ESTHER SHABOT
En estas mismas páginas de Excélsior apareció hace pocos días un reportaje sobre el creciente acoso, violencia y abusos de todo tipo contra las mujeres egipcias en los espacios públicos, en especial en el seno de las manifestaciones de protesta que bajo diversas banderas se han realizado desde que se iniciara la llamada Primavera Árabe. Las afrentas descritas van desde ofensas verbales y manoseo, hasta violaciones tumultuarias. Ese clima amenazante ha conducido a que poco a poco se vaya cumpliendo uno de los objetivos más perseguidos por los islamistas: que las mujeres dejen de participar en las reuniones públicas y se recluyan “como debe ser” en el espacio doméstico.
Esa reclusión femenina es precisamente una de las obsesiones —quizá la más grande— del Islam político, en cuya médula está inscrita la certeza misógina de que todos o casi todos los males que afectan o con los que se puede corromper la moral de la sociedad islámica provienen de las mujeres, de esos seres “inferiores humanamente, pero al mismo tiempo seductores como demonios que arrastran a los hombres a las peores bajezas”. Ilustrativas al respecto son las declaraciones de uno de los más importantes líderes islamistas egipcios, Hazim Abu Ismail, quien sugiere que cuando las leyes del Islam son transgredidas, ahí están presentes las mujeres, por lo que hay que prevenir que ellas propaguen la inmoralidad y la corrupción, manteniéndolas en casa. Textualmente este hombre expresó, tal como lo reproduce la periodista árabe Iqbal al-Ahmad, en el diario Asharq alawsat que: “…queremos implementar la Sharía o ley islámica y para ello hay que acabar con los cabarets, el alcohol, el adulterio y las mujeres semidesnudas en películas, plazas y playas”. Todo indica que la condición femenina ha empeorado sensiblemente en países como Túnez y Egipto, donde se dio el cambio repentino de régimen a raíz de las revueltas que derrocaron a las dictaduras imperantes (cuyo récord en cuestión de derechos humanos de las mujeres era ya de por sí bastante pobre). De hecho, la Convención para la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres ha publicado un reporte que afirma que en la era posMubarak “las mujeres egipcias están experimentando mucha violencia sistemática y pocas libertades y respeto a su dignidad”. De cuatro ministras que formaban parte del gobierno de Mubarak, la representación femenina en ese nivel se redujo en el gabinete de Mursi a una sola persona, todo lo cual es elocuente de que la Primavera Árabe ha gestado, en palabras de quienes han vivido este proceso desde su condición de mujeres, un decepcionante “otoño femenino”.
Este fenómeno de retroceso en los derechos más elementales de las mujeres en el mundo musulmán a raíz de cambios revolucionarios que derrocan gobiernos e instauran nuevos regímenes no es nuevo. En el Irán que sacó del poder en 1979 al Shá se produjo algo bastante similar —recuérdese si no la espléndida película de animación Persépolis, en la que con maestría cinematográfica se narra el carácter trágico de estas penosas e indignantes odiseas femeninas, o bien lo ocurrido con las mujeres afganas luego de la toma del poder por los talibán—. Esa vergonzosa discriminación que de manera grotesca sigue afectando a cientos de millones de mujeres en el mundo sigue siendo así, en pleno siglo XXI, penosamente actual. Lo que a diario podemos presenciar en tantos espacios —y no sólo musulmanes— así lo confirma. Lo constata también el que sea necesario que una niña de 16 años, Malala Yousafzai, se presente en la sede de la ONU a hablar para defender el derecho de las niñas y mujeres a recibir educación. Ella, como se recordará, fue baleada hace algunos meses en Pakistán por fuerzas talibanes debido a su empeño en asistir a la escuela en contra de las aberrantes y retrógradas disposiciones de sus atacantes.
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