El día en que Wagner deseó que los judíos se abrasaran en el incendio de un teatro

JAIME FERNÁNDEZ MARTÍN

El bicentenario del nacimiento de Richard Wagner, que se conmemora el 22 de mayo, ha dado pie a numerosas reflexiones en torno a su monumental obra musical. Pero también en esta ocasión se está pasando de puntillas sobre una de sus facetas más turbias: el antisemitismo. Por ello Hermida Editores ha decidido traducir por primera vez al español su panfleto El judaísmo en la música (1850), en una edición crítica a cargo de la germanista Rosa Sala Rose.

El libro incluye, además, la extensa carta que en 1868 el compositor remitió a su admiradora Marie Muchanoff, condesa de Nesselrode, pianista y antigua alumna de Chopin, en la que le adjuntaba el panfleto, publicado dieciocho años atrás. El motivo de ese curioso envío lo explica el propio Wagner: responder al asombro que al parecer la condesa había expresado ante la hostilidad “con intencionalidad claramente denigratoria” que la prensa no sólo alemana, sino inglesa y francesa, manifestaba hacia sus “logros artísticos”. En la misiva confiesa sentirse maltratado por los periodistas que lo rebajaban a “la categoría de frívolo o simple chapucero”.

¿Quiénes eran esos ofensores? Como si quisiera evitar la palabra “judíos”, precisa que, como algunos de sus amigos judíos más “devotos”, proceden de la “misma estirpe de elementos nacional-religiosos de la más moderna sociedad europea cuyo odio irreconciliable me he ganado por comentar sus peculiaridades tan perjudiciales a nuestra cultura y difícilmente extirpables”.

El eufemismo al que recurre Wagner -los “elementos nacional-religiosos”-, tan retorcido como su prosa, entraña una definición a priori de lo que el compositor entiende por “judíos”, y da por supuesta la exclusión voluntaria por éstos de la nación alemana. Por entonces las élites de Alemania estaban embarcadas en una agresiva campaña nacionalista que se vería coronada por la victoria en la guerra franco-prusiana de 1870 y la unificación de Alemania al mando de Bismarck, el canciller de hierro.

De pronto el hombre que se siente vilipendiado por los judíos, y que dieciocho años antes los había ofendido con su panfleto, se erige en defensor del grupo exiguo de judíos que, al contrario que la mayoría de los de su “estirpe nacional-religiosa”, se han atrevido a rendirle admiración, alzándose incluso en portavoz de ellos ante la común persecución de que dicen ser objeto por sus correligionarios. Naturalmente, de estas palabras se infiere que los judíos admiradores de Wagner hicieron caso omiso del antisemitismo de su ídolo, si es que no lo compartían.

Con este argumento Wagner se curaba en salud, defendiéndose de quienes osaran acusarlo de judeofobia. Esta misma actitud se evidencia también cuando aclara que si publicó el panfleto con un pseudónimo fue porque, en caso de haberlo firmado con su nombre, se lo habría interpretado como un asunto personal y una muestra de despecho de un compositor “que sin duda siente envidia de la fama de otro”. El compositor al que se refiere es Giacomo Meyerbeer, su antiguo maestro y benefactor y de origen judío.

Pero como pronto se supo que el autor de la carta era él, no se le replicó de forma “inteligente o al menos hábil”, sino que recibió “ordinarios ataques y una insultante actitud defensiva contra una supuesta tendencia judeófoba de corte medieval”. El antisemita no quería que se le recordase que lo era, temiendo que esa crítica hiriese su reputación intelectual.

Wagner dice sentirse incluso como un solitario e indefenso, perseguido por la mayoría (“la persecución judía vuelta al revés”). Según se deduce de sus palabras, fuera de Alemania el viento antiwagneriano soplaba fuerte en Inglaterra, algo que el compositor achaca a que el músico de origen judío Felix Mendelssohn era muy estimado en este país, pero –añade, utilizando un argumento frecuente entre los antisemitas germánicos- también por el “carácter peculiar de la religión inglesa”, asentada más en el Viejo Testamento que en el Nuevo. En otras palabras, por un motivo extramusical.

Sólo en San Petersburgo y Moscú fue recibido como merecía, lo que achaca a que allí la “judería” había descuidado “la prensa musical”. En la Rusia zarista los judíos eran objeto de feroces persecuciones. Fue en este país donde, a instancias de la policía secreta del régimen, la temible Orjana, se fraguó en 1902 el ominoso panfleto Los protocolos de los sabios de Sión que tanto daño habría de causar a la judería europea y en el que, después de la Primera Guerra Mundial, Hitler y su régimen justificaron su judeofobia criminal.

El antisemita está tan obsesionado con el odio y la envidia que profesa a los judíos que les atribuye una relevancia muy superior a la que tienen para justificar ese odio y así lanzar su artillería pesada contra ellos. Agrandando la imagen del enemigo, piensa que, al amparo de la judeofobia imperante, los demás también lo percibirán del mismo modo, sin reparar en el riesgo de incurrir en el ridículo.

Al denunciar en su panfleto la “victoria” de la música judía, que, según su peregrino argumento, se habría aprovechado del vacío dejado tras la desaparición de los grandes músicos del periodo clasicista para llenarlo con su “esterilidad”, Wagner reafirmaba su identidad de músico original, destinado a invertir esa victoria en derrota y a llenar con su música el supuesto vacío.

Para ello no duda en presentarse como una suerte de Jesucristo, se supone que ario, perseguido por la anónima mayoría de judíos y dispuesto a defender a la minoría de devotos admiradores también judíos, aunque redimidos gracias a su wagnerismo de las culpas que pesan sobre sus hermanos de sangre. En una imaginación dominada por el mito y la megalomanía, esta autopercepción tenía que resultarle lo bastante seductora como para mantenerla intacta durante tantos años.

En su breve ensayo titulado La música había calificado la música de “arte por excelencia, el arte redentor”. Tras confesar su creencia en el Juicio Final, afirma que en éste serán condenados “a terribles penas” aquellos que “hayan osado traficar con el arte sublime y casto; todos los que lo hayan prostituido o degradado con la bajeza de los sentimientos, con la vil codicia, con la infame concupiscencia de los goces materiales”. Los lectores de El judaísmo en la música no debían fantasear demasiado para concluir quiénes eran los autores de semejantes tropelías y, por tanto, candidatos seguros a las llamas infernales.

Con su maniqueísmo característico, sostenía que los “discípulos fieles del gran arte” serían “glorificados” y que, “envueltos en un celeste tisú de rayos, de perfumes, de acordes melodiosos”, volverían “a través de la eternidad al seno de la divina madre de toda la armonía”. Todo muy wagneriano y kitsch, por supuesto, incluido el tisú de rayos perfumados.

En la imaginación wagneriana los judíos simbolizan la figura del usurpador, del intruso y del farsante, del Adversario evangélico, el Diablo corruptor, encarnación de la mentira. Esta imagen le brindaba la oportunidad de erigirse en una suerte de redentor enviado para salvar a la música alemana de la decadencia y la esterilidad a la que la habrían abocado los judíos como Meyerbeer o Mendelsshon.

Necesitaba fraguar esta fantasía, que sublimaría en su universo operístico, por lo que no se puede separar el antisemitismo explícito del El judaísmo en la música del resto de su obra, sino que es preciso interpretarlo como una continuidad de ésta, sólo que por otros medios. De ahí la importancia del panfleto que ha sido relegado al rincón de lo anecdótico.

El antisemitismo wagneriano no se distingue del que imperaba en la sociedad centroeuropea de la época. La base de sus argumentos y el método son idénticos: la envidia larvada y la acusación, dos tácticas que Hitler y el nacionalsocialismo llevarían a los extremos más insoportables entre 1933 y 1945. La “aversión instintiva” o “repulsión involuntaria” que, en opinión de Wagner, sienten los gentiles hacia los judíos no tiene nada de instintiva ni de involuntaria. Por el contrario, las raíces del antisemitismo son de índole psicosocial, aunque el antisemita sea el menos interesado en indagar en ellas, si es que no está cegado por el fanatismo.

La emancipación de los judíos en Alemania, al igual que en otros países europeos, había allanado el camino hacia la asimilación en la sociedad burguesa. En el transcurso de unas décadas, buena parte de la población judía residente en las ciudades se había equiparado con el estatus burgués, ejerciendo profesiones liberales o dedicándose a actividades comerciales. El “nosotros” y el “ellos” de la época del gueto se había diluido, aparentemente al menos, en la casa común de la sociedad burguesa.

La virulenta irrupción del antisemitismo en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX debe interpretarse como la respuesta de determinados sectores de población que, aspirando también al disfrute del anhelado estatus burgués, por razones de diversa índole no lograban satisfacer esa aspiración. Fue entonces cuando, arropados en la bandera nacional, desviaron su enojo hacia los judíos asimilados, a los que les recordaban continuamente su condición de tales, restaurando así la vieja división entre el “nosotros” y el “ellos” que salpica el panfleto de Wagner.

Puesto que El judaísmo en la música incide más en los aspectos culturales y estéticos que en los socioeconómicos, el músico establece el término de “judíos cultivados” para oponerlo al de “judíos vulgares”. Pese a las connotaciones positivas del epíteto “cultivados”, Wagner le da la vuelta con el propósito de igualarlos. De este modo el “judío cultivado” no sería más que una máscara, un disfraz que oculta la verdadera y única identidad, la del “judío vulgar”.

Se trata de una división análoga a la que durante siglos estuvo vigente en la Cristiandad, cuando los cristianos reprochaban a los judíos bautizados su conversión, achacándola al oportunismo, y los tildaban despectivamente de “cristianos nuevos” para distinguirlos de los “viejos”, o sea, los auténticos, los de “nacencia”, como se decía en la España del siglo XVII, donde los cristianos viejos, azuzados por un sentimiento de envidia antisemita similar al que destilaban amplias capas de de la clase media en la Europa moderna, declararon una guerra larvada a los cristianos “nuevos”.

Presumir de “cristiano viejo”, confrontando esta seña de identidad con la del “cristiano nuevo”, dotaba al individuo de una suerte de pedigrí y también de pasaporte para acceder a privilegios vetados a los “cristianos nuevos”, que lo resarcía de de su frustración social, y más en un periodo de decadencia política y económica como el que atravesaba la España de los Austrias.

El argumento que desenmascara al judío asimilado o nuevo para agruparlo en una identidad común e indivisible –la del “judío vulgar”, tal como era percibido por el antisemitismo- estimula la tendencia a la paranoia del antisemita, quien termina viendo judíos por todas partes y reclamando que se los identifique con una marca externa que acabe con la temida invisibilidad y asimilación.

Wagner repite el viejo tópico judeófobo que pinta al judío asimilado como un desarraigado, enemigo de sus correligionarios, los “judíos vulgares”, y que, al aislarse “por completo”, se convierte “en una criatura desalmada que no puede establecer vínculos con la sociedad a la que aspira ascender”. Sólo se relaciona con quienes necesitan su dinero, y el dinero, añade Wagner, no crea precisamente vínculos humanos. La sombra del solitario judío Shylock pintado por Shakespeare en El mercader de Venecia planea sobre este tópico.

Por cierto, en esta pieza teatral el cristiano Lorenzo, adelantándose dos siglos a Wagner, atribuye a los judíos una supuesta incapacidad para acceder a las delicias de la música (el lector puede consultar la entrada del blog que dediqué a este asunto titulada “La música después de Auschwitz”:

https://enlenguapropia.wordpress.com/2012/09/17/la-musica-despues-de-auschwitz/)

El prototipo de “judío cultivado” retratado por Wagner, que fracasa en su tentativa de asimilación y al mismo tiempo se desgaja de su grupo de pertenencia, terminará incurriendo en el “autoodio judío”, en el desprecio de todo lo que le recuerde su pasado, y hacia sus correligionarios. Más aún, compartirá el antisemitismo de los antisemitas no judíos, sumándose incluso al bando de ellos. Parece que algunos de los colaboradores judíos de Wagner pertenecían a este grupo y que el compositor se complacía en ello.

Pero el antisemitismo no sólo hunde sus raíces en motivaciones de orden social, que por su carácter genérico pueden convertirlo en una seductora ideología de masas, como sucedió en la Europa de Entreguerras, sino también en otras de índole psicológica. El antisemita recalcitrante suele vivir inmerso en una grave crisis de identidad que le lleva a dudar de sus orígenes y a sumergirlo en una especie de limbo identitario que amenaza con desterrarlo del grupo social de pertenencia, arrojándolo a una soledad autodestructiva.

Atormentado por una lacerante duda sobre sí mismo, la presencia del antisemitismo en su entorno social le incita a proyectar su angustia sobre la minoría estigmatizada. El odio contra ésta por la mayoría alivia el odio que se profesa a sí mismo derivado de su insegura identidad, al otorgarle una especie de pasaporte que favorece su anhelada integración en esa mayoría de la que se siente excluido. Odiando al “judío” catalogado como un prototipo negativamente singular por la mayoría gentil, ya comparte con ésta una seña de identidad que le induce a creer que al fin ha sido aceptado por ella.

El ansia de celebridad que se adueñó de Wagner, así como su obsesión por la identidad de los personajes de sus óperas, divididos en semitas y arios, y su antisemitismo público, responden a un irreprimible deseo de reconocimiento derivado de una íntima insatisfacción con su identidad y de la desconfianza en su actividad artística.

Su obsesión con los judíos se remonta a otra leyenda personal: las dudas que albergaba sobre sus orígenes paternos. En su Historia del antisemitismo, Léon Poliakov señala que nunca se sabrá si era hijo del funcionario sajón Karl Wagner (“herrero”) o del actor Ludwig Geyer (“buitre”), segundo marido de su madre y cuyo apellido llevó hasta los catorce años.

A pesar de las sospechas de Wagner, se ha descartado que Geyer fuese de origen de judío. Aun así los rumores sobre su origen hebreo circularon durante su vida. Lo que importa no es que eso fuese o no cierto sino que él creyese en ello o al menos alimentase dudas sobre su ascendencia.

La otra circunstancia que vuelve a relacionarlo con los judíos radica en que, casualmente, su maestro fue un judío, Giacomo Meyerbeer, autor de óperas con las que cosechó un sonado éxito en París, la capital europea del espectáculo y de la literatura en la que Wagner quiso triunfar también pero en la que fracasó por completo. En 1841 Meyerbeer ayudó al joven Richard a estrenar en Dresde su primera ópera Rienzi, compuesta en un estilo todavía muy fiel al de su maestro, y en Berlín El Holandés errante. También lo introdujo en círculos musicales y le prestó dinero que él aceptó, según Poliakov, como algo que le correspondía.

En junio de 1849 confesó a su amigo Franz Liszt que deseaba “tener tanto dinero como Meyerbeer, o tengo que hacer algo temible”. “¿Pues bien! –añadía- a falta de dinero tengo grandes deseos de practicar cierto terrorismo en el ámbito del arte (…) Ven a dirigir esta cacería: dispararemos para hacer una gran hecatombe de liebres”.

Al año siguiente publicó El judaísmo en la música en cuyas páginas denunciaba que el arte moderno “se había judaizado”, por lo que consideraba urgente emanciparse “de la opresión judía”. Seguidamente comparaba esta “judaización” con un cadáver en el que “los elementos extraños adquieren la fuerza necesaria para apoderarse de él, aunque sólo para descomponerlo). Entonces su carne se deshace en una pululante miríada de gusanos”. Parasitismo y gusanos son dos términos habituales en el antisemitismo racista.

A partir de este hecho se entiende que publicase con pseudónimo el panfleto, para que no se lo tomase como un “asunto personal” y una muestra de despecho de un compositor “que sin duda siente envidia de la fama de otro”. El recuerdo del triunfo de su maestro le persiguió durante su carrera musical, pues en el fondo para él representaba un modelo. Wagner envidiaba aquello de lo que carecía y deseaba para sí y su máximo deseo era triunfar cautivando con su música a un amplio público.

La rebelión contra Meyerbeer, cuyo nombre omite en el panfleto citándolo únicamente como “un famosísimo compositor judío de nuestros días”, enlaza con el oscuro presentimiento de que su padre biológico fuese Ludwig Geyer, la envidiada riqueza y fama que sus “enemigos” judíos le impedían acariciar y, por supuesto, con la judeofobia.

Este fenómeno, tanto en su versión cristiana como secular, guarda una estrecha relación con lo que Freud denominó “complejo de Edipo”, o sea, el deseo de matar al padre para emanciparse de su poderosa influencia y reafirmar la identidad herida por la inseguridad. En el subsuelo del viejo antijudaísmo de orden religioso y del moderno antisemitismo racista se agita el deseo de de los hijos -que son siempre muchos- de desbancar al padre, que siempre será único.

Meyerbeer fue el padre edípico para Wagner, en quien proyectó buena parte de su absurda pero malévola teoría acerca de la incapacidad de los judíos “para expresar artísticamente sus sentimientos” a través del discurso y del canto. Según Wagner la aptitud para la música va ligada a “una auténtica necesidad vital y orgánica”, como habían demostrado Mozart y Beethoven, por lo que la ineptitud musical que achacaba a los judíos derivaba de “su propia incapacidad íntima para la vida”.

Coherente con esta premisa, relaciona la supuesta decadencia de la música germánica que siguió al periodo post-Beethoven con el auge de la “música judía”, a la que dedica toda clase de epítetos despectivos –“estéril”, “fría”, “irrelevante”, “banal”, “ridícula”-, citando principalmente a Mendelsshon. Se diría que Wagner propinó una bofetada a Meyerbeer en la cara de este gran compositor, fallecido en 1847, al que consideraba carente de originalidad.

Las biografías de Wagner coinciden en destacar el apoyo que recibió de músicos e intérpretes de origen judío, como Hermann Levi, director de orquesta y compositor. En 1882 dirigió el estreno de Parsifal -una ópera trufada de motivos antisemitas, aunque planteados de forma subliminal- en el Festival de Bayreuth, desobedeciendo la reiterada petición de Wagner para que se convirtiera al cristianismo. Levi era hijo de un rabino.

Otros colaboradores judíos de Wagner fueron el tenor y luego director teatral Angelo Naumann, Lilli Lehman y el pianista Joseph Rubinstein. Este último, hijo también de de un rabino, como Hermann Levi, envió una misiva a Wagner desde su Ucrania natal para comunicarle que estaba de acuerdo con él en todos los puntos que exponía en El judaísmo en la música y que sólo le restaba elegir entre el suicidio o la redención a la sombra del maestro. Wagner lo acogió en su casa adoptándolo como pianista predilecto. Un año después de la muerte del compositor se sintió tan desamparado que se suicidó sobre su tumba.

La faceta psicosocial del antisemitismo hermana a Wagner con uno de sus admiradores más famosos, Adolf Hitler, perteneciente a la categoría de los idealistas de la cual alertó Nietzsche en su Contra Wagner. Después de afirmar que la adhesión a Wagner “se paga cara”, el filósofo señalaba que su música actúa “como el consumo prolongado de alcohol”. Para Nietzsche el verdadero peligro de ésta reside en la “corrupción de los conceptos” a que se presta y que hace que el joven que la escucha “se vuelva lunático: un idealista”. Sin duda en el ejemplo de Hitler la advertencia de Nietzsche se transformó en una terrible profecía.

Al igual que Wagner en su tiempo, Hitler aprovechó el antisemitismo de su entorno para ocultar y sublimar las profunda crisis de identidad que lo amenazaba con desterrarlo del grupo de pertenencia. Ambos sufrieron en su juventud humillantes estrecheces económicas en grandes ciudades, el músico en París y el futuro líder político en Viena, mientras, asaeteados por sus delirios de grandeza, sufrían la insignificancia de su indeseado anonimato viendo triunfar a otros. Casualmente esos otros eran judíos.

El judaísmo en la música concluye con un vaticinio: Wagner advierte a los judíos que “sólo una cosa os redimirá de la maldición que pesa sobre vosotros: la redención de Ahasvero, el hundimiento“. Ahasvero es un personaje creado por una leyenda medieval, el judío que se burló de Jesús cuando éste cargaba con la cruz hacia el monte Gólgota y que fue condenado a vagar por el mundo hasta el día del Juicio Final. Precisamente la redención a través de la muerte es uno de los principales motivos de la obra operística de Wagner.

Aquel vaticinio abandonó el presumible tono retórico cuando el 18 de diciembre de 1881 Wagner expresó a su mujer Cósima -según se lee en el diario de ésta- el deseo de que todos los judíos se abrasaran juntos mientras asistieran a una representación de Nathan el Sabio, la obra de Lessing símbolo de la tolerancia y de la Ilustración. Sólo diez días antes más de 300 personas, en su mayoría judíos, habían perecido en el incendio que destruyó el Ringtheater de Viena, cuando se representaba la ópera Los cuentos de Hoffmann, del compositor de origen hebreo Jacques Offenbach.

Teatro (espectáculo), incendio (redención) y judíos (culpa) son tres vocablos que en buena medida explican el mundo wagneriano.

A raíz de este luctuoso suceso comentó con la brutalidad habitual en él que

“los hombres son demasiado malos para compadecerles cuando mueren en masa. ¿Para qué sirve esa chusma reunida en un teatro semejante? Cuando los obreros son víctimas de una catástrofe minera, entonces sí que me emociono”.

En Auschwitz el deseo criminal de Wagner se hizo realidad a una escala industrial, sólo que en aquella ocasión fueron los asesinos admiradores de su música quienes provocaron el incendio.

Fuente:enlenguapropia.wordpress.com

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