*MAURICIO MESCHOULAM
“La primavera turca”. Una y otra vez se escucha la expresión. Las protestas que han tenido lugar en ese país han sido comparadas por algunos de manera apresurada con las manifestaciones de Medio Oriente y el norte de África del 2011. Esto es, en parte, porque efectivamente algunos factores confluyen. Pero no todos. Contrastemos, por ejemplo, estos datos: Según un estudio de NYU, Twitter fue una red enormemente activa tanto en las protestas del 2011 en Tahrir, como en las actuales en Turquía. Sin embargo, en Egipto, sólo 35% de los tweets eran locales, los demás procedían del exterior. En cambio, en el caso turco, 80% de los tweets se originan en Turquía. A la vez, en Yemen o Libia, la penetración de Facebook era de sólo 0.1% en el 2011. Turquía no es Egipto, ni Libia ni Yemen. Sólo un análisis de sus circunstancias puede ayudarnos a entender mejor lo que allá sucede.
Lo primero es aceptar que algo está cambiando, en efecto. Los movimientos sociales hoy tienen la capacidad de reproducirse con una velocidad mayor que en cualquier otro momento de la historia. En aquellas partes donde determinados ciudadanos experimentan un sentimiento de frustración y falta de expectativas para resolver los problemas percibidos a través de las instituciones, hoy hay un mucho mayor potencial de elevar la voz del disenso que se produce. Turquía padece 20% de desocupación juvenil; 55% de los jóvenes no confía en sus instituciones políticas (FPIP, 2011). Según diversas organizaciones internacionales, en ese país sigue habiendo corrupción, violaciones a los derechos humanos y a la libertad de expresión. Adicionalmente, una parte de la población siente que el primer ministro Erdogan está llevando al país por un camino religioso que le aleja de la esencia secular forjada por el padre de la Turquía moderna, Atatürk. Esas circunstancias que generan desencanto en ciertos sectores, en un país donde existe un importante acceso a internet y a redes sociales, tienen el potencial de convertir rápidamente su voz en protesta masiva.
Turquía, no obstante, a diferencia del Egipto de Mubarak o la Siria de los Assad, es una democracia representativa y parlamentaria. Quizás con problemas, y no muy eficiente para canalizar las demandas de toda su población, pero sí con elecciones competidas y un sistema político a través del cual es posible sacar del cargo a quien hoy gobierna. Aunque muchos perciban que Erdogan es todopoderoso, en realidad no lo es. En las últimas elecciones, 15 partidos compitieron por asientos en el parlamento. Varios de ellos comparten el poder legislativo. Una parte de la oposición, que en Turquía sí disputa posiciones, se ha aprovechado de las protestas actuales y las usa para golpear al gobierno en turno. Nada garantiza que Erdogan seguirá en su silla, salvo la gran aceptación que aún mantiene entre buena parte de la ciudadanía. Muchos lo siguen percibiendo como un gobernante eficaz.
El problema de Erdogan es que ha sentido que tiene la legitimidad suficiente y la fuerza que le otorga su amplio respaldo popular, como para reprimir e ignorar a un sector de la población que sí existe. Es verdad que el sistema turco no puede compararse con el sirio, el libio o el egipcio de antes de las revueltas del 2011, pero los sucesos de los últimos días reflejan las paradojas de un sistema de mayorías que pretende oscurecer la voz de sectores minoritarios sólo por la razón de ser los menos.
Lo que ha cambiado en la actualidad es que esas voces disidentes, al percibir que las vías tradicionales son ineficaces para canalizar su descontento, expresan y comparten su frustración con una velocidad que antes no se veía, y transforman en pocos días una manifestación de algunas decenas de personas en protestas masivas con decenas de miles, capaces de colocar los temas de su descontento en la agenda. Turquía no es Siria, y por lo tanto, las protestas no se convertirán en guerra civil, ni mucho menos. Pero ignorar o reprimir las voces del disenso nunca es un camino sabio.
@maurimm
*Internacionalista
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