Helga Weiss tenía diez años cuando le ordenaron coserse la amarilla estrella de David en el pecho. Tras vivir recluida en su casa de Praga tras la invasión nazi de Checoslovaquia, en marzo de 1939, ella y toda su familia fueron conducidos en vagones de ganado al campo de concentración de Terezín, cerca de la frontera con Alemania. Era 1941. De los 15.000 niños que habitaron allí, apenas lograron sobrevivir un centenar.
Helga, que también pasó por Auschwitz, Freiberg y Mauthausen, había empezado a escribir un diario a los ocho años. En Terezín siguió con su tarea, jugándose el pellejo. Además de la escritura, fue capaz de realizar un puñado de dibujos que reflejan la vida cotidiana en el campo de exterminio, una existencia gris y cenicienta, burocrática, donde la ‘normalidad’ del encierro, las privaciones y la muerte, cobran vida en las acuarelas de la niña con una exasperante naturalidad. Sus recuerdos y vivencias del Holocausto en el que fueron exterminados seis millones de judíos, así como las ilustraciones, han sido reunidos en el libro ‘El diario de Helga’.
«Aquellos dibujos que creé en Terezín, y que guardó un tío mío cuando me enviaron a Auschwitz, me ayudaron a escapar, a evadirme de la realidad. Allí no había intimidad de ninguna clase porque vivíamos hacinados, pero al dibujar sentía que estaba sola, sola en un mundo propio en el que nadie podía entrar», responde Helga, 84 años, por correo electrónico desde Praga. «Pude sacar de mi casa algunos lápices y rotuladores. En Terezín el problema fue el papel. Pero mi padre, Otto Weiss, que fue gaseado en Auschwitz, trabajaba en una oficina, y pudo agenciarse, allí le llamábamos ‘schleusear’, algunas hojas para mí», recuerda.
El diario es un relato desasosegante sobre las penurias, las apreturas, el miedo y la desconfianza de los judíos checos en Terezín. De cómo los rumores o una simple palabra (¡gas!) susurrada por unos esqueléticos niños polacos de «cara vieja, cuerpos menudos y ojos asustados» que se resistían a entrar en las duchas sembraban el pavor en sus existencias marginadas.
El patíbulo y los SS
Los antiguos coches fúnebres de la ciudad militar se empleaban para el tranporte de maletas, de viandas y de personas. La muerte, omnipresente en Terezín (de sus 150.000 residentes forzosos solo quedaron vivos 17.247), se asoma, demoledora e injusta, ante los ojos de la pequeña. «Sabíamos que en el cuartel de Ústi habían levantado un patíbulo. SS delante y detrás, en medio, nueve chicos jóvenes con palas en el hombro ¡para cavarse sus propias tumbas! Nueve condenados a muerte. ¿Qué acto tan horrible han cometido? Chicos de 20 años, quizá más jóvenes, que han enviado mensajes a sus madres. Por eso los han ejecutado», escribe Helga Weiss.
«Con piojos y chinches se puede vivir; un poco de hambre es soportable. Solo hay que evitar tomárselo todo muy en serio y llorar. Quieren destruirnos, está claro, pero no nos dejaremos», anota más adelante. Insectos, malnutrición, hepatitis, epidemias de tifus, escarlatina y encefalitis, 33 niñas amontonadas en literas en el mismo cuarto… constituían su paisaje cotidiano. Pero también cita Helga las fiestas de Janucá y Yom Kipur armadas a escondidas, la alegría de poder bañarse por primera vez en tres años, algunas representaciones teatrales pactadas en el secreto más atroz, óperas de Smetana (como El ‘beso’ o ‘La novia vendida’) canturreadas en las buhardillas, bailes con un violinista al que se le pagaba con margarina. O los pasteles de patata y la falsa limonada y el descubrimiento del amor. Se llamaba Ota y era un chico mayor que Helga, del que, tras su traslado a otro campo, jamás volvió a saber nada hasta que descubrió su nombre inscrito en las afueras de la sinagoga Pinkas, de Praga, junto al de otros 90.000 judíos asesinados.
«Nunca perdí la esperanza», responde a las preguntas de este periódico Helga Weiss. «Lo único que nos ayudó a sobrevivir en aquellos años fue creer que vendrían tiempos mejores», indica. No obstante, en el diario Helga tampoco oculta sus momentos de desesperación, momentos que le llevaron a pensar en quitarse la vida. «Hoy será la sexta noche en el tren, una semana en Triebschitz. Ya no aguanto más. Cada noche me lo quito de la cabeza, pero hoy lo haré. Saltaré bajo el tren en marcha, me suicidaré. No aguanto otra noche así…», escribe. Sin embargo, la obligación de atender a su madre, Irena, que la acompañó durante todo el cautiverio, le hizo desistir de la idea.
Uno de los episodios más insólitos del paso de Helga por Terezín sucedió tras la llegada al campo de 500 judíos daneses. La Cruz Roja internacional pidió visitar la ciudad y los nazis se dedicaron a maquillar el campo de exterminio. «Es ridículo, pero parece como si Terezín se tuviera que convertir en una ciudad balneario», escribe Helga. Se cuelgan rótulos, se pinta una escuela («se ve bonito, solo faltan los profesores y los alumnos»), se plantan rosales, quienes sirven el rancho usan gorros y delantales blancos, se ponen cortinas azules en los barracones y edredones acolchados… «En una habitación hay juguetes, caballitos mecedores… También hay una piscina, un tiovivo y hasta columpios…» Todo, claro, era mentira. El gigantesco decorado engañó a los inspectores y ha dado pie a un documental filmado por Claude Lanzmann, autor de la monumental ‘Shoah’, y presentado en el Festival de Cannes.
«No había un rastro de bondad entre los ‘kapos’ y los SS. Eran malos, crueles, sádicos… Nunca les olvidaré ni les perdonaré. Entiendo los deseos de venganza. Aún hoy, hay muchas escenas de la vida cotidiana que me hacen volver la vista hacia aquellos días: cada vez que veo un tren pienso en los penosos traslados en los vagones de ganado, la visión fugaz de un bosque, de una cantina con alimentos: un sueño para nosotras, que nos moríamos de hambre… Creo que mi deber, mi misión, es mantener viva esa memoria, hablar de ello a los jóvenes para que algo así no se pueda repetir», apunta Helga Weiss. Una tarea más que necesaria hoy cuando, asegura la mujer, las teorías negacionistas de la Shoah tratan de hacerse un sitio entre las mentes más crédulas.
La lotería de Auschwitz
Por eso es bueno recordar con un testigo tan directo como Helga que un hombre, un hombre solo, decidía entre la vida y la muerte de los deportados judíos que llegaban a Auschwitz. Ella fue víctima de esa lotería macabra. Los que aún servían para trabajar iban a la derecha. Los que no, los que como su padre llevaban gafas o tenían cicatrices de la Gran Guerra, eran enviados a la izquierda, a las cámaras de gas. «Con papá nos prometimos que pensaríamos los unos en los otros siempre a las siete de la tarde», recuerda una de las últimas escenas compartidas. Helga vio las chimeneas del crematorio, sintió el hedor del campo y las amenazas de las guardianas que le increpaban: «¡Mañana tú serás ceniza!»
De allí también salió con vida. Al igual que de Freiberg y del campo de Mauthausen, donde, desnutrida y enferma, aprendió a remachar alas para los últimos aviones del III Reich. «Hedor, suciedad, piojos, enfermos, muertos…», salpican las páginas de un diario donde Helga también describe las figuras resecas como sarmientos, de ojos hinchados y mirada ausente, que les recibieron en las literas de Mauthausen, donde asistió al final de la guerra y al comienzo de su vida.
Fuente:lasprovincias.esComunidad Enlace Judío
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