ROBERTO SAVIANO
Ha nacido un nuevo derecho. El derecho a las redes sociales. El derecho de poder tener una cuenta, de poder publicar, de leer y de comentar. En países como China, Cuba, Corea del Norte e Irán, el acceso a las redes sociales está restringido o es incluso negado. A menudo puede tener lugar solo de forma clandestina. Los regímenes represores de las primaveras árabesprohibían las redes sociales, las cuales se convirtieron en vectores de las informaciones que sustentaban las protestas y en símbolos de un renacer democrático.
Pero todo derecho tiene sus reglas. Y nadie debiera sentirse fuera de lugar al ejercerlo, nadie debiera verse obligado a hacer un slalom entre insultos y difamaciones. Y, sin embargo, eso es lo que sucede cada vez con mayor frecuencia. El periodista y presentador italiano Enrico Mentana anuncia que se quiere ir de Twitter por los muchos insultos recibidos. Utiliza la metáfora del bar. Si el bar que sueles frecuentar empieza a ser un lugar de encuentro de personas que no te gustan ¿qué haces, te quedas o cambias de bar? Davide Valentini, un joven documentalista, hace una reflexión interesante. En su opinión, Twitter provoca el efecto Gialappa’s Band (trío de comentaristas radiofónicos italianos). Muchos comentarios pretenden llamar la atención de sus propios seguidores sobre lo que se considera estúpido más que interesante, lo cual se hace con palabras cargadas de sarcasmo. El efecto deseado, y obtenido, es el de hacer que esos seguidores se sientan inteligentes mientras disfrutan de un contenido considerado de bajo nivel. ¿Cuántos hay que no han visto nunca Gran Hermano pero que adoraban Nunca digas ‘Gran Hermano’,el programa en el que Gialappa’s Band lo satirizaba?
En Twitter hay un esfuerzo por dar con la ocurrencia brillante, que a menudo es feroz. O el tuit es cínico o se da por descartado. Lo que no es cruel, desencantado, se convierte en blanco del desprecio colectivo. Lo políticamente incorrecto dicta su ley, la aberración se considera de culto, cada provocación es cool porque rompe los esquemas. Una lógica neocínica parece llevar las de ganar.
Pero se trata de una degeneración del medio, ya que Twitter nace para comunicar: es una plataforma que pone en conexión a cualquiera con cualquiera. Todo está abierto. Puedes seguir a quien quieras, puedes leer lo que escribe Obama, Lady Gaga o tu colega, el de la mesa de al lado en la oficina. Es la capacidad de poder asistir en tiempo real a lo que sucede diariamente y de comprender los puntos de vista de los otros, de compartir sus conocimientos. Retuiteas si encuentras interesante una noticia y crees que vale la pena proporcionársela a tu comunidad. Creas tus topics, y puedes hacerlo quienquiera que seas. Luego puede pasarte que te retuitee alguien que tiene centenares de miles de seguidores y tu pensamiento comienza a viajar.
Pero también puede suceder que en una plaza atestada, si estás falto de contenidos o se carece de capacidad de síntesis, se grite para hacerse oír. Cuando el pensamiento se simplifica, a veces solo hay lugar para la expresión radical o la ocurrencia extrema. La seriedad es banal, razonar está descartado. Por tanto, a insultar. El que te insulta en Facebook no es capaz de hacer lo mismo, sin embargo, cuando te tiene delante en persona, porque no tiene el valor de ponerle cara a un desahogo personal que se alimenta de lugares comunes y de leyendas urbanas. He leído que si un post presenta cierto número de comentarios negativos, el que lo lea se verá influenciado por esos comentarios. Las críticas son siempre bienvenidas, los insultos no.
Depende de nosotros darles o no derecho de ciudadanía. Facebook y Twitter permiten poder eliminar el insulto baneándolo, es decir, dejándolo fuera. Ello forma parte de las reglas del juego. No creo que sea correcto excluir al que hace un razonamiento diverso del propuesto; el que critica con lenguaje respetuoso siempre supone un recurso. Pero es justo banear a quien utiliza sus comentarios para hacer propaganda, a quien repite siempre el mismo concepto hasta el punto del acoso, a quien —por ejemplo— dice guardar una botella de champán que abrirá el día de mi muerte, a quien dice haberme visto a bordo de un Twingo rojo o de un Panda verde en Caivano o en Maddaloni, sobreentendiendo con ello que no vivo bajo protección. A los extremistas de la red que objetan —“pero eso es censura”—, respondo que quien quiera puede abrirse una página en la que insultarme. Y es que en realidad el insultador quiere vivir de la luz reflejada por el insultado. Sin embargo, es sencillo comprender cómo no hay nada más dañino que el insulto: nada garantiza más seguridad al poder si todo el lenguaje de la crítica se reduce al habla soez, a la tempestad de mierda de los mensajes sin contenido relevante.
Esa es la razón de que la necesidad de reglas no puede tomarse por censura. Comprendo que la libertad de las redes no puede quedar estrangulada por restricciones, comprendo que las restricciones pueden resultar peligrosas puesto que peligrosa es su valoración: ¿Qué es crítica legítima y qué es difamación? Pero la gestión de las reglas no es una restricción, es funcional para el medio, para su supervivencia, para los intereses que los usuarios continuarán o no nutriendo. Por eso creo que Enrico Mentana se equivoca cuando dice que o estás dentro o fuera y que no hay que banear. Pero banear es decidir dar una impronta al espacio propio: es ejercer un derecho propio.
La educación en la web, mejor dicho, la educación para la web, todavía está naciendo. La elección de utilizar un lenguaje en vez de otro es fundamental. Cada contexto tiene su lenguaje y el de las redes sociales, por directo que sea no es en absoluto coloquial. Se nutre de la ficción de hablar confidencialmente a cuatro amigos, pero en realidad todo lo que se dice se multiplica inmediatamente hasta el infinito, y resulta ser por tanto el más público de los discursos. No se trata de ser hipócritas o políticamente correctos, sino de comprender que utilizar un lenguaje disciplinado, no agresivo, es construir un modo de estar en el mundo. Los lingüistas Edward Sapir y Benjamin Whorf han teorizado la relatividad lingüística según la cual las formas del lenguaje modifican, permean, plasman las formas del pensamiento. El modo en que hablo, las cosas que digo, y sobre todo cómo las digo, las palabras que utilizo, harán del mundo en el que vivo uno idéntico al que está conectado a mis palabras. Si utilizo (no si conozco, sino simplemente si utilizo) 100 palabras, mi mundo se reducirá a esas 100 palabras. Nosotros somos lo que decimos. Por tanto el lenguaje soez, el insulto o la agresividad no construyen una sociedad más sincera sino una sociedad peor. Seguramente, más violenta. Los comentarios biliosos de los usuarios de Facebook y Twitter solo aportan bilis y veneno a las vidas de quien los escribe y de quien los lee. Por desgracia, esta entropía del lenguaje está contagiando a la comunicación política, siempre en busca de la gran simplificación, de la cháchara divertida y ligera, de la ocurrencia resolutoria. Con frecuencia palabras liberadas sin mediar reflexión, continuas meteduras de pata a las que es preciso poner remedio. La verdad es que si repites en público las sandeces dichas en privado no es que seas sincero y los demás hipócritas, eres sencillamente maleducado y, en muchos casos, irresponsable.
No es libertad —ni mucho menos libertad de expresión— insultar. Es difamación. Algunos intérpretes talmúdicos, parangonan la calumnia con el homicidio. Y si pienso en Enzo Tortora (periodista y presentador víctima de graves calumnias) no creo que se equivocaran mucho. La democracia es responsabilidad y estoy convencido de que las reglas y la marginalización —no la represión— de la violencia y de la trivialidad salvarán la comunicación en las redes sociales. El que quiera usar la red social solo para hacer matonismo mediático podrá abrir su fight clubpersonal, sin nutrirse —como un parásito— de la fama de los demás.
Fuente: El País
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