WALTER OPPENHEIMER
En tiempos de Tony Blair, Londres se convirtió en un paraíso de islamistas en el exilio. Una decisión calculada que permitía al mismo tiempo encomiar el gusto británico por la libertad de expresión, reducir las posibilidades de atentados y tener al alcance de la mano de los servicios secretos a la crema de la crema de los apologetas de la guerra santa. No hay mejor manera de controlar al enemigo que teniéndolo en casa, pensaban.
Esa estrategia empezó a flaquear en 2004 por los excesos de imanes como Abu Hamza, apodado Capitán Garfio porque había perdido las dos manos y un ojo combatiendo a los soviéticos en Afganistán. Sus soflamas crearon un gueto islamista en la mezquita de Finsbury Park que llamó demasiado la atención de medios y público. Y el esquema se desplomó por completo con los atentados del 7 de julio de 2005 en Londres, que abrieron los ojos de los británicos ante el monstruo que, a juicio de algunos, habían ayudado a crear y que se conoció como Londonistán.
“¿Se han parado los ingleses a pensar en los riesgos de permitir el desarrollo de Londonistán? Los británicos creen que albergar terroristas es una buena solución, pero no se dan cuenta de que uno no debe pactar nunca con el diablo y eso es precisamente lo que han hecho durante años y años”, le comentó en su día un político argelino a diplomáticos estadounidenses, según un cable enviado por la embajada de Washington en Londres días después de los atentados de 2005 y desvelado en abril de 2011 por WikiLeaks.
El asesinato del soldado Lee Rigby en Woolwich, un barrio multiétnico del sur de la capital, ha recordado a los londinenses que en sus calles, como en otras ciudades británicas, se sigue predicando la guerra santa
Londres ya no es ese paraíso yihadista, pero la sombra de Londonistán es alargada y su sangrienta herencia sigue pesando. El asesinato, el miércoles, del soldado Lee Rigby en plena calle en Woolwich, un barrio multiétnico del sur de la capital, ha despertado de nuevo el fantasma de Londonistán. Y ha recordado a los londinenses que en sus calles, como en otras ciudades británicas, se sigue predicando la guerra santa. Eso, dicen los vecinos,es lo que hacía todas las semanas Michael Adebolajo, uno de los aparentes asesinos del soldado Rigby, en un tenderete de propaganda islamista en la calle mayor de Woolwich. Hasta que decidió predicar con el ejemplo junto con su camarada Michael Adebowale.
Los dos son británicos de nacimiento, de origen nigeriano y cristianos convertidos a la religión musulmana. Y los dos son jóvenes. Como los cuatro suicidas del 7 de julio, tres de ellos musulmanes nacidos en Reino Unido. Un retrato robot que complica el trabajo de los servicios secretos, que no solo tienen que desarbolar complejos proyectos de atentado sino intentar descifrar cuáles de sus cientos, miles de radicales fichados, son capaces de echarse al monte y convertirse en lo que en la jerga llaman lobos solitarios.
Los cuatro del 7 de julio eran mitad lobos solitarios mitad yihadistas entrenados. Su operación fue más compleja porque exigía cierta infraestructura para obtener o fabricar los explosivos que hicieron estallar de forma coordinada. Pero los dos Michael no han necesitado más que unos cuantos cuchillos y machetes, las ganas de matar en público y la calculada espera de la policía para permitir que los testigos les filmaran con sus móviles y les dieran así la dimensión y el impacto mediático que buscaban.
Ese impacto ha hecho que algunos empiecen a pedir medidas draconianas y explicaciones a los servicios secretos. Desde 2005, el MI5 y el MI6 han incrementado de forma muy generosa sus presupuestos y han logrado desactivar cada año al menos un gran atentado en preparación o a punto de ejecutarse. Con ese dinero han tenido más facilidad para infiltrarse en grupos islamistas y detectar operaciones en marcha. Pero es materialmente imposible que puedan controlar a todos los que expresan en público, en privado o a través de Internet su apoyo o su simpatía hacia la guerra santa.
Según un experto consultado por Financial Times, el MI5 estimaba que en 2007 había 2.000 islamistas extremistas capaces de ejercer la violencia, mientras que el analista rebaja a mil los que hay en la actualidad. Un reflejo de que las políticas puestas en marcha desde 2005 están dando fruto. Pero mil personas dispuestas a matar, en cualquier momento, en cualquier sitio, de cualquier forma, son muchas. Un comité parlamentario que investigó los errores que llevaron a no mantener una vigilancia más estrecha de dos de los autores de los atentados del 7 de julio, que habían entrado en el radar de los servicios contraterroristas, concluyó que harían falta cientos de miles de agentes para controlar a todos los sospechosos.
Los errores que han permitido que Adebolajo y Adebowale, que también estaban en el radar, acabaran asesinando al tamborilero Rigby serán analizados por el mismo comité parlamentario. Mientras tanto, los medios se están centrando en dos debates paralelos: la necesidad o no de controlar Internet y el papel que juegan las universidades en la promoción del yihadismo. En ambos temas hay presiones, pero también cautela. Y medios tan diferentes como el Finacial Times y el Daily Telegraph han coincidido en sus editoriales en que el Gobierno no debe precipitarse aprobando leyes que puedan cercenar las libertades individuales.
El debate sobre las universidades no es nuevo. Con las mezquitas juramentadas desde julio de 2005 para no cobijar extremistas, estos han encontrado en ellas un buen foro público y de acceso a los jóvenes. Universities UK, que se define como “la voz de las universidades”, celebró justo en vísperas del asesinato de Woolwich una conferencia nacional sobre cómo pueden prevenir el extremismo violento. Una de las sugerencias es que los servicios de seguridad les hagan llegar listas de oradores indeseables. Otros creen que esas listas deberían ser públicas.
Acoso a la comunidad musulmana
Como ocurrió tras los atentados del 7 de julio de 2005, el asesinato de Woolwich ha desencadenado una oleada de amenazas, insultos o agresiones contra la comunidad musulmana. La organización benéfica Faith Matters asegura que desde el miércoles ha recibido 162 llamadas denunciando algún tipo de acoso, cuando la media diaria es de seis. Esas tensiones se han producido a pesar de la inmediata reacción de políticos llamando a la calma y a distinguir entre la fe islámica por un lado y el extremismo islamista por el otro. Y a pesar también de que la reacción de la comunidad musulmana, lenta y quizás algo tibia en 2005, ha sido esta vez inmediata y tajante condenando el asesinato del soldado Lee Rigby.
Esas tensiones reflejan la dificultad que hay a veces para la convivencia entre ambas comunidades. En una no faltan radicales, como el Partido Nacional Británico o la Liga de Defensa Inglesa, para emponzoñar el ambiente. La otra intenta a veces vivir en Gran Bretaña como si estuviera en un país islámico. En barrios del Este de Londres patrullan a veces vigilantes intentando imponer la sharía, la ley islámica. Expulsan a los paseantes que beben alcohol, insultan a homosexuales, a las mujeres que visten minifalda o simplemente a la gente que fuma.
Otro tema controvertido es el uso de la ley coránica en disputas familiares. El llamado Consejo de la Sharía Islámica, que agrupa a 85 tribunales en todo el país, actúa en paralelo a la ley desde 1982.
Fuente: El País
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