Tras recibir cientos de cartas suyas, quedar con él quince veces, ya fuera en su piso de la calle Bilu o en algún café de Tel Aviv, y recibir demasiadas llamadas desde su móvil para albergar la esperanza de poder devolvérselas, desistí de intentar contar las veces que Yoram Kaniuk había muerto. Durante algún tiempo, después de recibir su primera carta, en 2010, traté de llevar la cuenta. Yoram Kaniuk solía decir que en 1941 lo mataron los Einsatzgruppen en Ternopil, Ucrania, por más que a la sazón tuviera once años y se dedicara a comer nata agria en el Bulevar Rothschild de Tel Aviv. A los diecisiete entró como voluntario en el Palmaj, la unidad de combate de la Haganá, libró cruentas batallas por la independencia de Israel en las colinas de Judea, cayó herido de un disparo en la pierna y murió en brazos de una monja que citaba al rabino Ben-Azzai del siglo II en judeoalemán. Más tarde se trasladó a Nueva York, donde le curaron las heridas en el Hospital Mount Sinai, trabó amistad con Charlie Parker, besó a Billie Holiday, se quedó toda una década y murió allí cuando desistió de ser pintor y decidió regresar a casa.
De vuelta en Tel Aviv, se convirtió en uno de los mejores y menos reconocidos escritores israelíes, y con cada una de sus diecisiete novelas y siete recopilaciones de relatos cortos murió de no ser querido ni leído, sufrió la lenta y dolorosa muerte del rechazo, la pobreza y el olvido. En los últimos quince años de su vida adquirió la costumbre de morir cada cierto tiempo en el Hospital Ichilov de diversas clases de cáncer y sus respectivas complicaciones: virus, derrames cerebrales, infecciones, neumonías. Su muerte más reciente tuvo lugar allí, el sábado ocho de junio, después de una última comida consistente en naranjas, que adoraba, y tras una larga y penosa lucha contra el cáncer de médula ósea.
Tras cada una de estas muertes se producía un renacimiento. Finalizado el Holocausto, Kaniuk regresó a la vida y trabajó como marinero en los barcos que transportaron a los refugiados de guerra judíos a Israel. Tras resultar herido en 1948, abandonó el recién fundado Estado de Israel y se instaló primero en París, donde se hizo pintor, y luego en Nueva York, donde, según me aseguró en cierta ocasión, se hizo judío. En el sótano batei midrash (sala de estudios) de East Broadway lo introdujeron en la clase de enseñanzas judías que se suprimían deliberadamente de la educación sionista. Para ciertos judíos israelíes y estadounidenses, Israel siempre ha representado la quintaesencia de lo hebreo, el lugar donde se viene aquilatando desde hace sesenta y cinco años la forma más vívida y auténtica de su existencia moderna, y a lo largo de todo este tiempo el aeropuerto Ben Gurión ha experimentado un flujo constante de judíos estadounidenses que aspiran a beber de la fuente esta pócima embriagadora.
Pero Kaniuk se complacía en hacerlo todo al revés, y el que fuera un escritor israelí tan atípico se debía en parte al hecho de que este sabra (término hebreo que designa a los judíos nacidos en Palestina después de 1948), cuyo padre fue secretario personal de Meir Dizengoff, el primer alcalde de Tel Aviv, y más tarde primer conservador del Museo de Tel Aviv, y que tuvo por abuelo al poeta Chaim Nahman Bialik, este palmajnik (unidad militar de élite de los judíos palestinos que estuvo activa de 1941 a 1948 durante el Mandato Británico de Palestina) que era la prueba viviente del éxito de la ambición sionista de crear una nueva estirpe de judíos —fuerte, determinada, despojada del lastre de la historia— encontró en Nueva York no sólo el jazz y Greenwich Village, sino también su pasado judío.
Y si bien murió como pintor en Nueva York, renació convertido en escritor, y los libros que llegó a escribir —en especial su obra maestra, El último judío, en la que plantea una historia alternativa de la existencia judía que abarca tanto la diáspora como el Estado sionista— sólo podía haberlos escrito un israelí vuelto a nacer en el Lower East Side. Por ello, y porque desde el punto de vista formal y estilístico sus libros se adelantaron varias décadas a su tiempo, dándose de bruces con el realismo imperante que practicaban sus contemporáneos, fueron objeto de burla cuando vieron la luz por primera vez en Israel. Pero Kaniuk regresó a la vida bastantes veces para seguir respirando a la edad de ochenta años, cuando toda una generación de lectores más jóvenes redescubrió sus libros y reconoció su talento, y entonces el teléfono de Kaniuk empezó a sonar de nuevo, y finalmente se le reconoció como lo que siempre había sido, uno de los mayores escritores en lengua hebrea de todos los tiempos y, tal como lo definió en cierta ocasión el New York Times, “uno de los novelistas más innovadores y deslumbrantes del mundo occidental”.
Tuve ocasión de conocer a Yoram unos meses antes de ese último renacimiento. Había descubierto El último judío por casualidad en una librería de Brooklyn y, fascinada, busqué todos sus libros traducidos al inglés. Cada uno de ellos era de una originalidad tremenda, y lo único que tenían en común era que todos estaban agotados. Empecé a preguntar por él a mis amistades israelíes, hasta que finalmente llegó a sus oídos mi interés por su obra, leyó la mía y me escribió una carta, fechada “dos días después de la Pascua más larga de la historia de la humanidad”. “Querida Nicole Krauss”, rezaba el encabezamiento:
“Creo que he escrito tu libro. Mi inglés está tan oxidado que me siento incómodo escribiéndote en este torpe remedo de lengua, pero al parecer estamos emparentados, quizá sea tu difunto abuelo por parte de la tía de David que vino de Gan Yavne, donde en tiempos me enamoré de una chica que ya no vive, y tú tenías un año cuando escribiste tu maravilloso libro y lo habías encontrado grabado en mi tumba en caracteres fenicios”.
Sus misivas surrealistas lo eran aún más debido a su escritura ininteligible, resultado de sucesivos derrames cerebrales que habían socavado su dominio del inglés. Al igual que sus libros, aquellas cartas rebosaban humor, afecto, generosidad, pesar, irreverencia y dramatismo. En cierta ocasión, al ver que no contestaba enseguida a un par de sus cien últimas llamadas telefónicas y mensajes, escribió: “He buscado en todos los hospitales de Jerusalén, en todas las comisarías, he llamado al alcalde de Brooklyn, he mirado debajo de las piedras, bajo los puentes de hormigón, en los libros de otros autores, te he llamado, he llamado a mis amigos de Jerusalén, a Jeremaya, al rey David a su móvil, a Yoske el apuesto, a Hana la lisiada, he removido cielo y tierra pero no hay manera de dar contigo”. Era exigente, pueril incluso, y a veces montaba en cólera sin motivo, pero un instante después llegaba otro mensaje lleno de afecto y calidez en el que se apresuraba a pedir perdón. En aquellas páginas y más páginas volcaba toda su gratitud, sin duda excesiva, por la admiración de una joven escritora estadounidense y lo que esta había dicho a propósito de su obra:
“Cuando leí tu carta, empecé a flotar y ya no fui capaz de volver a poner los pies en el suelo, y gracias al móvil me las arreglé para llamar a una empresa que trabaja en la demolición de casas, y vinieron junto con un profesor de la universidad de Tel Aviv para intentar comprender mi imposible empeño en romper la ley de la gravedad y flotar por encima de Tel Aviv, y un helicóptero del ejército ha venido volando hacia mí para asegurarse de que ni yo, ni la empresa de demoliciones, ni el desdichado profesor, que agitaba las manos en el aire como un pájaro con sus enormes gafas, fuéramos enemigos que hubiesen venido a destruir el cuartel general del ejército de Israel, a una calle de aquí. Así que bajé, me di una ducha y traté de pensar en la felicidad que me ha brindado tu carta y en el hecho de que yo, un escritor fracasado, haya recibido la bendición de una escritora maravillosa como tú, y entonces algo bueno y algo malo me sucedió al mismo tiempo. Debo contarte algo sobre mí mismo para que puedas entender por qué he vuelto a nacer a los ochenta años tras leer tu carta”.
A veces, sin embargo, sus cartas tenían un fuerte poso de amargura por su escaso reconocimiento como escritor, primero en Israel y más tarde —después de que en mayo de 2010 sus memorias, recogidas bajo el título 1948, en las que narraba su experiencia en la guerra de la Independencia, lo convirtieran en una celebridad de la noche a la mañana— en Estados Unidos, país al que siempre se había sentido muy unido. Yoram se tenía por principal culpable de esta situación, y a menudo se refería a lo que consideraba su fracaso como escritor.
Sin embargo, si bien los años que pasó relegado al olvido fueron reales, y el sufrimiento que experimentaba era sincero, también podría decirse que Yoram sentía cierta fascinación por la derrota. En una ocasión me contó que había crecido marcado por la maldición de su padre, que parecía sentirse abocado al fracaso. Su padre, que había sido un gran violinista y había abandonado Ternopil para estudiar música en Berlín, había dejado de tocar para siempre tras escuchar a Bronislaw Huberman y llegar a la conclusión de que jamás tocaría tan bien como él. “Crecí con la convicción de que, haga lo que haga, debo aspirar al fracaso, y eso es lo que ha sucedido”, escribió Yoram. “Siempre hago algo nuevo pero nunca es suficiente, soy un perdedor incluso cuando no lo soy.” No obstante, precisamente por nunca haber pretendido alcanzar el éxito, escribía con una libertad sin precedentes, de un modo temerario, como alguien que está más allá del miedo; a veces hasta me daba la impresión de que escribía como un hombre que ha muerto y se halla en la otra orilla, tratando de comunicarse a gritos con el mundo de los vivos.
“Quiero comprender qué es el fracaso”, dijo en una entrevista. “Forma parte de mí, y guarda una relación muy estrecha con la cultura judía, con el hecho de pertenecer a una tribu maldita.” Convirtió la derrota en su forma de arte; era un artista de la derrota. En su novela El buen árabe, una de mis preferidas, publicada hace mucho bajo pseudónimo y olvidada por casi todos, la novia del protagonista, Yosef, mitad judío y mitad árabe, desgarrado por su lealtad a ambas culturas, le dice que debe decidir qué parte de sí mismo dejará vencer a la otra. “Ambas han perdido —replica él—. Soy la persona más derrotada de mi malhadada familia.” Y aun así Yosef se halla entre los personajes más sublimes de Kaniuk y, en conjunto, sus libros constituyen una de las odas más conmovedoras que conozco al fracaso, al malogrado empeño de convertirnos en las personas, el país, el pueblo que aspirábamos a ser. También en eso, Kaniuk nadaba a contracorriente respecto al ideario de fuerza, determinación e invencibilidad sobre el que se basa la identidad israelí. Con la tozudez y la tenacidad de un sabra palmajnik, persiguió la derrota hasta que la agotó, y renació convertido en todo un éxito.
Y es que Yoram Kaniuk era, por encima de todas las cosas, israelí. “Nuestros ridículos profesores habían estado machacándonos y dándonos la matraca con lo de construir y ser construidos en Eretz Israel, pero no entendíamos exactamente lo que quería decir eso —escribió en su libro de memorias, 1948—. ¿Acaso no habíamos nacido aquí? Con los cardos. Con los chacales. Con los carros tirados por mulas con anteojeras, con los higos chumbos, con los granados y los cipreses de bellas copas, así que ¿cómo se construye y se es construido realmente?” Y pese a haber nacido en Israel y haber luchado por la fundación del Estado hebreo, no idolatraba a falsos ídolos ni temía alzar su voz discrepante, por lo que se convirtió —en los incontables artículos que publicó en varios diarios israelíes, y también en su blog— en infatigable azote de lo que consideraba los fracasos de Israel. El año pasado, en un conmovedor artículo publicado en Haaretz, escribió que, cuanto más se acercaba a la muerte, menos podía invocar siguiera la tristeza, pues el país que tan bien conocía y tan querido le era había desaparecido ante sus ojos.
La primera vez que veo a Yoram, tras una avalancha de cartas, se aferra a su bastón con una mano, lleva en la otra un póster enrollado y sujeto con un cable de teléfono y, con un tercer brazo, me coge de la mano y me guía calle abajo mientras me explica que esa protuberancia bajo la camisa no es su barriga sino una faja ortopédica, porque años atrás le extirparon toda la musculatura estomacal en una operación, y me cuenta que a veces se cae por la calle pero, como es incapaz de levantarse por sí mismo, debe esperar que alguien pase por allí y lo recoja del suelo.
Recorremos sin prisa las calles de Tel Aviv y pasamos por delante de la casa en que creció, en la esquina de Ben Yehuda y Strauss, donde su padre “solía sentarse en el balcón mirando hacia el mar como si tratara de salvar la distancia que lo separaba de Berlín”. Me explica que 1948, en cuya escritura ha trabajado de forma intermitente desde hace sesenta y dos años, acaba de salir a la luz, y que en la portada hay una representación de la estrella de David que pintó él mismo en 1953, “antes de que ese cabrón [Jasper Johns] empezara a vender banderas americanas”. Me cuenta lo emocionante que es todo aquello para él, que no paran de invitarlo para que conceda entrevistas en la tele y la radio, que estando allí fuera “todas las chicas de buen ver vinieron a darme un beso; me sentí como una mezuzá (recipiente adosado a la jamba de la puerta de entrada de un hogar judío que contiene un pergamino con versículos de la Torá) con tanto besuqueo”, que por primera vez se despierta por la mañana y se siente bien consigo mismo, apreciado como alguien que ha hecho algo digno de admiración, “tan sólo una pequeña coma en el inmenso libro de la vida, pero hasta una coma puede ser divertida”, dice, y le comento que sí, conocía el chiste sobre el tipo al que preguntan cómo es su mujer en la cama y contesta: “Pues unos dicen que así, otros dicen que asá.” Nos reímos y seguimos caminando, seguimos doblando esquinas, y el móvil empieza a sonarle en el bolsillo de la camisa pero él sigue aferrado al póster, al bastón, a mi brazo, disculpándose por las faltas ortográficas de sus cartas, “me he quedado sin corrector ortográfico, y escribo tan mal que me río por no llorar”. Me cuenta que pronto le concederán un doctorado en la Universidad de Tel Aviv, la misma a cuya facultad de Medicina ha donado su futuro cadáver, donde lo conservarán en una cámara frigorífica bajo tierra y será objeto de estudio por parte de los futuros médicos, para que su “pobre y difunta madre pueda volver y llevarse una gran alegría cuando les diga a sus amigas Elisheva y Miriam: “¿Lo veis? Yoram ha llegado a la universidad, y por partida doble: está arriba y abajo”“. Seguimos caminando, aunque me pregunto cómo es posible que un hombre tan mayor recorriera una distancia tan larga. Puede que esté recordando un día distinto, en el que me habla de lo difícil que es dejarse querer después de tanto tiempo. “Echo de menos ser imposible –dice-. Echo de menos odiarme; a mis casi ochenta y un años ya no puedo ser yo mismo.”
Y de pronto, antes de lo que yo esperaba, tras más de un centenar de cartas y un millar de llamadas de su teléfono veinticuatro horas, tras años de paseos, llegamos al lugar al que había querido llevarme, el viejo cementerio que desemboca en la calle Trumpeldor, más antiguo que la mismísima Tel Aviv. Caminamos entre las lápidas arracimadas; él va buscando la tumba de su madre. Nos sobrevuela una bandada de pájaros, que según él vuelven de África y se dirigen a Alemania. Quería que lo enterraran aquí, pero no podrá ser, me dice, “no tendré una tumba en el país cuya fundación me costó tan cara”, y en un primer momento se me antoja que lo dice por orgullo, por el temor a que nadie le ofrezca un sepulcro digno, pero más tarde comprendo que ni siquiera ahora, a sus ochenta y tres años, habiendo alcanzado fama y gozando de afecto, ha dado por concluida Yoram Kaniuk su —casi, pero no del todo— exhaustiva exploración de la derrota, la misma que antes o después todos coincidirán en considerar una de las grandes obras de la literatura.
De la última carta suya que recibí:
“Hemos tenido unos días fríos, pero ahora ha vuelto el buen tiempo, mi nuevo libro se vende bien y a la gente le gusta, aunque no es un libro fácil de leer y Miranda aún se resiente del hombro que se rompió y está cansada, Adam Kaniuk, nuestro viejo perro, está ahora ciego del todo y apenas oye, y pronto estaremos bien. La quimio sigue dándome molestias pero a todo se acostumbra uno. Recibe todo mi cariño. Algún día, también yo seré escritor”.
*Artículo publicado en The New Yorker el 12 de junio de 2013 bajo el título de Born Again; Traducción: Rita Costa
Fuente:elpais.com
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