ESTHER CHARABATI
(Reflexiones ante la noticia de la muerte de Sabines)
Él lo descubrió, nosotros lo repetimos hasta el cansancio, en un intento por entender el significado. Sólo él pudo penetrar en el corazón de los amorosos, de las carencias del ser humano y su incapacidad para colmarlas. Los amorosos no encuentran, buscan. Buscan el amor, y el amor no se encarna en el ser amado más que por unos instantes. Y después desaparece. Y ellos se quedan solos, solos, solos,… llorando porque no salvan el amor. ¿Por qué están siempre solos?
Porque nada les satisface, porque son insaciables, porque no se conforman con el amor que encuentran. Los amorosos se avergüenzan de toda conformación. Están vacíos y buscan que otro los llene, pero saben que esto es imposible y entonces se engañan: Juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse, pero saben que el amor se les desparrama, que la pasión se esfuma y que ellos, inevitablemente, se irán. Siempre se van. Quedarse es renunciar al amor, aceptar que no existe, contentarse con remedos.
Por eso, cada vez que encuentran, salen de sus cuevas, temblorosos, hambrientos, a cazar fantasmas. Fantasmas que, al revelarse como seres humanos, son desechados. Los amorosos son los que abandonan, los que cambian, los que olvidan. Su única fidelidad es al amor. Desprecian la estabilidad, la tranquilidad, el futuro, el para siempre. Se ríen de las gentes que lo saben todo, de los que aman a perpetuidad, verídicamente. No pretenden alcanzar “la felicidad”, sólo el amor, el que nunca han de encontrar porque el amor no es un lugar ni un estado, el amor es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro. Es la sed que no se sacia, la demanda que no se colma.
El poeta ha muerto. Ya no lo veremos disfrutando el olor a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas. Pero lo encontraremos en cada nuevo amor, en cada separación. Cada vez que recobramos ánimos y buscamos el amor, porque existe, porque puede ser nuestro, porque tenemos que encontrarlo. Y lo encontramos, y antes de darnos cuenta,
—después de haber querido al otro todo el día—, ya lo estamos buscando en otros brazos, en otra piel, en otros labios.
Jugamos a no irnos, pero nos vamos porque sabemos que allá, en alguna parte, debe estar el amor, y nosotros no queremos dormir, porque si lo hacemos nos comen los gusanos. Si los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin diablo, entonces bienvenida la locura y la herejía que nos salva de la cotidianeidad y la rutina. Nuestro objeto es el más alto y el más valioso, mucho más por ser imposible de asir. Por eso los amorosos se ríen de los que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite que los alumbrará toda su vida.
Hoy los amorosos lloran. No sólo porque ellos siempre caminan, lloran hasta la madrugada, sino porque ha muerto el poeta que les dio nacimiento, que reivindicó su lucha, que cantó con ellos entre labios una canción no aprendida hasta el final, sabiendo que la muerte le fermentaba detrás de los ojos. Así se fue Jaime Sabines, llorando, llorando la hermosa vida.
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