Los liberales y la autocrítica

ENRIQUE KRAUZE

En el insensato optimismo de fin de siglo, no faltó quien creyera que los “ismos” opresivos estaban superados: fascismo, nazismo, comunismo. La realidad, como siempre, nos desencanta. Los fanatismos de la identidad racial, ideológica, nacional o de clase siguen vivos y así seguirán, quizá hasta el fin de los tiempos. Frente a ellos -como frente a las versiones más cerradas, ultramontanas e inquisitoriales de las ortodoxias religiosas- se levanta un “ismo” tan modesto y desabrido que no arrastra a las masas ni provoca furores públicos: el liberalismo.

La fuerza del liberalismo ha estado en la crítica. Es la crítica lo que, desde el siglo XVIII (y quizá antes, desde el Renacimiento o la Ilustración holandesa del XVII), lo ha enfrentado con los otros “ismos”. Pero si el liberalismo es intrínsecamente crítico, debe serlo de manera universal. Lo cual incluye, necesariamente, la crítica de sí mismo.

En Letras Libres de abril hemos propuesto un ejercicio que denominamos “Autocrítica liberal”. La idea original fue del historiador Carlos Bravo Regidor. El enfoque es doble: por una parte, la crítica general de la tradición liberal; por otra, la crítica de casos concretos en los que el liberalismo no tiene respuestas claras a los problemas actuales, las tiene limitadas o equivocadas.

José Antonio Aguilar sostiene que la mistificación del liberalismo del XIX como “mito fundador de la nación mexicana” afectó el temple combativo de esta tradición. Humberto Beck pone en entredicho la validez de las famosas nociones de “libertad negativa” y “libertad positiva” de Isaiah Berlin. Bravo Regidor recuerda que si bien Marx desestimó el régimen de derechos, su crítica ayuda a reconsiderar el efecto de las desigualdades económicas sobre ese mismo régimen. Jesús Silva-Herzog Márquez establece una útil diferencia entre el “liberalismo de la fe” -doctrinario, que insiste en una sola ruta- y el “liberalismo de la duda” -que trasciende la teoría y se establece como una sana disposición intelectual. El sociólogo Roger Bartra dibuja una alternativa plural para el mundo globalizado: flujos heterogéneos de valores, no sistemas cerrados.

No abundaré sobre el contenido restante, en el que Saúl López Noriega, David Peña Rangel, Patrick Iber, Estefanía Vela abordan la relación del liberalismo con los medios de comunicación, el patriotismo, el imperialismo y el feminismo. Me detengo sólo en el ensayo final, de Gabriel Zaid. La libertad de conciencia, al entrar en conflicto con la libertad de conciencia de los otros, plantea problemas de convivencia. Las democracias liberales han impuesto valores cristianos como si fueran universales. Y ante esto, Zaid se pregunta: si el Estado se ha asumido agnóstico y liberal, ¿con qué valores no excluyentes puede prohibir qué?

Aunque no intervine directamente en el número, tengo mis apuntes autocríticos. Son autocríticos porque no creo que mis libros hayan reflejado esa convicción que rebasa al liberalismo, que acepta sus limitaciones y admite sus errores. Creo, por ejemplo, en la vigencia de la Utopía, que el liberalismo desa- lienta por principio. Creo también que El Dieciocho Brumario de Luis Napoleón Bonaparte -escrito por Marx hacia 1852, cuatro años después de su célebre “Manifiesto Comunista” y con ese mismo temple de indignación histórica- es la crítica más brutal al Estado moderno, superior a cualquier frío ensayo liberal. Y creo en la existencia de un “nosotros” que la Revolución Francesa llamó “Fraternidad”, valor que el liberalismo ha desdeñado.

No hay que confundir el liberalismo con el tan traído y llevado “neoliberalismo”: más que un método o una teoría es un dogma. Alguna vez escuché a un discípulo (mejor dicho, un devoto) de Ludwig Von Mises decir: “para mí, la libertad es un dios”. Me pareció repelente, un sacerdote menor del culto del Atlas que lucha contra el colectivismo en cualquier manifestación. La profetisa de ese culto fue Ayn Rand, autora de Atlas Shrugged (1957). Hace unos años se publicó una biografía suya que me impresionó por su desenlace: murió sola, cercada en la miseria de su inconmensurable “Yo”, obsesionada con el amor y la fraternidad que había despreciado.

Dicho todo lo cual, creo que el liberalismo está indisolublemente ligado a la democracia y en honor a ambos recuerdo siempre el ensayo de E.M. Forster: “What I believe”. En él proponía “dos brindis por la democracia”: primero, porque admite la pluralidad, la diversidad; luego, porque alienta la crítica. Yo también brindo por el liberalismo. Su crítica sigue siendo imprescindible para encarar a los fanatismos de nuestra época, que, a diferencia suya, no están dispuestos a la autocrítica.

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