ESTHER SHABOT
En regiones musulmanas el término aparece en los discursos y arengas de clérigos y políticos, y también en camisetas.
Traducido por lo común como “guerra santa”, el término árabe Jihad se ha vuelto inmensamente popular en las últimas décadas. En regiones musulmanas no sólo ha aparecido en los discursos y arengas de clérigos y políticos, sino también en simples camisetas cruzadas por el lema “Jihad es nuestra misión”, en carteles que anuncian: “llame a este número si quiere unirse a la Jihad”, o en grafitis entusiastas que aseveran que “el honor está en la Jihad”. De igual modo este vocablo ha pasado a ser de uso común en occidente, en donde se le relaciona con la férrea combatividad responsable de los atentados terroristas del 11 de septiembre y los centenares que le han seguido.
Sin embargo, habría que precisar ciertos matices inherentes al término Jihad. Por ejemplo, los no musulmanes dan por sentado que la Jihad busca la expansión militante de la religión islámica y la conversión individual o colectiva de los infieles, y esto no es exactamente así; en realidad, su propósito es el de extender el dominio de la ley islámica o Sharía para que ésta sea el sustento fundamental del poder político donde quiera que sea. De esa manera, el ideal es instaurar Estados regidos por la Sharía porque sólo así se puede imponer a la sociedad la normatividad legal grata a los ojos de Dios. En otras palabras, lo vital es controlar territorios e imponer en ellos la ley islámica, y si para eso es necesaria la guerra, la Jihad habrá que hacerla. El razonamiento es que si no se procede así, los infieles (kafirs) serán los que gobiernen y la Sharía no podrá ejercerse.
Para el Islam fundamentalista, la Jihad debe continuar hasta lograr que la humanidad toda quede bajo el dominio del Islam. Sin embargo, hay que aclarar que esta meta tiene poco en común con la extendida imagen de la Jihad como “Islam o muerte”. Porque de hecho, lo que la Jihad pretende es la conquista de territorios para gobernar a sus habitantes de acuerdo con la Sharía y no la conversión masiva al Islam. En todo caso, de lo que se trata es del sometimiento de los no musulmanes, pero no de su conversión forzada. Según el Corán, otras religiones monoteístas, como el cristianismo o el judaísmo, a pesar de considerarse imperfectas, son aceptables a Dios. Sus fieles, como miembros del “Ahl al Kitab” (pueblos del Libro), pueden vivir como “protegidos” (dhimmis), sometidos al dominio político musulmán, pero sin necesidad de convertirse al Islam para sobrevivir. Y así sucedió de hecho durante los siglos de gloria de los imperios musulmanes; los dhimmis podían vivir y practicar su religión en tierras musulmanas siempre y cuando pagaran los impuestos gravosos que se les imponían (jizyá), y aceptaran someterse a las restricciones legales que los señalaban como ciudadanos de segunda categoría, a saber, no hacer proselitismo, no construir nuevos lugares para su culto, no utilizar cierto tipo de vestimenta, no montar a caballo ni portar espadas, por ejemplo.
El objetivo no ha sido nunca, pues, islamizar a todos por medio de la Jihad, sino imponer el reinado de la ley islámica con objeto de cumplir así con la voluntad divina de que prevalezca un orden sagrado en el cual quienes están en la verdad —los fieles— y quienes viven en el error —los kafirs o infieles— actúen en concordancia con los deseos de Alá. Y hay que hacer notar que este orden prevaleció en los diversos imperios islámicos durante siglos, con mayores o menores márgenes de tolerancia. La destrucción de dicho orden a partir de las conquistas europeas de los siglos XIX y XX, que impusieron o promovieron formas distintas de organización social en las que el imperio de la Sharía quedó abolido, constituyó un doloroso golpe para el orgullo musulmán y es hoy el eje privilegiado de la revancha histórica que los fundamentalistas actuales tratan de conseguir.
Fuente:excelsior.com.mx
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