SILVIA CHEREM S.
Conocí a Peter Katz en 1997. Recién salía del horno Lej, lejá… destino de una familia judía, su testimonio de vida, un recuento de su niñez que le llevó más de 60 años escribir. Lo presentaría en el Museo José Luis Cuevas y, me pedía entonces, que publicara una reseña en el periódico Reforma.
A fin de hacerme partícipe de su historia, sobre la mesa del comedor de su casa tenía cartas, fotografías y libros de rezo, el tesoro de su infancia. Era ya tiempo de hablar. De cerrar un círculo de silencio. De ventilar el trayecto de odio y muerte para que sus nietos pudieran reconocer su rostro. Era tiempo.
Hoy también es tiempo.
Hoy, Peter Katz, a sus casi 83 años que cumplirá en escasas dos semanas, cierra un nuevo círculo. Hoy sucede lo que debió haber acontecido hace 70 años en Viena: hoy festejamos su bar mitzvá.
No eres, Peter, el chiquillo que se aproxima a la Torá bajo el abrazo de tus padres, sino un abuelo cobijado por sus nietos.
No estás en la Viena de los palacios, sino del otro lado del mar en tierra de volcanes, formando parte de una comunidad judía que recientemente cumplió cien años de vida institucional en México, un país de libertad. Una patria que acogió inmigrantes de los países árabes, de los Balcanes y de Europa, como fue tu caso en 1946, tras haber sobrevivido el infierno nazi.
No es ésta la ciudad natal de Freud, Kafka, Zweig y Werfel. Tampoco la de Herzl. Ni la de Mahler o Schoenberg. Parias todos ellos que, enfrentando el odio racial buscaron caminos artísticos, revolucionarios y políticos, creyendo ilusamente que eran partícipes de un diálogo con la alta cultura alemana.
Mantenían, hoy lo sabemos, un sordo monólogo judío. Desdeñaban el rechazo antisemita de la sociedad europea. Se negaban a sí mismos en ese ciego afán de ser aceptados. Ser más vienés, que los vieneses. Y, a pesar de que con sus obras magnas determinaron el eros de la cultura que los rechazó, fueron cuerpo extraño. El prisma resplandeciente y multicolor que es la alta cultura europea fue creada mayoritariamente por judíos, judíos que, a pesar de luchar por ser europeos de pura cepa, fueron odiados, vilipendiados, rechazados.
En ese entorno de nacionalismo chovinista naciste, Peter, el 19 de mayo de 1930. Hijo de una madre asimilada a la cultura austríaca y de un padre tradicionalista judío. Ambos soñaban ofrecerte un entorno refinado y culto. Ser austríaco, austríaco sin más.
El destino, sin embargo, se impuso. El ascenso al poder de Hitler, las Leyes de Nüremberg, la anexión de Austria, la Kristallnacht, el odio y el lavado de cerebros. A tus ocho añitos fuiste apedreado por tus propios compañeros, rechazado por tus amigos, censurado de asistir al parque o a la escuela. Tu pecado: ser judío, tener sangre judía. De nada servía ir por las calles gritando: soy vienés, soy vienés.
Para salvarte, tu madre te envió a Bélgica en un tren de la Cruz Roja Internacional financiado por la familia Rotschild, que buscaba poner a salvo de los atropellos nazis a niños judíos de entre 6 y 14 años. Fuiste uno más de los 750 niños en el tren que partió rumbo a Bruselas, vía Colonia, el 2 de diciembre de 1938. Portabas una petaquita de 15 kilogramos que incluía las fotografías familiares y el libro de rezo en el que hoy leíste.
Tu madre, no creyente, empacó esos libros de rezo porque intuyó que sería tu legado. Quizá imaginó que hoy, el día de tu bar mitzvá, lo tendrías en tus manos. Nunca más se volverían a ver. Murió ella en los campos en 1942; y tu padre, quien iluminaba tus días con enseñanzas talmúdicas, en marzo de 1943.
Te adoptaron los Lanksner, Buci y Yolanka, judíos húngaros. En Bélgica comenzó una nueva rutina: aprender francés, ir a la escuela, hacer amigos. Pero los alemanes también ahí llegaron. El 10 de mayo de 1940 invadieron, y los Lanksner, desesperados decidieron emigrar a Francia, aun nación libre. Junto con otras dos familias judías tomaron un tren que fue bombardeado por los alemanes en Charleroi, aún en territorio belga. Los Lanksner, llevándote de la mano, sobrevivieron entre escombros, fuego y muertos. Tuvieron suerte, tuviste suerte.
Emprendieron la huida a Francia a pie. Quince días caminando. Me has contado Peter, que entonces, a tus 9 años, seguías adelante con los pies llagados soñando con abrazar a tu padre. Cuando sólo les faltaban 40 kilómetros para llegar a París, los alemanes habían ya invadido Francia. Las carreteras, saturadas de personas que huían, fueron tomadas por alemanes cuya misión era regresar a los refugiados a sus lugares de origen. Ya sin esperanza, nuevamente hubo que caminar, ahora de regreso a Bruselas.
En Bélgica, en 1942, comenzaron las razzias, la limpieza de judíos para enviarlos a los campos de trabajo y exterminio. Los Lanksner hallaron un escondite al estilo del de Ana Frank. La pareja pasó ahí dos años ocho meses sin siquiera ver la luz. Tú, Peter, de 12 años, lograste obtener papeles falsos, un trabajo en un laboratorio fotográfico y ser correo de la resistencia. Con el nombre de Jean Vandervelde pasaste a ser un joven belga de origen cristiano.
Así sobreviviste la guerra. Así recuperaste la vida.
Sin patria y sin raíces llegaste a México en 1946. Eras un adulto lastimado de 15 años. Olvidando, evadiendo tu historia, en absoluto mutismo con el ayer, asumiste patria, familia, trabajo y futuro. Sin ser religioso, simplemente “judío tradicionalista” como te defines, celebraste el bar mitzvá de tus hijos y, décadas después, el de tus nietos.
Un evento que a ti te fue escamoteado.
Pero nunca es tarde. Hace unos cuantos meses Brederich Steiner, tu querido amigo, celebró en estas mismas instalaciones del Centro Deportivo Israelita, casa de todos, su tardío bar mitzvá. Fue un inicio. Moisés Harari te convenció de que tú también lo hicieras y el rabino Amram Anidjar te guió para aprender a ponerte los tefilim y saber rezar.
Con las letras hebreas que los Lanksner te enseñaron, recordaste el ayer. Te transportaste a la Viena natal, al regazo de tus padres. Y hoy, con los tefilim por primera vez en tu cabeza y en tu brazo izquierdo, cerca de tu corazón, arañas la memoria para rescatar tu identidad.
Escribiste Lej Lejá para dejar de llorar. Recopilaste las biografías de los Premios Nobel Judíos 1905-2009 con la esperanza de mostrar los aportes judíos a la humanidad. Has abonado el campo de las ideas para que prevalezca la tolerancia y el futuro plural de respeto, honrando a la vida y a tus muertos, dignificando la historia colectiva.
Hoy con este bar mitzvá, ya no sólo es sujeto “la historia colectiva”. Eres tú quien se asume como judío. Recuperas a Peter Katz. Dejas atrás a Jean Vandervelde, quien te regaló esperanza y futuro a tus 13 años en aquella Europa maltrecha. Es Peter Katz quien cierra el círculo. Hoy abrazas a tus padres, mirando el futuro de tus nietos. Hoy recuerdas, preservas, aportas, continúas y engrandeces. Hoy te aferras a la vida, te sumas a la tradición, al conocimiento y a la libertad.
Estoy segura, Peter, que hoy, aquí, estuvo tu abuelo Juer con su mirada profunda, con sus ojos que destellaban paz, calma y tranquilidad. Con su kappl sobre la cabeza, la misma que siempre usó, hoy, como ayer, te preguntó: “¿Sabes quien eres? Eres un Katz, un Cohen Tzedek”. Y es cierto, para inflarlo a él y a nosotros de orgullo, te has comportado como tal: como un Katz, como un Cohen Tzedek.
oy has sido fiel a la tradición, has honrado a tus antepasados y legas la estafeta de fuerza y continuidad a las generaciones por venir. Te quiero y te deseo que llegues a los 120 años, con salud, rodeado de amor, gozoso, entero y creativo. Muchas felicidades, querido amigo.
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