MOISÉS NAÍM
El precio que pagan los Gobiernos que violan reglas básicas de la democracia ha venido cayendo. Ahora está demasiado barato y es urgente subirlo. Tiene que haber más riesgos y más costos para quienes atentan contra la libertad.
Lo sorprendente es que, al mismo tiempo que la impunidad de los autócratas parece reinar, todavía hay Gobiernos disfrazados de demócratas que temen que el mundo descubra lo que realmente ocurre entre bastidores. Hay regímenes autoritarios que hacen sorprendentes esfuerzos para mantener la reputación, la “marca”, de la democracia. Y organizan costosas y arriesgadas maniobras para obtener el “sello de calidad” que confiere el hecho de ser “elegido por el pueblo”. ¿Por qué Vladímir Putin, por ejemplo, monta un tinglado tan complicado de elecciones, rotación de cargos con Dmitri Medvédev y todo tipo de gestos para parecer un dirigente democrático? Podría simplemente declararse jefe de Estado y seguir gobernando de la manera tan autoritaria como lo ha venido haciendo durante más de una década. Y lo mismo ocurre en muchos otros países. De Marruecos a Argentina, de Irán a Ecuador y de Angola a Venezuela, muchos Gobiernos se han vuelto diestros prestidigitadores políticos, que con una mano distraen al mundo con elecciones y otros rituales democráticos mientras que con la otra hacen todo tipo de trampas para concentrar poder, reprimir a los opositores y silenciar a sus críticos.
Claro que aún quedan algunos que son más sinceros en su totalitarismo: Corea del Norte, Bielorrusia, Cuba, etcétera. Pero son cada vez menos: el número de países no democráticos cayó de 69 en 1973 a 47 actualmente.
Así, la buena noticia es que existe la oportunidad de presionar a los dirigentes pseudodemocráticos que socavan las libertades en sus países; esa oportunidad está ahí para los Gobiernos y líderes de otras naciones que la quieran aprovechar. La mala noticia es que últimamente muy pocos lo hacen.
Uno de los ejemplos más ilustrativos de esto es lo que ocurre en América Latina. Durante las cruentas dictaduras que sufrieron muchos países latinoamericanos en los años setenta y ochenta, Venezuela era la democracia que acogía y protegía a los líderes políticos perseguidos por los regímenes militares. Hoy en día, muchos de estos antiguos refugiados están de regreso en sus países y ocupan altos cargos en el Gobierno, el Parlamento o los partidos políticos. Su silencio ante lo que sucede en Venezuela es ensordecedor.
La cruel indiferencia de Brasil es quizás la más notable. No se trata de que este país se transforme en el gendarme de la democracia en la región, o que intervenga arbitrariamente en los asuntos internos de los vecinos. Se trata de que de vez en cuando… diga algo. Se trata de que su política internacional refleje los valores de una de las democracias más grandes y vibrantes del planeta. De que exprese públicamente su opinión un país respetado e influyente. Un país cuyos actuales líderes tienen la autoridad moral de quienes han sufrido en carne propia las consecuencias de oponerse a un régimen que recurría a la represión y al castigo como prácticas habituales.
Los demócratas del mundo, pero especialmente los de América Latina, observaron con sorpresa y tristeza el estruendoso silencio que mantuvo Lula da Silva durante sus ocho años como presidente frente a las claras violaciones de derechos humanos en Cuba, o frente a las más enmascaradas violaciones a la democracia que perpetraron Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador o Daniel Ortega en Nicaragua. Ni una sola palabra. Nunca una observación crítica…
La esperanza es que Dilma Rousseff sea diferente. Pero hasta ahora no lo ha sido. Brasil reconoció inmediatamente a Nicolás Maduro como presidente, aun sabiendo que había razones para dudar de su triunfo. Esas mismas dudas hicieron que el propio Brasil estuviese entre los países que días después presionaron a Venezuela para que se auditaran los votos. Maduro aceptó un nuevo recuento. Pero las autoridades electorales lo están haciendo de una manera sospechosamente inadecuada. Un Gobierno seguro de haber ganado no debe tener miedo de contar los votos abierta y rigurosamente. Y un Gobierno democrático no debe impedir que los diputados de la oposición hablen en la Asamblea Nacional. Y menos tolerar que los propios legisladores oficialistas los acallen dándoles en plena Asamblea una paliza que los mandó al hospital.
Por favor, díganos, presidenta Dilma Rousseff: ¿Qué piensa usted de todo esto?
Fuente:elpais.com
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