ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Nota: Antonio Muñoz Molina, fue laureado con el Premio Jerusalén
Estaba sentado al sol en la terraza del Miskenot Saarim, un mediodía de febrero, y las murallas y las torres de la Ciudad Vieja de Jerusalén, la vegetación áspera de la colina, el paisaje neblinoso de fondo, hacia el Mar Muerto, me daba la sensación exacta de encontrarme en Granada, mirando hacia la Alhambra. El día anterior o dos días antes —me costaba calcular las distancias en el tiempo— al salir del aeropuerto de Tel Aviv hacia Jerusalén, me había sorprendido el verdor de una llanura que se parecía mucho a los paisajes abiertos y fértiles de la Baja Andalucía. Y cuando empezaban las cuestas y las laderas rocosas subiendo a Jerusalén era como ir acercándose a Granada desde Málaga o Sevilla.
La familiaridad del paisaje acentuaba por contraste el ligero mareo del jet lag, la dislocación de los viajes muy largos. Estaba en Jerusalén en un día casi cálido de primavera, pero había dejado atrás el invierno de Nueva York hacía menos de 48 horas. Hablaba por Skype con mi esposa y ella me mostraba en la pantalla de la computadora la nieve cayendo lenta y tupida en una ventana de nuestro apartamento. Y cuando terminaba de conversar con ella y consultaba el correo electrónico o algún diario español me encontraba con otras ramificaciones de mi viaje: docenas de mensajes invadían mi bandeja de entrada, la mayor parte de ellos felicitaciones por el premio que acababa de recibir en Jerusalén, y un cierto número, mucho menor, en los que se me insultaba o se me llamaba cómplice del sionismo y enemigo de la causa del pueblo palestino, incluso se me sugería que cuando saludara al presidente Peres la mano que estrechara la suya acabaría manchada de sangre.
Pero en esos ratos de calma en la terraza de Miskenot, frente a un paisaje que despertaba tantas resonancias en la memoria, lo que sentía sobre todo era una calma profunda, la certeza tranquila de haber hecho lo que tenía que hacer. No es que hubiera calculado en ningún momento la posibilidad de rechazar el premio o de no viajar a Jerusalén. Pero cada una de las cosas que había visto en la ciudad desde mi llegada, cada una de las conversaciones, breves o largas, con amigos antiguos o conocidos recientes, que había ido teniendo, me fortalecían en una convicción que ya estaba muy arraigada en mí antes de visitar por segunda vez Israel: que a pesar de los malentendidos, de los estereotipos, de las mezquindades y los oportunismos de la política, de los errores y los abusos de una ocupación que ya viene durando demasiados años, en Israel hay una sociedad viva, democrática, pluralista y abierta en la que yo me reconozco como ciudadano, y en la que hay muchas personas muy parecidas a mí.
Es algo obvio, desde luego, casi insultantemente obvio, visto desde el interior de Israel. Pero no lo es para mucha gente que mira desde fuera, o que parece que mira y no quiere mirar, o solo ve aquello que prefiere ver. Si a mí, como español, me ofenden tantas veces los estereotipos que circulan sobre mi país, ¿cómo puedo aceptar y repetir los que caen mucho más pesadamente sobre Israel? Así que era necesario, aunque casi indecente, tener que repetir en casi cada entrevista las razones por las que “no” rechazaba el Premio Jerusalén, y dedicar más tiempo a ellas que al “sí” indudable con que un escritor acepta y agradece un premio en el que le han precedido algunos de los maestros a los que más admira en su oficio. ¿De qué otro país tiene uno que explicar, como disculpándolo, que en él hay muchas personas decentes, ilustradas, partidarias del laicismo, del imperio de la ley, de la igualdad entre los hombres y las mujeres, contrarias a esos dos integrismos de mezcla tan peligrosa que pueden llegar a ser el nacionalismo y la religión? Pero como ciudadano español que pasa una parte grande de su vida en Estados Unidos tengo cierto entrenamiento en la explicación de lo obvio, y algunas veces, en alguna entrevista, pensaba que quizás a alguien que la leyera o la escuchara podría servirle para disipar algún prejuicio, para recibir alguna información con la que hasta entonces no había contado. Me temo que tengo una incurable voluntad pedagógica.
Pronto me acostumbré a esperar una objección. Hablaba con un periodista europeo y le decía que una de las razones para aceptar el premio y venir a Jerusalén era mi convicción de que en Israel hay mucha gente tan partidaria de la paz justa con los palestinos y tan crítica de los asentamientos como pueda serlo cualquier progresista europeo. Entonces mi interlocutor, después de asentir, me informaba: “Pero son una minoría cada vez más pequeña”. Así que me alegré mucho cuando la segunda o la tercera vez ya tenía dispuesta mi contestación: ¿Y qué pasa si son una minoría? Más motivos aún tengo para ponerme de su lado. No es algo nuevo para mí, para mucha gente como yo, y no es nada deshonroso. De hecho llevo una gran parte de mi vida formando parte de minorías. Algunas de las personas que más admiro en el mundo han tenido el coraje de defender contra viento y marea posiciones minoritarias, en esos tiempos temibles en los que cualquier disidencia de la conformidad universal es señalada como una traición. No eran muchos los que se oponían activamente a la dictadura franquista en mi niñez y mi adolescencia. La causa de la igualdad entre hombres y mujeres la empezaron unas cuantas sufragistas británicas de las que se reía todo el mundo.
Me acuerdo del viaje a Jerusalén y ya parece que todo sucedió hace mucho más tiempo, y se me acentúa la pena de que fuera tan breve. Tantas cosas, tantas imágenes, tantas conversaciones, en tan pocos días, conversaciones a veces de un apasionamiento y una intensidad intelectual que me dejaban luego estremecido, colmado por el fervor de aprender. En el invierno persistente de Nueva York me acuerdo de aquellos ratos al sol, cuando me adormecía y entornaba los ojos y parecía estar viendo la colina de la Alhambra en Granada. Y me acuerdo de ir por la calle, en un paseo muy breve, entre un compromiso y otro, y de un hombre que estaba en una parada de autobús y se me acercó y me tendió la mano, apretando fuerte la mía y mirándome a los ojos. Me dijo, “Thanks for coming”, y yo le di las gracias a él y me alegré más aún de haber viajado a Jerusalén.
Fuente: JotDown
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