JOAN GARÍ
El Mar Muerto, entre Israel y Jordania, es un lago endorreico sobre cuyas aguas Jesucristo o algún otro profeta ambicioso podría volver a caminar con elegancia. Endorreico quiere decir que no evacua agua ni por desagüe ni por infiltración, solo evaporándola. Esta situación, sumada a su riqueza en minerales y una extraordinaria salinidad (del 280%), provoca que ningún ser vivo pueda habitar allí. Sin embargo, la especial densidad de esas aguas muertas es aprovechada por los turistas para fotografiarse flotando como pequeños mesías satisfechos.
Para llegar al Mar Muerto desde el interior de Israel hay que atravesar el desierto de Judea. Esta tierra baldía, donde cualquier signo de vida es un milagro, es la Tierra Santa que se han disputado las tres religiones monoteístas durante generaciones y aún ahora constituye un objeto de discordia entre Israel y Palestina. El lugar ofrece, además, el amplio y apabullante eco de tantos pasajes de la Biblia. A orillas del Mar Muerto se encontraron los manuscritos o rollos de Qumrán (se puede visitar una instalación audiovisual alusiva in situ). Y aquí estaban también las ciudades legendarias de Sodoma y Gomorra, aunque no se dispone de evidencias arqueológicas al respecto. A escasos cinco kilómetros de su costa suroccidental, en cambio, se alza un emplazamiento no menos mítico, pero perfectamente documentado: Masada.
Masada, un término romanizado que en hebreo significa “fortaleza”, es un macizo espectacular en forma de pirámide truncada, que se alza a 450 metros sobre el nivel del Mar Muerto. Como este se halla muy por debajo del Mediterráneo —ya que es, de hecho, uno de los puntos más bajos del planeta—, el resultado es que Masada solo sobresale unos 60 metros sobre el antiguo Mare Nostrum. Los usos de este emplazamiento incluyen funciones militares desde antes de Cristo, pero fue el rey Herodes el que decidió su completa fortificación ante la amenaza de Cleopatra VII de Egipto. Su conversión en leyenda, no obstante, tuvo lugar durante la primera guerra judeo-romana. En esa época un grupo de sicarios (secta hebraica) se hizo fuerte en Masada, capitaneados por Eleazar ben Yair, y desafió el poder romano. El gobernador de Judea, Lucio Flavio Silva, decidió asediar la fortaleza. La defensa del sitio, sin embargo, no constituía un gran problema, puesto que solo había dos rutas de acceso, ambas de fácil defensa. Los huertos del interior del baluarte proporcionaban además comida fresca y un ingenioso sistema de excavaciones en las rocas donde almacenaban el agua de lluvia en cisternas subterráneas. Así pues, comenzó un largo asedio, cuyos pormenores nos han llegado gracias a la crónica La guerra de los judíos,escrita por el historiador Flavio Josefo.
Lo que hicieron los romanos fue construir una gran rampa (llamada agger, del verbo latino aggero, “hacer un montículo”) para poder quebrar la defensa por el lado occidental. El enorme terraplén, que aún hoy se puede observar cuando se visita este lugar, formado por miles de toneladas de piedra y tierra, constituye una de las estructuras de asedio más formidables de la época. Corría el año 73 después de Cristo cuando la estructura fue finalizada, tres meses después de haberse iniciado su construcción y tras siete meses de asedio. A partir de ahí era solo cuestión de tiempo que los romanos penetraran en la fortaleza.
Una leyenda trágica
Entonces tuvo lugar el hecho que catapultó a los defensores dentro de la leyenda, y colocó a Masada en la estela de topónimos como Numancia o Sagunto. Eleazar ben Yair reunió a sus huestes y les propuso darse muerte para evitar ser hechos prisioneros. Para sortear de alguna forma la prohibición del suicidio en la religión judía, acordaron que los hombres acabaran con la vida de sus familias, de manera que solo quedaran 10 con vida. Luego un solo varón, elegido a sorteo, acabó con la vida de los otros, incendió el fortín y finalmente se dio muerte a sí mismo.
Esta lucha épica, esta resistencia desesperadamente numantina ante el poder de Roma de unos pocos judíos acabó por convertir Masada en el lugar mítico que es hoy en día. Ahora mismo las facilidades para llegar allí por carretera son notables. Un moderno funicular provee un rápido y descansado ascenso al macizo. Este pequeño oasis en el desierto es muy frecuentado por escolares o militares israelíes, ya que forma parte de la mística de la construcción del Estado judío. Viniendo de Jerusalén, se puede llegar hasta allí cómodamente en autobús, o negociando el precio con algún taxista local.
No deja de ser una ironía que esta zona del planeta —un mar muerto orillado por un gran desierto— sea una de las más disputadas en un conflicto eterno. Pero para eso viajamos: para entender mejor nuestras contradicciones reflejadas en las de los otros.
Fuente: El País
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