Un viaje a lo incierto. Así comienza el corto pero intenso camino, de no más de dos horas y media de duración, que transcurre entre Tel Aviv y el enigmático desierto del Négev. Todavía verde a ambos lados de la carretera tras un generoso invierno en cuestión de precipitaciones, los tonos rojizos y ocres típicos de este clima no tardan en hacerse cada vez más presentes según nos aproximamos a la conocida como capital de desierto. A modo de frontera ficticia, Beersheva da paso a este inmenso desierto, situado al sur del país, y lindante al Oeste con la península del Sinaí y al Este con Jordania. Cuna de civilizaciones antiguas como la nabatea o la otomana, el Négev ocupa actualmente un vasto territorio, no en vano supone más de la mitad de la superficie terrestre de Israel.
Tras dejar atrás la moderna Beersheva, aparecen los primeros poblados beduinos. Dueños de los numerosos dromedarios que pasean libremente a ambos lados de la carretera, se va haciendo cada vez más presente la complejidad de un territorio aparentemente hostil e impenetrable, que esconde tras de sí el motivo de este viaje: conocer de cerca la ruta del vino del desierto. Con un clima de temperaturas extremas y escasez de agua, la revitalización de esta zona y la posterior aparición de una cultura vinícola, sin precedentes en un lugar de estas características, solo puede ser entendida bien como un regalo divino o como el más probable resultado de años de experimentación agrícola. Así al menos lo afirma Elisha Zurgil, ingeniero agrónomo, experto en el vino del Négev y residente en esta área desde hace más de 50 años. “Hace décadas que venimos desarrollando diversas técnicas para poder llevar a cabo una agricultura sostenible en tierras que hasta entonces eran baldías. Actualmente utilizamos agua desalinizada, proveniente del mar de Galilea, que a través de diversos y estudiados sistemas de irrigación nos han permitido plantar viñedos de gran calidad”, explica. “También hay mucho desafío personal por conseguir lo imposible”, prosigue con una sonrisa, después de contar cómo los primeros pioneros que llegaron al Négev, ya en la década de los 50, se encontraron una tierra prácticamente deshabitada y carente de cualquier comodidad.
Sin embargo, el panorama es actualmente bien distinto y la ruta del vino es buena prueba de ello. Con más de una decena de bodegas, este desierto se ha convertido en una de las zonas de más importancia de producción vinícola en Israel, y no solo en número, sino también en calidad. De hecho, las cepas de Syrah, Merlot, Cabernet Sauvignon o Chardonnay cultivadas en la región producen un tipo de uva muy apreciada por los consumidores, lo que ha llevado a muchos de estos pequeños empresarios a exportar sus vinos a otros países. Con una producción de 1.200.000 litros anuales, las bodegas del Négev son un buen aprendizaje para los no iniciados en la cultura del vino. Organizadas en torno a granjas, todas las bodegas de la región ofrecen catas a muy buen precio (alrededor de 5 euros por persona al cambio), e incluso algunas organizan degustaciones gratuitas a cambio de comprar una botella al final de las mismas.
Ese el caso de la Bodega Boker Valley Vineyards Farm, un negocio familiar que, como otros muchos de la zona, vive tanto de la producción del vino como del hospedaje a turistas. Con hasta siete clases de vinos diferentes, esta bodega, montada por un israelí y una holandesa, lleva más de 13 años dedicada a la crianza de vinos. “A pesar de que pueda parecer contradictorio, el clima también ha sido nuestro gran aliado. Gracias a las temperaturas que se alcanzan aquí, hemos conseguido uvas que en cualquier otro lugar hubiese sido imposible. Incluso ya producimos nuestro propio cognac”, explica Moshe Zohar, el propietario, mientras muestra los campos de cultivo que dan acceso a la bodega, donde produce entre 5.000 y 6.000 botellas al año de tintos y blancos.
Además de las bodegas y granjas, este nuevo gusto por la enología ha hecho que incluso los kibutz de la zona, históricamente más ligados a la agricultura de frutas y otros productos, apuesten por producir su propia marca de vino. El kibutz de Sde Boker, epicentro político y social del área de Ramat Negév, produce, desde 1998, 33.700 litros de vino anuales, lo cual es buena muestra de ello.
Dado que resulta difícil abarcar la experiencia de la ruta del vino del desierto en menos de 24 horas, es buena idea pernoctar en alguno de los alojamientos que ofrecen las propias bodegas. Por algo menos de 100 euros se pueden alquilar cabañas para hasta cinco personas. Estos alojamientos, construidos respetando el entorno, utilizando materiales de la zona y, en la mayoría de los casos, levantados por los mismos dueños de las bodegas, bien merecen disfrutarse un par de noches. No solo por su comodidad y sofisticación, algunos disponen de piscinas naturales y los dueños han prohibido el uso de aparatos de televisión, sino también por el silencio único que se respira aquí. Además, la mayoría de estos establecimientos, previo aviso, organizan barbacoas, degustaciones de productos típicos de la zona, paseos a caballo y excursiones en jeep o quads.
Escribía Antoine de Saint-Exupery en El Principito, hace ya más de medio siglo, que “lo bello del desierto es que en algún lugar esconde un pozo”. Cierta la frase del escritor francés, a la que ahora bien se le podría añadir, sin metáfora alguna, y viñedos con vinos de lujo.
Fuente:elpais.com
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