Una nueva experiencia en el trabajo
Al inicio de enero de 1994 falleció mi hermana Julieta; en el Banco en el que trabajaba se acostumbraba que se publicara una esquela cuando moría un ejecutivo o un familiar de este; sin embargo, los nuevos dueños no siguieron esta costumbre, el hecho mostraba la insensibilidad de sus políticas con el personal, la cual se acentuó cuando vendieron el Banco a inversionistas extranjeros. El Director General me envió una breve nota de condolencias que no llamó mi atención.
En 1994 México se encontraba en plena crisis económica, el Producto Interno Bruto había caído desde el inicio de los noventas y la inflación se había acelerado. El deterioro de la economía se reflejaba en los resultados de los bancos; la cartera vencida había subido significativamente, situación que determinó que el gobierno creara en 1990 un fondo de contingencia, el Fobaproa (Fondo Bancario de Protección al Ahorro), para evitar que la situación financiera que se observaba pudiera propiciar la insolvencia de los bancos por el incumplimiento de los deudores con la Banca y el retiro masivo de los depósitos. El Fobaproa fue un mecanismo de rescate que el gobierno asumió, vía la emisión de deuda pública, el costo del rescate bancario fue alrededor de 16.0% del Producto Interno Bruto.
La situación económica del país se agravó en marzo de 1994 con el asesinato del candidato del PRI a la Presidencia, Luis Donaldo Colosio, creando un complejo entorno político y gran incertidumbre hacia el futuro. En este contexto, en los Consejos Consultivos que yo coordinaba en el Banco, y que como señalé en una Crónica anterior, estaban integrados por los principales clientes de la Institución, un número importante de ellos hicieron reclamos a los directivos para que los apoyaran en la resolución de sus problemas crediticios, lo que creó tensión entre ambos, ante lo cual la Dirección General decidió suprimir temporalmente las Juntas de Consejo; creo que estas volvieron a operar después de un año o más.
En esa coyuntura me solicitaron que me reubicara en otra área o me prejubilara; la primera alternativa era una “misión imposible” en un ámbito de recortes generalizados de personal, entonces no me quedó otro camino que prejubilarme en condiciones no muy favorables en cuanto a mi ingreso; lo que a la fecha sigue incidiendo negativamente en mis percepciones, y por tanto, en mi bienestar. En estas circunstancias solicité a uno de los más importantes Consejeros del Banco que intercediera con los altos directivos para mi permanencia en el Banco; el Consejero habló con estos, empero, la respuesta de los mismos no fue favorable; ellos querían integrar los equipos directivos “con su gente de confianza”.
Mi jefe directo tampoco me apoyó para que recibiera una pensión justa; a él le urgía que me fuera para quedar bien con la Dirección; me apuró a que liquidara al personal que yo tenía a mi cargo y procediera a prejubilarme. Por lo menos debió intentar hablar con el Director General del cual dependía directamente. Me es difícil entender su actitud, él que fue un banquero de abolengo formado en los principios tradicionales de la Banca que destacaban por la solidaridad de los jefes con el personal y una actitud humanitaria en general. Los valores de referencia y mi desempeño leal y entusiasta a la Institución durante cinco lustros le “valieron gorro”. Al final de cuentas la Dirección también lo hizo a un lado en su carrera bancaria; empero, su jubilación fue con un ingreso substancioso dado que fue directivo de primer nivel y con cuatro décadas, o más de labor en la Institución.
Así, el 30 de abril de 1995 fue mi último día de trabajo en el Banco que formó parte de mi ser; me faltó un mes y medio para cumplir 25 años. A los empleados que cumplían 25 años de trabajo los celebraban en conjunto y se les entregaba un anillo de reconocimiento a su estancia y desempeño. Yo sólo recibí un burdo anillo.
No obstante que para mí fue un proceso doloroso, la prejubilación me había movilizado rápidamente para conseguir otra “chamba”, el 2 de mayo de 1995 me presenté a la compañía de Consultoría que me había contratado. La nueva empresa era pequeña, ubicada, convenientemente para mí, en el Sur de la ciudad, rumbo por el que yo vivía. El dueño de la Consultoría, un empresario y hábil político, me otorgó el puesto de Vicepresidente, tenía una relación profesional previa con él, así que conocía bien mi desarrollo profesional y me respetaba.
Al contratarme con la empresa consultora tenía bien claro que no iba a encontrar el ambiente ni la infraestructura que poseía el Banco; mi estancia en el nuevo trabajo fue breve, entre seis y ocho meses. Las instalaciones y equipo necesario para desempeñar mi función eran deficientes; el salario pactado no se me cubrió, aunque fui tratado bien, el problema principal de la empresa consultora era que estaba orientada a elaborar análisis para el sector público, con dos características principales: que los trabajos tuvieran un matiz político y fueran voluminosos. Asistí a numerosas juntas con funcionarios públicos que resultaban tediosas e improductivas. La experiencia en la consultora fue valiosa, confirmé que nunca estuve dispuesto a trabajar para el gobierno. Formar directa o indirectamente parte del sector público, implica trabajar con criterios políticos, sumisión absoluta a tus superiores, renunciar a valores fundamentales, dedicar largas jornadas a labores generalmente improductivas y que por absorbentes alejan de la familia.
En el segundo semestre de 1995 me inicié como consultor independiente, actividad que me permitió completar durante casi dos años el ingreso que dejé de percibir con mi posición de jubilado.
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