Hannah Arendt, la peor enemiga de los nazis y de los judíos

RUBÉN DÍAZ CAVIEDES

Se abanica con la mano y asegura que no está acostumbrada al calor de Madrid. Dice que es demasiado seco para su gusto, no demasiado abundante, aunque es berlinesa y en la capital de España aprietan ya 25 grados. La cineasta Margarethe von Trotta ha venido invitada por el Festival de Cine Alemán, que organiza una retrospectiva de su obra cinematográfica y patrocina el estreno en salas comerciales de su última película, Hannah Arendt, la próxima semana. Atiende a la prensa con diligencia en el patio interior de un céntrico hotel madrileño y cambia con fluidez del alemán al inglés y de este al italiano, que habla por cortesía y porque le parece lo más apropiado con españoles a falta, claro, del propio español.

Hoy la protagonista, sin embargo, no tanto es la propia Von Trotta, y ella encantada con que así sea. En su última película la directora alemana y León de oro en Venecia recrea la vida de Hannah Arendt, una de las pensadoras y filósofas más influyentes del siglo XX, a quien Von Trotta dice admirar primero y retratar después en su última película. Es quien acapara no todos los focos, porque la filósofa murió en 1975, pero sí todas las conversaciones en la presentación del Festival.

No hace falta que la defienda nadie, dice, pero aun así ella insiste en la brillantez de esta pensadora alemana judía que escapó al Holocausto y años después estudió la experiencia nazi para definir lo que ella denominó la banalidad del mal. “Antes de hacer la película leí muchísimas cartas personales de Arendt, entre ellas a Karl Jaspers, Mary McCarthy, Martin Heidegger y a su esposo”. Es un método invasivo, sí, pero la correspondencia privada de alguien es la mejor manera de conocerle. “He querido representar el conflicto al que se enfrentó Arendt en los sesenta, y para eso me habría servido leer sus escritos intelectuales y las crónicas de la época, pero la película no podría haberse hecho sin retratar a la persona real y sin conseguir que el espectador llegue también a conocer a Hannah”.

Y es que Arendt fue una persona a la que merece la pena conocer. Su vida cambió radicalmente después de que Adolf Eichmann, un importante cargo de las SS alemanas durante el régimen nazi, fuera localizado por los nokmin –los “vengadores”, un cuerpo de élite de los servicios secretos israelíes– en Argentina. Eichmann había escapado de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, pero su nombre fue mencionado constantemente en los Procesos de Núremberg y el Mossad no creía que hubiera muerto. El 11 de mayo de 1960 el nazi fue apresado en el Gran Buenos Aires, donde vivía con el nombre de Ricardo Klement, y trasladado a Jerusalén para ser sometido a juicio.

Hannah Arendt, por entonces ya una influyente pensadora e intelectual radicada en Nueva York, se ofreció entonces a la revista The New Yorker para asistir al largo juicio como corresponsal y hacer unas crónicas del mismo, que años después se convertirían en un libro, Eichmann en Jersusalén. Un informe sobre la banalidad del mal. Como judía alemana, activista sionista en su juventud y antigua ocupante de un campo de internamiento en Francia, todo el mundo esperaba de ella que se ensañase con Eichmann y lo retratase como un genocida, un asesino inhumano al que no cabe perdonar y cuyo único destino posible es la horca. Arendt lo hizo, pero nadie, o casi nadie, lo comprendió.

En sus crónicas la filósofa habló de Eichmann como un hombre apocado, mediocre y gris, un absoluto don nadie sin rastro de singularidad al que la burocracia nazi y el sistema habían situado en su posición en los engranaje del exterminio, y acuñó la expresión “banalidad del mal” para referir la noción de la que Eichmann era el vivo ejemplo: la de que no son necesariamente los genios o las grandes personalidades quienes son capaces de ejecutar el peor mal imaginable –organizar el exterminio sistemático de millones de inocentes–, sino cualquiera. El hecho de que el Holocausto fuese perpetrado por personas como él –para quienes la devoción al sistema estaba por encima de la propia capacidad de raciocinio y el propio código moral– explicaba la naturaleza misma del totalitarismo y del mal en la condición humana.

Quiso redefinir el mal, pero muchos pensaron que Arendt defendía la propia línea de defensa del genocida –que insistía en eludir su responsabilidad alegando que era una parte más, una inconsciente, del sistema– y que incluso refrendaba su tesis de que los consejos judíos europeos de Alemania habían cooperado demasiado con los nazis en las deportaciones a campos de concentración. En el mejor de los casos no la entendieron y, en el peor, la acusaron de antisemita y filonazi. Perdió amigos, recibió amenazas de muerte y fue rechazada por el grueso de la intelectualidad. Muchos le pidieron que rectificase, pero ella se negó. Pidió siempre la muerte de Eichmann, era abiertamente sionista y no eximió a nadie de culpa, un tema del que Arendt nunca habló. Dijo solo, en resumen, que el mal conoce otras motivaciones que la propia intención de hacer el mal y alegó que algunos no le habían entendido y otros –en particular los judíos– no querían entendarla, cegando voluntariamente su capacidad de juicio y permitiendo que la ideología prevaleciera sobre el razonamiento y la inteligencia, algo que Arendt despreciaba –entre otras cosas, porque también era lo que hacía Eichmann–.

La banalidad del mal

Es de lo que habla Hannah Arendt, la película, más allá de la literalidad. Del Holocausto, de Israel y del punto difuso en el que se solapan la política y la justicia, pero, sobre todo, de pensar. Todo lo demás, dice Von Trotta, es su escenario. “Lo dice la propia Arendt en la película: pensar nos salvará de la catástrofe”.

Pero no es un elogio del pensamiento sin más. La propia Hannah Arendt se enfrentó a la incomprensión por sus ideas –no políticas ni ideológicas, sino ideas en abstracto sobre la condición del mal–, y a otros les llevó incluso al terreno enemigo. “Pensemos en la figura de Martin Heidegger, que aparece bastante en la película”, recuerda Von Trotta. “Por un lado es el maestro del pensamiento pero, por el otro, lo acaba traicionándose y sumándose al nacionalsocialismo. A él pensar le sirvió de mucho, pero no le salvó de nada”.

¿La inteligencia es, pues, una redención o un peligro? “Es una obligación”, replica la alemana sin pensarlo un segundo. No en vano en su película retrata muy bien, con una delicadeza quirúrgica, el modo en el que muchos le dan la espalda a Arendt cuando empieza a formular su teoría de la banalidad del mal, no sin entenderla, sino eligiendo no entenderla.

“La ideología ciega a la inteligencia”, dice Von Trotta. “Está ahí para ahorrar la labor de pensar y por eso los regímenes totalitarios aspiran a controlar la ideología, porque saben que muchas personas no obedecen a su corazón o a su cabeza, sino a su ideología. Y si controlas la ideología, controlas a esas personas. No se trata de que no creamos en una u otra idea política, por supuesto. Se trata de que, cuando nos veamos en la misma situación en la que se vio Eichmann, elijamos la inteligencia en lugar de la ideología. Se trata de cuando Hannah Arendt dice algo que ofende a la ideología, elijamos comprender lo que dice en lugar de rechazarlo automáticamente”.

Fuente:elconfidencial.com

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