JEAN MEYER
Para los Estados la guerra es uno de los instrumentos de la política exterior, y de la interior también: uno actúa sobre las zonas externas a su propia zona de soberanía por la diplomacia o por la fuerza. Y en la misma diplomacia uno emplea, a veces, la amenaza de recurrir a la fuerza. Para las poblaciones la guerra es una pesadilla. Pocas veces en la historia las masas populares han deseado la guerra, y desde las grandes carnicerías de las dos guerras mundiales, menos todavía. La Guerra de Corea tuvo un costo elevadísimo en vidas humanas y dudo mucho que los coreanos la hayan olvidado.
Hace 60 años, en 1953, el armisticio firmado en Panmunjon, después de interminables negociaciones, puso fin a la masacre, que no a la guerra, como acaba de recordarle al mundo Kim Jong-un, el tercer emperador de la dinastía Kim instalada por Stalin y Mao. Quizá el joven déspota quiere así festejar —de manera muy peculiar— el aniversario número 60 del último disparo: 1953-2013.
Se nos dice que de sus estudios en Occidente lo único que conserva es su afición a los videojuegos de guerra, y nuestros periódicos intentan tranquilizarnos al afirmar que “el rey de la consola juega a la guerra”. Con la esperanza de que no pase de ser un juego, que no es más que una bravuconada, que “no hay loco que coma lumbre”. Eso dicen, pero la historia ofrece una larga galería de locos que comieron lumbre.
Kim parece lejos de poder atacar a Estados Unidos: sus misiles son aún de radio limitado y sus cabezas nucleares, de existir, no tienen el grado de miniaturización que las haga transportables. De acuerdo, pero dio oficialmente luz verde a su ejército para atacar a Estados Unidos con armas nucleares y puede golpear terriblemente a Corea del Sur, cuya capital se encuentra bajo la amenaza permanente de su artillería.
Pyongyang tiene la bomba nuclear. El horror a dicha arma, engendrado por la destrucción de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, por desgracia se ha difuminado. No debería ser así porque la bomba ha dejado de ser el monopolio de unas potencias responsables y son muchos los candidatos virtuales y reales a poseerla. Así se puede pensar que Irán la tendrá, tarde o temprano. ¿Por qué? Corea del Norte, que tiene un gobierno 100 veces más tiránico que el de Irán, realizó en febrero una nueva y poderosa explosión nuclear que le valió una virtuosa e ineficiente condena general (hasta de China, su madrina) y… moral. Nadie intentará nada contra un déspota dotado de armas nucleares. Sadam Hussein no las tenía, Muammar Gaddafi había desistido en adquirirlas: les fue como les fue y esa es la razón por la cual Kim lanza su desafío nuclear y la razón por la cual los dirigentes iraníes no renunciarán a su bomba.
Teherán ve cómo Turquía, Arabia Saudita, Qatar, los tres Estados sunitas —mientras que Irán es shiita en su gran mayoría—, Francia e Inglaterra —potencias coloniales en la región hasta 1956—, Estados Unidos y la OTAN apoyan a los enemigos sirios de su aliado Bashar el Asad. Por eso, y también porque Israel dispone del arma nuclear, y por otras razones como el orgullo nacional, la meta perseguida por el gobierno de Teherán tiene el apoyo hasta de su oposición.
La ola de provocaciones por parte de Pyongyang era previsible. Kim Jong-un no hace sino repetir lo que hicieron su padre y su abuelo: provocar y asustar para conseguir seguridad y ayuda, empezando por la ayuda en alimentos para una población que está al límite del hambre cuando no sufre verdaderas y mortíferas hambrunas. Ramón Pacheco Pardo, experto en Asia, piensa que “la previsibilidad coreana permite conocer, a grandes rasgos, qué quiere Kim” (El País, 4 de abril). Seguridad y ayuda económica. De acuerdo, pero jugar póker es mucho más peligroso que jugar bridge y la guerra no es un juego.
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Profesor e investigador del CIDE
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