JACOBO ZABLUDOVSKY
El día que nací un atentado terrorista destruyó parte de la Cámara de Diputados.
Una cosa no tiene que ver con la otra. Nací en la calle de doctor Barragán, entre establos de vacas y bodegas, muy lejos de la Esquina del Factor y Donceles, donde un antiguo teatro daba otras funciones a cargo de toda la compañía que esa mañana estuvo a punto de celebrar su beneficio y despedida.
Hace unos días, al cumplir 85 años, un buen amigo me regaló enmarcada la primera plana de EL UNIVERSAL del 24 de mayo de 1928, en la que nada se dice de la colaboración de mi madre a la explosión demográfica y en cambio se encabeza: “Hizo explosión una bomba en la Cámara. Dos sospechosos lograron escapar”. Muchos años después el oficio me llevó al autor del atentado y a su esposa, protagonistas de la historia de México en el conflicto más sangriento del siglo XX postrevolucionario, Carlos Castro Balda y Concepción Acevedo y de la Llata, la madre Conchita. El retrato, fechado el 16 de abril de 1970, está en mi libro “¡En el aire!”, Editorial Novaro.
—¿La madre Conchita?
—Servidora de usted.
Había terminado para ella una sombra de 30 años. Para mí terminaban dos de una búsqueda incesante por todas las calles de la historia reciente de México.
—Quisiera hablar con usted.
—Con mucho gusto. Pase.
Y entré a 1928, en un cuarto de cuatro metros por cuatro, uno de los tres que forman la modesta vivienda de un primer piso sobre la calle de Álvaro Obregón.
—No ha cambiado usted mucho desde que fue condenada como autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón.
Se iniciaba la segunda etapa de mi trabajo, la más difícil, agotadora, donde —según yo pensaba— una frase mal dicha por mí, un paso en falso, un elogio exagerado o una insistencia grosera podría impedirme la entrevista. Comenzaba la labor de convencer a Concepción Acevedo, la mujer más discutida del siglo XX en México, de que hablara por primera vez a un periodista. Supe entonces que otros la habían localizado, pero callaron ante la imposibilidad de interrogarla, ocultaron su existencia con la esperanza de convencerla y ser ellos los que lograran la primera entrevista.
—No doy entrevistas. Nunca, por ningún motivo. Vivo tranquila y ya dije lo que tenía que decir. En la silla en que usted está, estuvo varias veces Carlos Denegri y otros. Si a ellos no les di la entrevista, ¿por qué a usted?
Fue al otro cuarto y trajo un libro llamado “Una mártir de México”, sus memorias. Durante más de dos horas habló de todo y de todos los de su época, de la era a la que había yo entrado al cruzar la puerta de su casa. Entre santos y crucifijos, veladoras y libros de viajes al espacio, la madre Conchita platicaba con la misma pasión, ingenio y alegría que explican su influencia decisiva sobre algunos jóvenes que en medio de un sangriento conflicto religioso la escuchaban con devoción. Una nueva insistencia mía para que concediera la entrevista.
—No, ni lo piense. Además usted no conoce a mi esposo. Carlos es muy enérgico y si usted habla con él no resultará nada bueno, se lo advierto.
Hablaba de Carlos Castro Balda, colocador de la bomba en la Cámara de Diputados, conspirador activo, su esposo desde el cautiverio de ambos en las Islas Marías.
—Él está ahorita en misa. Va todos los días a misa de 12 a San Felipe. Yo no le sugiero que lo vea ni que le pida la entrevista.
De todos modos hicimos cita. Carlos Castro Balda iría a misa más temprano al día siguiente y yo lo vería a las 10. Así fue. Dos horas de plática, de recuerdos, de defensa de su postura beligerante. El mismo pensamiento y las mismas frases de 1928. Como si el reloj se hubiera detenido y las ideas se conservaran en un recipiente hermético, impermeable. Las mismas frases sobre Calles y Obregón, los mismos conceptos que en los viejos periódicos de la hemeroteca había yo leído la noche anterior. Pero a las dos horas, Castro Balda cedió al argumento: como parte activa en una contienda nacional no tenía derecho a conservar para él sus recuerdos, tenía obligación de hacer un relato público, de decir su verdad.
Habían pasado 42 desde el año en que Carlos y Conchita habían entrado a la historia por la puerta del deseo de alcanzar el martirologio, convencidos de que merecía la pena exponer o dar la vida a cambio de salvar a la humanidad de sus malhechores y castigar en este mundo a los herejes.
Sus declaraciones me abrían la puerta al universo íntimo de una pareja unida desde siempre, inalterada ante el paso de los siglos, porque no estaba sujeta al tiempo según lo miden los de este mundo.
Las confesiones de Castro Balda dan motivo a otro Bucareli.
Fuente:alianzatex.com
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