un buen ejemplo de ese tipo de periodismo es la más que dudosa información ofrecida irresponsablemente por los diarios de Hearst y Pulitzer en los momentos previos al estallido de la guerra hispano-norteamericana de 1898.

Hombre de orígenes humildes, Pulitzer apoyó la causa de los más desfavorecidos, defendiendo las reivindicaciones de los grupos obreros frente a las patronales empresariales. Esto le valió ser acusado de demagogo, pero él no cejó en su empeño y promovió con insistencia reformas en la política social local, estatal y nacional. Quizá obsesionado con el poder de la prensa, pretendió influir en la opinión pública de forma que se cumplieran sus aspiraciones político-sociales. Ello le llevó a abrazar causas tan diversas como la lucha contra los corruptos o la construcción de un pedestal para acoger a la Estatua de la Libertad en la ciudad de Nueva York.

En poco tiempo se hizo popular en las calles de Nueva York la imagen de los niños que Pulitzer contrata para vocear su diario, los llamados newsies, que contribuyeron a difundir las noticias que ocupaban las portadas y, sobre todo, a aumentar las ventas hasta extremos desconocidos para la prensa del momento. Esta red de distribuidores, por otro lado, tuvo un efecto de resonancia en lo referido a las campañas editoriales del diario.

A tal extremo llegó el compromiso de Pulitzer con el trabajo periodístico que su salud comenzó a resentirse. En 1887 sufrió un colapso que hizo temer por su vida. Salió del hospital con graves dificultades motrices y un principio de ceguera que se agravaría con los años. No obstante, ese estado no le impidió seguir impulsando los medios de comunicación de su propiedad. Por otra parte, donó un millón de dólares a la Universidad de Columbia, con el propósito de poner en marcha una Escuela de Periodismo, la primera de su clase. Precisamente esta institución sirvió de plataforma para que, a partir de 1917, se concedieran anualmente los Premios Pulitzer.

Ya anciano, Pulitzer era toda una celebridad nacional, altamente considerado en los más variados círculos sociales. Incluso uno de los pintores más afamados de Estados Unidos, John Singer Sargent, fue llamado para que realizara un retrato del empresario periodístico, cuya enorme fortuna garantizaba la continuidad de sus proyectos, tanto en el campo de los medios de comunicación como en la Universidad.

El magnate de la prensa falleció en 1911, mientras reposaba en Charleston (Carolina del Sur). Sus restos fueron trasladados poco después al Cementerio Woodlawn, de Nueva York, donde se fijó el lugar de su enterramiento.

Considerado uno de los hombres más notables del periodismo norteamericano, Pulitzer fue objeto de estudio desde pocos años después de su muerte. Uno de los primeros en biografiar al personaje fue Alleyne Ireland, su secretario en la vejez, que, a través de diversas anécdotas, contribuyó a consolidar la buena imagen de su antiguo jefe y confirmó en él, con múltiples argumentos, los valores del llamado sueño americano, uno de los grandes pilares de la movilidad social en ese país. Al libro de Ireland siguieron muchos otros, incluso en su tierra natal, Hungría, donde acabaría por reivindicarse la memoria de quien emigró de allí siendo sólo un muchacho.

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