ESTHER CHARABATI
Hay hormigas que son siempre hormigas y cigarras que son cigarras de tiempo completo; pero existen variantes. Hoy muchas hormigas, agotadas por el trabajo diario, las múltiples ocupaciones y el desgaste emocional que representa estar corriendo de la mañana a la noche, deciden volverse cigarras aunque sea una o dos veces al año: quizás en Semana Santa, en Navidad o durante el verano. Esta costumbre que muchos consideramos divertimento de primera necesidad era impensable para nuestros abuelos que veían transcurrir apaciblemente sus vidas sin necesidad de repetir de la mañana a la noche “Ahora sí ya no puedo más” “Estoy agotado”, sin siquiera pensar que es posible ausentarse por unos días del mundo.
En cambio, hoy muchos de nosotros sólo usamos los calendarios para identificar las vacaciones y regocijarnos en cada posible puente. Planear las vacaciones —breve periodo en que nos metamorfoseamos en cigarras— es como organizar una fiesta: se echa la casa por la ventana. Llevamos meses ahorrando para comprar un refrigerador… pero necesitamos más el descanso, y así los traficantes de sol y aire puro, del deporte, la holgazanería y los sitios pintorescos, abren sus catálogos y convierten nuestras fantasías en realidad.
El menú cotidiano de las admirables hormigas consta de varios platillos: trabajo, juntas interminables, pagos, citas impostergables, compromisos somnolientos, somníferos, contaminación y constantes miradas al reloj. Eso es lo que queremos exorcisar durante las vacaciones: las obligaciones, las prisas, los proyectos. No debe extrañarnos, entonces, que sea justamente cuando estamos echados como lagartijas alimentándonos de sol, o mientras alcanzamos el cielo que nos aguarda en la cima de la montaña, cuando nos damos cuenta que todo está bien, que los problemas pueden esperar y que la verdadera vida está lejos de la sucia cotidianidad.
Las vacaciones estimulan los descubrimientos: nos sorprende la repentina adicción a los helados y a los cuerpos semidesnudos, el placer de sentir el frío del agua en nuestros pies y de entrar en las tiendas de artesanías; nos volvemos amantes de la cocina regional y nos percatamos de que los bares y antros también son para nosotros. Ignoramos cuándo nació esa pasión por bajar el río y por despertar en una bolsa de dormir cubiertos de piquetes de moscos. Lo que sí sabemos es disfrutar de esa calma sin pendientes ni citas, de la alegría de despertar tarde en una cama de hotel llena de sol y de promesas y, por primera vez en mucho tiempo, gozamos del placer de no hacer nada. De ver pasar el tiempo acostados en una hamaca, de ver cómo las prisas se van quemando en la chimenea. Y tenemos ideas que nunca habíamos tenido: escribir un poema, tener un hijo, empezar otra vida. Nos atiborramos de paisajes y vibramos con la música; nos abandonamos a las siestas y a los sueños. Nos acariciamos y nos decimos cuánto nos queremos. Nos atrevemos a jugar y nos regalamos diversión.
Vivimos.
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