ISABEL FERRER
Ponerle nombre y apellidos al Holocausto permite acercarse a una tragedia histórica que desafía a la razón. El recuerdo de muchas de sus víctimas —seis millones es la cifra oficial, aunque pudieron ser más— permanece en el entorno privado. Pero una de ellas, Ana Frank, la niña judía autora del famoso Diario, fallecida a los 15 años en el campo de concentración germano de Bergen-Belsen, es una figura internacional. Su relato sobre el tiempo que permaneció escondida con su familia en Ámsterdam es uno de los más leídos del mundo. Mientras que solo su padre, Otto Frank, sobrevivió al exterminio nazi, el rostro de la hija es reconocible en lugares remotos. No en vano, el Diario lleva vendidos más de 30 millones de ejemplares en 60 lenguas. Sin embargo, el uso de su imagen ha sido objeto de controversia desde hace décadas. Cansado de lo que denomina “transformación de una sola víctima en una marca comercial por parte de la Casa de Ana Frank”, el Fondo Ana Frank, de Basilea (Suiza), dueño de los derechos de autor del libro, ha reclamado a la Fundación Ana Frank, de la capital holandesa, gestora del museo dedicado a la niña, los archivos que le cedió en 2007. Como la parte holandesa cuestiona la devolución, la suerte del legado está en manos de la justicia holandesa.
La pugna ha destapado el diferente enfoque dado por ambas partes a la preservación de la memoria del Holocausto. Otto Frank perdió a su esposa, Edith, y a sus dos hijas, Margot y Ana, en el genocidio nazi. En 1953 volvió a casarse, esta vez con Fritzy Geiringers, otra superviviente que tenía una hija. Después marchó a Suiza, donde fundó el Fondo en 1963 y murió en 1980. Es su heredero universal y opera como una organización sin ánimo de lucro. Utiliza los ingresos derivados de la venta del libro en proyectos sociales internacionales. “Los documentos cedidos a los museos tienen que devolverse. Es escandaloso que una institución holandesa no respete el testamento de Otto Frank. Con todo, estamos seguros de que un Estado de derecho como el holandés reconoce los derechos de propiedad basados en leyes nacionales e internacionales”, dice Yves Kugelmann, miembro de la junta del Fondo.
Pero hay más. “Otto Frank quería abrir un lugar de encuentro para jóvenes, no un museo. Para él, la casa de Ámsterdam era un lugar de encierro, miedo y hambre. También se ha transformado en una máquina comercial. Han convertido a una víctima en una marca. Por eso el Fondo quiere fundar, junto con el Museo Judío y la ciudad de Fráncfort, el Centro de la Familia Frank. Allí nació Ana y sus raíces alemanas suman 400 años”, añade. Según Kugelmann, lo peor del museo holandés es su falta de contexto, adecuado a los jóvenes, sobre lo ocurrido con los judíos holandeses. “Es una contradicción. Se singulariza a una niña, pero las delaciones de miles de judíos por parte de la sociedad holandesa no son abordadas históricamente. Holanda es donde más judíos fueron deportados en proporción al número de los que allí residían. Hay libros y ensayos académicos, pero no una verdadera discusión pública sobre el pasado, como en Alemania. Un debate apropiado para la Casa de Ana Frank”, asegura. A pesar de que Holanda fue el primer país europeo donde hubo una huelga general contra el invasor nazi, de los 140.000 judíos censados en 1940 fueron asesinados 107.000.
Sorprendida, la Fundación Ana Frank lamenta que una colaboración de décadas haya llegado a este punto. Custodia del Diario (cedido por el padre de Ana al Estado holandés) y gestora de la famosa casa-museo, asegura que presenta la historia de la chica con emoción y cercanía. Y que promueve la tolerancia a base de programas educativos. Para sostenerse, utiliza los ingresos generados por su millón de visitantes anuales. “Algunos documentos son del Fondo suizo”, dice Maatje Mostart, su portavoz. “La titularidad de otros no está tan clara. Los jueces fallaron en 2012 que la cesión del Fondo, traída en 2007 por Buddy Elias, primo de Ana, era a largo plazo. Los tribunales decidirán, pero no presentamos la vida de Ana vaciada de contexto. Hay información por todas partes. Lo mejor es que los visitantes decidan por sí mismos”, añade.
La familia de Ana Frank se trasladó a Holanda procedente de Fráncfort entre 1933 y 1934, cuando la niña tenía cinco años. Para 1940, fecha de la invasión nazi, el padre se había especializado en la venta de pectina. En 1942 tuvieron que esconderse en un edificio oculto en la parte de atrás de su fábrica, situada en Prinsengracht 263, uno de los canales de Ámsterdam. Allí, en 52 metros cuadrados, convivieron durante dos años con otros cuatro refugiados hasta que fueron delatados. Ana recibió un diario el 12 de junio de 1942, en su 13 cumpleaños, y lo llamó Kitty. La última entrada está fechada el 1 de agosto de 1944. Tres días después fue detenida por las tropas nazis. Murió de tifus en marzo de 1945, poco antes de la liberación de Bergen-Belsen.
Fuente:elpais.com
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