ESTHER CHARABATI
Un breve recorrido por la historia ilustra la decadencia de los imperios, la caducidad de las instituciones y la extinción de los oficios. Junto a las magnas construcciones sociales vemos cómo se desliza, imperceptible, lo insignificante, que logra así la permanencia. Entre las cosas insignificantes podemos ubicar los juegos que surgen, se adaptan, emigran y se reproducen en las diversas culturas bajo formas distintas. Un ejemplo claro es el caso del “avión”: en la antigüedad, el dibujo es el de un laberinto en el que se empuja una piedra (el alma) hacia la salida. Con el cristianismo el dibujo se alarga, se simplifica y reproduce el plano de una basílica: se trata de encaminar al alma —de empujar la piedra— hasta el cielo, el paraíso, que coincide con el altar mayor de la iglesia, representada por un semicírculo.
Los juegos, como todas las distracciones, tienen como función alejarnos de los pensamientos, de los temores que nos acechan y de los males que nos aquejan. Pascal afirmaba que el hombre es tan desgraciado que sufre aun sin tener motivos de sufrimiento, y es tan vano que aun teniendo mil motivos para sufrir, cualquier cosa, como un taco y una bola de billar, lo divierten. Cuando participamos en algún juego logramos salir de nosotros mismos y dejar atrás las limitaciones de la vida cotidiana. Uno entra al juego sin el peso de su biografía y en cualquier momento puede salir y empezar de nuevo sin que los actos anteriores afecten al nuevo juego.
En su conocido estudio, Roger Caillois establece las características del jugar: es una actividad libre, pues al imponerla se pierde la diversión; es incierta, pues no se puede fijar de antemano el resultado, y está separada de la vida por estar circunscrita a límites de tiempo y espacio predeterminados. Además, es una actividad improductiva que no produce bienes: en todo caso hay un desplazamiento de propiedad entre los mismos jugadores. Como crea una realidad alternativa, siempre establece nuevas reglas, que sustituyen a las de la vida real. Otro aspecto fundamental del juego es su carácter ficticio: el jugador está consciente de que participa en un juego.
¿A qué jugamos? La clasificación de Caillois es simple y flexible —aunque incompleta—, y nos permite reconocer en el universo de los juegos una respuesta a nuestros deseos. Jugamos a ser los mejores (juegos de competencia y de salón), a ponernos en manos del destino (juegos de azar y apuestas), a ser otros (juegos de imitación, teatro) y a perder provisionalmente la conciencia (juegos de vértigo).
¿Por qué jugamos? Porque no soportamos la realidad con sus pérdidas cotidianas y su incertidumbre, porque tememos tanto al aburrimiento como al trabajo compulsivo, porque necesitamos distraernos y preferimos aventurarnos en un laberinto que vernos a nosotros mismos. Es frecuente concebir las distracciones como una forma de matar el tiempo, pero el juego —como el estudio, como el trabajo— es una forma de realizar nuestra humanidad.
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