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lunes 25 de noviembre de 2024

Un golpe de Estado… ¿democrático?

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LEÓN KRAUZE

Imagine la siguiente situación:

Un gobierno llega al poder de manera democrática. Los que lo conocen saben que aprovechará su mandato para intentar cambios profundos en la vida pública de su país. Los efectos de su política no tardan mucho en manifestarse. Quienes siempre lo han respaldado le aplauden. Muchos otros, que votaron por él con la esperanza de un gobierno más moderado, se dicen traicionados. Sus opositores lo detestan, planeando su caída casi desde el primer momento. El presidente comete algunos errores ingenuos, otros auténticamente torpes. Sus tropiezos desembocan en una crisis social. Por distintas razones, el país sufre de episodios de desabasto y la industria principal de la nación atraviesa por momentos complicados. La gente empieza a salir a la calle, a manifestarse contra el presidente. En un momento dado, casi 1% de la población está en la calle, pegando de cacerolazos, gritando consignas, exigiéndole al presidente que se largue. El hombre también se ve presionado por gobiernos extranjeros, la iniciativa privada y ciertos sectores de la sociedad, que le reclaman la renuncia. Aun así, se aferra al poder: sabe que ha llegado a él democráticamente y que tiene pleno derecho de gobernar. Podrá ser impopular en la calle pero es plenamente legítimo en las urnas. Harto, el ejército del país le pone un ultimátum. El presidente decide ignorarlo, confiando en que, de alguna manera, saldrá adelante. Pero el ejército, que se siente respaldado por la inercia social y los otros actores del drama, decide actuar. Ocurre, entonces, un golpe de Estado militar que depone, por la fuerza, al presidente democráticamente electo.

Le pregunto, ahora, al lector: en esta situación, ¿respaldaría usted este golpe de Estado?

Si respondió afirmativamente, acaba usted de avalar, en teoría, el golpe que acabó con el gobierno y con la vida de Salvador Allende en Chile hace casi 40 años; un golpe universalmente condenado, y con toda razón.

Por supuesto, la comparación implícita con Egipto no es enteramente justa. Ni Chile en el 73 equivale a Egipto en 2013, ni Salvador Allende es Mohamed Morsi. Pero ambas situaciones, separadas por cuatro décadas, tienen suficientes puntos en común como para ilustrar el complejo dilema que enfrenta el mundo, y cada uno de nosotros al reflexionar sobre lo sucedido en Egipto durante la semana pasada y la legitimidad de un golpe de Estado militar.

Lo primero que habría que hacer al hablar de Egipto es separar claramente la evaluación del gobierno de Morsi de los métodos utilizados para conseguir su remoción.

En cuanto a lo primero, será difícil encontrar, más allá de los simpatizantes del propio Morsi y de la Hermandad Musulmana, a alguien que defienda el que fue un gobierno inepto y desleal con la misión y mandato que recibió hace un año en las primeras elecciones democráticas egipcias. Morsi encabezó un gobierno dedicado sobre todo a consolidar la agenda ideológica de la Hermandad Musulmana, dando al traste con la secularidad que fuera, quizá, la única virtud de lo hecho por Hosni Mubarak durante sus más de 30 años al frente de Egipto. Morsi prefirió proteger a sus compañeros de la Hermandad Musulmana antes que ceder a la creación de un gobierno incluyente, gesto que se antojaba no solo sensato, sino necesario para un país que emergía de una dictadura. Al final, terminó por antagonizar a millones de egipcios, hartos y arrepentidos.

Lo cierto, sin embargo, es que los egipcios votaron por Morsi en elecciones democráticas. Y ese dato obliga a la segunda reflexión: ¿cuándo y cómo tiene derecho una sociedad a remover a sus gobernantes por vías no democráticas? Queda claro que hay muchas voces en Egipto que consideran que el golpe del ejército ha sido avalado y respaldado por “el pueblo”, una suerte de “golpe de Estado democrático”, aunque parezca contradictorio. En el New York Times, la periodista egipcia Sara Khorshid lo explica de esta manera: “sí: este ha sido un golpe de Estado militar, pero sin el poder del pueblo, ningún cambio sería posible”. Habría que preguntarle a Khorshid cómo y quién decide cuándo el poder y la voz del pueblo son los suficientemente claros como para avalar la intervención de las fuerzas armadas para acabar con un gobierno que ganó legalmente en las urnas. La tentación de confiar en la “voz del pueblo” (¿quién la define? ¿quién la interpreta? ¿quién y cómo actúa en su nombre?) antes que en las urnas y los métodos formales de la democracia generalmente desemboca en una resbalosa pendiente autoritaria. No por nada, Khorshid se da el gusto de terminar su texto con una amenaza: “el siguiente que gobierne Egipto sabrá claramente cuál es el destino de los gobernantes que pierden la confianza y respaldo de los egipcios”. El “destino” de los que pierdan la “confianza del pueblo egipcio” no serán las urnas, advierte Khorshid, serán las armas. ¡Bonita manera de fomentar la creación de instituciones sólidas, libres y democráticas!

Fuente:.milenio.com

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