TIMOTHY GARTON ASH
Oculto bajo marañas de siglas y bosques de detalles, se ha entablado en todo el mundo un nuevo Gran Juego. Algunos lo llaman geoeconomía, pero también es geopolítica. La partida actual consiste en un número extraordinario de países que se han sentado a negociar de forma simultánea grandes acuerdos comerciales y de inversión. Una forma de verlo es como la Gran Red de Occidente, aunque una definición de Occidente que engloba Japón, Perú, Brunei y Vietnam es muy grande, sin duda. Otro posible nombre sería TMC: Todo el mundo menos China.
La más importante de estas negociaciones comenzó la semana pasada, cuando una delegación de la Comisión Europea se sentó con sus homólogos de Estados Unidos en el Centro de Conferencias de la Casa Blanca en Washington DC. El acuerdo al que están tratando de llegar se llama por ahora TTIP, las siglas correspondientes al nombre en inglés de Partenariado Transatlántico para el Comercio y la Inversión. Unas siglas terribles, sin duda (¿alguien va a querer estar en el TTIP?) Lo primero que deberían hacer los negociadores es cambiar el nombre. Una alternativa mucho mejor es TAP, de Partenariado Trans-Atlántico.
El TAP sería un buen complemento para el TPP, de Partenariado Trans-Pacífico, el otro gran espectáculo geoeconómico del momento. Se calcula que el comercio y las inversiones de la zona atlántica ascienden a un total de 4,7 billones de dólares. La región propuesta para el TPP, un grupo muy variado de países que está previsto que incluya a Estados Unidos, Canadá, México, Australia y Japón, además de esas grandes democracias de mercado que son Vietnam y Brunei, representa aproximadamente un tercio del comercio mundial. También están en marcha negociaciones entre la UE y Canadá y entre la UE y Japón, y, por otra parte, tanto Estados Unidos como la UE están tratando de intensificar sus relaciones comerciales e inversoras con países como India y Brasil.
Con un espléndido e inagotable optimismo típicamente norteamericano, la Casa Blanca ha descrito su campaña para que Estados Unidos se incorpore al TTIP —que, en serio, espero que pronto pase a llamarse TAP— como un trabajo para el que no necesitan más que “un depósito de gasolina”. Eso equivale, al parecer, al periodo que va hasta las elecciones legislativas de mitad de mandato en 2014.
La verdad es que en América tienen unos depósitos enormes, aunque también hay que decir que, igual que pasa con sus todoterrenos, al Congreso estadounidense le cunde muy poco el combustible. Del lado europeo, ese periodo nos llevaría hasta el final de la Comisión Europea y el Parlamento actuales. Casi todas las demás negociaciones, incluidas las relativas al TPP, y las conversaciones entre la UE y Canadá y la UE y Japón, también apuntan a 2014.
Es muy posible que nunca se hagan realidad. La historia reciente de las negociaciones comerciales ha consistido en conversaciones estancadas o que, para seguir con la metáfora del Gobierno de Obama, se quedaban sin gasolina. El hecho de que la mayoría de los países participantes sean democracias lo hace aún más difícil. Con el funcionamiento de las democracias actuales, su máxima especialidad es ir agregando las necesidades especiales de grupos de intereses, tanto los del dinero (empresas, grupos de presión sectoriales) como los que tienen importancia electoral, por ejemplo los agricultores. Y la propia UE es una suma de 28 sumas nacionales de ese tipo. No es casualidad que Bruselas rivalice con Washington en ser el nirvana de los lobbistas.
Pero imaginemos que, con unos políticos clarividentes debido a los años de recesión mundial y el ascenso de China, todo saliera bien. Sería un acontecimiento increíble en dos sentidos: un posible resultado tremendamente beneficioso para la economía mundial y un reto gigantesco para China. Para señalar el 100º aniversario de 1914, recuperaríamos algo similar al mundo del libre comercio que teníamos antes de esa fecha, pero a mayor escala, con menos colonialismo formal y con formas más complejas y profundas de interconexión.
No todo el mundo saldría ganando, ni siquiera dentro de la Gran Red de Occidente, pero los posibles beneficios son inmensos. Siempre conviene recibir las proyecciones de los economistas con cautela, pero, por tener una idea: según un estudio encargado por la fundación Bertelsmann, el TAP —o TTIP, si se empeñan— podría significar a largo plazo un aumento de más del 13% en el PIB per capita para Estados Unidos y un aumento medio real del 5% en la renta per capita para la UE, incluido un mínimo del 10% per capita para Reino Unido. La Comisión Europea calcula que un acuerdo entre la UE y Japón podría generar 400.000 puestos de trabajo. Dado que la Unión Europea tiene casi seis millones de jóvenes en paro, no es ninguna tontería. Si se hace bien, la expansión del libre comercio y las libres inversiones será lo más parecido a una situación ventajosa para todos. De modo que vayamos a por el TAP.
Ahora bien, no hay que olvidar que este es también un reto geopolítico para el Partido Comunista Chino. Porque, en la geopolítica del libre comercio, el doctor Pangloss de Voltaire coincide con Maquiavelo. Los estadounidenses lo saben (es una de las cosas que más les gusta a algunos del acuerdo. Irwin Stelzer escribe que el comercio “es política y guerra con otras armas”). Los europeos lo saben. Los japoneses lo saben (el primer ministro, Shinzo Abe, dice que incorporarse al TTP contribuirá a la “seguridad” de Japón).
Y los chinos lo saben. Un artículo escrito en el Washington Quarterly por Guoyou Song, de la Universidad Fudan de Shanghái, y Wen Jin Yuan, de la Universidad de Maryland, dice que hay “una fuerte corriente en los círculos académicos y políticos chinos” que dice que el TTIP es un instrumento estadounidense para contener el ascenso de China. Pero la conclusión de su serio análisis de los numerosos intereses y grupos de presión que influyen en la política china es interesante: “Merece la pena señalar que China no ha cerrado la puerta a la posibilidad de incorporarse también al TTP. Si el Gobierno chino piensa que las ventajas de adherirse son mayores que los costes, es muy posible que China lo solicite”.
Aquí es donde el Pangloss económico y el Maquiavelo político podrían combinarse de una manera —si los comunistas me perdonan una expresión tan anticuada— dialéctica. La Gran Red de Occidente es un reto para China, pero también un incentivo. Si China decidiera unirse a una red de zonas de auténtico libre comercio e inversión, y respetar de verdad las reglas, y le dijéramos que no, estaríamos comportándonos de forma casi tan irresponsable como los líderes europeos en 1914. Nuestro objetivo supremo en este nuevo gran juego no puede ser la exclusión de China. Estas zonas de libre comercio deberían ser los ladrillos de un orden liberal internacional que incluyera a los chinos. Entonces, China tendría derecho a tratar de transformar ese orden, igual que las potencias occidentales, pero su participación también acabaría ayudando a convertirlo en un país más abierto, pluralista y respetuoso del Estado de derecho, tal como desean cada vez más de sus ciudadanos. Bienvenidos a la dialéctica del TAP y el TPP.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.
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