JACOBO ZABLUDOVSKY
En el patio nos tomaron la fotografía de rigor a los recién llegados miembros de la Generación 1945. 68 años después, en el mismo lugar, el doctor José Narro Robles, rector de la UNAM; la doctora María Leoba Castañeda, primera mujer directora en más de 450 años de vida de la Facultad de Derecho, y el doctor Fernando Serrano Migallón, ex director y actual subsecretario de Educación Pública, ante 300 invitados me entregaron la Venera de esa Facultad. Acto emocionante, gran honor y motivo para decir unas palabras que ahora reproduzco.
Era director el licenciado Virgilio Domínguez. Éramos 350 alumnos egresados, la mayoría, de la Escuela Nacional Preparatoria. Cruzamos la calle, después de dos años en el bachillerato de humanidades, y entramos a esta Escuela de Jurisprudencia. Nunca una calle tan corta y tan angosta había encerrado tantas ilusiones, angustias, desconfianza en el futuro, alegría de vivir, todo junto, tan contradictorio, tan absoluto y diverso; en la breve cuadra de Carmen a República Argentina rebotaban como la corriente de un río incontrolable nuestros sentimientos, recuerdos compartidos o amores indecisos. Juramentos y olvido, la deuda perdonada, el olor del pan de chinos, de los libros viejos y del comal y la tortilla.
Regreso hoy a esta calle de la que nunca me alejé, con la emoción del primer día de clases en la última etapa de nuestra carrera profesional. Vuelvo a recoger el premio que me da la vida y a recibir, con gratitud, el que su generosidad me ofrece esta tarde en el patio de la primera fotografía colectiva. Habíamos anotado, de los tableros del corredor, las materias obligadas y los horarios posibles, cada quien según su gusto o sus otros compromisos, para que las clases dejaran libres las jornadas laborales. Era mi caso.
El barrio universitario nos capturó con su diversidad de oportunidades, sobre todo de bibliotecas públicas. La de Educación enfrente, la de Hacienda en Palacio Nacional, la del Museo de Antropología en Moneda, la Nacional en Bolívar, la del Congreso en Tacuba, la de Bellas Artes y la de la Hemeroteca Nacional.
En los cafés de chinos una nueva promesa de amor eterno fallecido antes de que el pan se enfriara. Los frijoles con totopos y el bolillo con salsa búfalo. Algunas mañanas llegaban a la gorra don Pedro Rendón, candidato a la presidencia, y un abogado voluntario de pobres que no era dueño ni del corbatón que le daba nombre. El centro florecía de librerías. En Argentina y Guatemala, la Robredo, barrida por la erupción del Templo Mayor; a una cuadra, la Porrúa, más sólida que nunca, y en medio de ellas, la PAX Césarman, de los tres hermanos médicos y sus padres. En Palma, la de García Purón, donde don Artemio de Valle Arizpe decía con elegancia: vengo aquí las más de las tardes, y me dedicó su Güera Rodríguez antes de que supiéramos lo que era un best seller.
Épocas en que la credencial de estudiante universitario servía de pase gratis a cualquier teatro. Cantinflas en el Follis, Don Juan Tenorio en Bellas Artes, Borolas en el Colonial y un tal Palillo en el teatro Carpa Colonial. María Tereza Montoya, Virginia Fábregas, el recién llegado Armando Calvo y las hermanas Blanch en el Ideal con sainetes españoles en contraste con Ionesco en el Caracol, primer teatro de bolsillo.
Disculpen ustedes si algo les parece trivial. Esta tarde evoco aquello con la decepción del sueño vasconcelista, como si Mauricio Magdaleno nos repitiera en un susurro nuevo sus palabras perdidas, cuando la nostalgia es la tristeza de la memoria y el recuerdo quema como esa lágrima el día que reprobaste derecho civil.
Hoy están junto a mí los maestros incomparables jamás retribuidos en la medida de sus méritos. Cómo quisiera darles las gracias y tener acuse de recibo. Cómo quisiera poder llamar hoy a mis compañeros, amigos, hermanos de entonces, con sus nombres de pícaros ingeniosos. Como quisiera volver a ver por primera vez, después de tantas en 60 años, a la preparatoriana a la que le cargué los libros a cambio de cargar conmigo para siempre.
Señor rector, señora directora, señores profesores, señoras y señores. Gracias por una tarde evocadora del viejo hidalgo cansado de caballerías decepcionantes que al avistar su casa en la distancia, cerca del reposo hogareño antes del eterno, cuando dice a su escudero y amigo la frase del ocaso, que le robo, guardo y repito con la alegría de la esperanza: aún hay sol en las bardas.
De la foto sobrevivimos siete. Nos preside Chelo Oñate, una de las 30 del primer ingreso. En la entrega de la Venera me acompañó solo un compañero: el decano de los maestros de Derecho Penal, doctor Ricardo Franco Guzmán.
Fuente:alianzatex.com
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