El socialista que abrazó al nazi amable

JOAQUÍN GIL / JOSÉ MARÍA IRUJO

Enlace Judío México | Johannes Bernhardt fue un jerarca nazi. Un militar que alcanzó el grado de general honorario de las SS, un uniforme que solo vestía en ocasiones especiales. Un astuto comerciante que erigió en silencio en Madrid un imperio económico alemán al calor de la complicidad que Franco dispensó a Hitler. Un personaje poco conocido, pero clave en el golpe de Estado contra la República y en la victoria franquista. Johannes Bernhardt fue también un empresario afable, desprendido y bromista. Un hombre llano al que durante la etapa más tranquila de su agitada vida le gustaba comer paella con sus trabajadores, escuchar sus inquietudes y debatir de política. Disfrutaba en su papel de discutidor, ejercer la esgrima intelectual de situarse en el bando opuesto de su adversario de tertulia. Bernhardt fue las dos cosas y otras más inquietantes y oscuras, en el terreno económico y político, que se llevó a la tumba. Diego Álvarez, entonces un joven militante socialista, conoció la segunda vertiente del personaje. Su cara amable. Fue en 1957 en Argentina, donde se exilió desde Alicante para huir de la miseria.

El destierro fue su vía de escape. Álvarez arrastraba el estigma de rojo entre sus vecinos de la apacible partida de La Xara en Dénia (Alicante). Su padre fue alcalde de esta ciudad por el PSOE durante el ocaso de la Guerra Civil. Él se afilió en 1936 a las Juventudes Socialistas y asistió como voluntario a contener la ofensiva del bando rebelde por Castellón, en 1939. Cuatro meses después cayó Valencia, uno de los últimos reductos republicanos. El joven socialista se sentía humillado. Su padre, condenado a tres años de prisión tras la contienda. Él debía cuidar de su madre y su hermana menor. También, olvidarse de un empleo estable en el cuerpo de Correos y Telégrafos por el que aspiraba antes de la batalla. “La guerra frustró mis planes”, lamentaba Álvarez, de 92 años, cuya voz decae por la enfermedad terminal que acabó con su vida el pasado mes de junio.

Dénia se había convertido en una ratonera para el inquieto socialista que devoraba periódicos desde los ocho años. La primera posguerra desató la represión. En la comarca de La Marina Alta se ejecutó a 96 personas entre 1939 y 1942, según el historiador Vicent Gabarda. Después, la miseria. Un amigo aconsejó a Álvarez probar suerte en Argentina. En la finca La Elena de la ciudad bonaerense de Tandil trabajaba desde hace seis años como casero Eleuterio Contrí, un vecino de La Xara que se había convertido en la mano derecha de un adinerado hombre de negocios alemán, Johannes Bernhardt, un tipo de apariencia afable que vestía largos abrigos de espiga, tocaba su cabeza con un sombrero y hablaba un perfecto español.

El nazi se había instalado hacia 1952 en Tandil con su mujer, Ellen Wiedenbrüg, hija del antiguo cónsul alemán en Rosario, y sus hijos. Buscaban la paz y tranquilidad que habían perdido en España en 1945 tras la derrota de Hitler y el final de la Segunda Guerra Mundial. Bernhardt figuraba en el puesto número siete de una lista negra de 104 nazis residentes en España elaborada por los aliados y entregada a Franco. Los vencedores reclamaban su captura y lo definían así: “General de las SS y presidente de Sofindus, institución perteneciente al Estado alemán. Responsable del envío clandestino de suministros a las tropas alemanas cercadas en la zona occidental de Francia durante y tras la liberación de ese país”. Sofindus, su criatura, era un gigantesco grupo de 350 empresas alemanas en España al servicio del Tercer Reich: mineras de hierro y cobre, navieras, agrícolas, aseguradoras, mataderos y bancos, valoradas en más de 750 millones de pesetas de la época. “Sofindus era la pinza de los nazis para explotar y satelizar la economía española. Bernhardt era el hombre de Goering en España”, asegura Ángel Viñas, el historiador español que más ha profundizado en su figura.

Franco concedió al afable alemán la nacionalidad española para blindarlo de los aliados, y el comerciante colaboró durante años con los norteamericanos para desentrañar el complejo grupo Sofindus, un complejo y oscuro entramado plagado de testaferros españoles como José María Martínez Ortega, conde Argillo, padre de Cristóbal Martínez Bordiú, marqués de Villaverde y yerno del dictador.

El casero alicantino Eleuterio Contrí conoció tras la Guerra Civil a Bernhardt cuando el alemán se instaló en Dénia, en el número 17 del Tossalet de Oliver, una elegante villa de inspiración francesa en la que él trabajaba de empleado. Durante la estancia de Bernhardt, la casa figuró a nombre de Juan Barber Aladente, director gerente de Transportes Marion S.A., una de las empresas del imperio Sofindus, encargada entre otras vidriosas misiones de trasladar a la Francia ocupada miles de toneladas de wolframio, el mineral de color ébano que se extraía de los montes de Galicia y Salamanca y se enviaba a Berlín para blindar los carros de combate alemanes. Cuando Bernhardt decidió marcharse a Argentina, se llevó a Contrí, y este, años después, a Diego Álvarez y a otros hombres de su confianza. En la finca La Elena trabajaban como braceros otros cinco españoles.

¿Quién era el importante hombre alemán que le contrataba para trabajar en Argentina? Álvarez ignoraba el pasado nazi de su patrón, no sabía que estaba sirviendo al hombre en España de Goering. Tampoco conocía que el alemán listo y ambicioso había ayudado a Franco a ganar la Guerra Civil.

El pasado de Bernhardt estaba ligado al nazismo. Había ganado la cruz de hierro combatiendo en los frentes ruso y francés durante la Primera Guerra Mundial, ingresó en el partido nazi, se hizo colaborador del Servicio de Seguridad SD (Sicherheitsdienst), entró en las SS. Pero no era un militar, sino un negociante, una pasión que había heredado de su padre. A los 25 años ya era millonario y tras una etapa como agente de Bolsa en Hamburgo compró dos pequeños bancos, el Johannes Bernhardt y el Freifrau. Hizo negocios con Brasil y se casó con Ellen. En los años veinte lo perdió casi todo a causa de la crisis económica que azotó Alemania. Muchos alemanes salieron de su país buscando fortuna, y él se trasladó con su mujer y su hija a Larache, en el protectorado español en Marruecos. Allí comenzó a vender material a la Legión y Regulares y se hizo amigo de sus mandos. Así estrechó lazos con el general navarro Emilio Mola, el coronel burgalés Eduardo Sáenz de Buruaga y otros destacados militares en Marruecos que ya conspiraban contra la República. Unas amistades que cambiaron su vida.

El 23 de julio de 1936, un avión de Lufthansa trasladó a Berlín a Bernhardt, a Adolf Langenheim (jefe del partido nazi en Marruecos) y al capitán Francisco Arranz Monasterio. A sus 39 años, el astuto comerciante se había decidido a tomar parte en una arriesgada misión: pedir a Hitler que ayudara a Franco en la guerra civil española. Dos días después, Bernhardt se entrevistaba con el dictador en Bayreuth y le entregaba la carta de Franco en la que le pedía 10 aviones de transporte, 6 cazabombarderos Heinkel, 20 baterías antiaéreas, fusiles, ametralladoras y munición. La misión fue un éxito y el auxilio llegó. Los 10 aviones se transformaron en 20.

Álvarez apenas recabó información antes de cruzar el Atlántico sobre el enigmático empresario alemán para el que trabajaría en Argentina. No se hizo muchas preguntas porque ese país suponía para él una oportunidad. Solo sabía que el hombre del sombrero residió hasta inicios de los cincuenta a cinco kilómetros de su casa en Dénia. Y que en el pueblo recordaban un truculento episodio de un extranjero que llegó tras la victoria franquista a una villa conocida como Casa de los Alemanes. De la finca partió el coche que arrolló a un adolescente. “El chico murió, pero nunca se condenó al culpable”, relata Álvarez.

El socialista recaló con 36 años en la finca argentina de Tandil, donde cinco braceros cultivaban maíz y trigo. Corría 1957. Pronto hizo amistad con el matrimonio Bernhardt y sus tres hijos, que cada domingo degustaban una paella con los empleados. Tras la comida, la tertulia de la sobremesa, el momento predilecto del alemán, que propiciaba con su perfecto castellano las discusiones sobre política española.

Bernhardt se presentaba como “amigo” de Francisco Franco. Nunca negó el Holocausto. Apenas mencionaba a Adolf Hitler. Y tanto su villa de Dénia como la finca argentina carecían de simbología nacionalsocialista. “Eran muy simpáticos y buenas personas”, relata María Contrí, hija del casero y hermana de un trabajador de la finca, ya fallecido, que se casó en Tandil con una empleada de la familia del jerarca alemán, Lissa. Contrí zanja la conversación cuando se le pregunta por la conexión entre Bernhardt y el Führer, promotor del exterminio de seis millones de judíos.

Álvarez recuerda con una media sonrisa las apasionadas conversaciones de sobremesa con su “amigo” alemán. En una de ellas, el nazi llegó a hablar bien de Fidel Castro. El antiamericanismo del artífice de la revolución cubana de 1959 pesaba más que su marxismo. En otra criticó la “excesiva represión” de Franco durante los primeros años de la posguerra española. Poco a poco, las conversaciones pasaron de la banalidad a un cariz más serio. Bernhardt le confesó que mantenía contactos comerciales con gobernantes ultraderechistas latinoamericanos y dirigentes fascistas —que nunca concretó— y que el éxito de su conglomerado empresarial en Madrid respondía a un trato directo con el dictador.

“¿Quieres algo del tío Paco?”, espetaba con sorna el magnate a su amigo socialista cuando viajaba anualmente a la capital. El trabajador relata que el dictador instó a Bernhardt a la discreción durante su estancia en España. Prudencia a cambio de protección. No debía despertar sospechas entre el apacible vecindario de Dénia. Y no lo hizo. “Los domingos, los alemanes nos invitaban a su villa a los niños del barrio”, relata María Castells, de 81 años, que destaca el gimnasio de la propiedad “amplia y ordenada” donde jugaba con su amiga Marion, la hija del nazi.

Álvarez nunca pidió un favor al alemán, pero sospecha que si lo hubiera hecho, su amigo habría accedido. Su relación con Bernhardt se rompió en 1960 cuando dejó de trabajar en La Elena, que tomaba el nombre de la seria esposa del magnate nacionalsocialista, Ellen, una mujer que mantenía una posición más distante y fría con sus empleados.

Una discusión con Eleuterio, el casero que le recomendó tres años antes para trabajar, precipitó su salida de la finca. Álvarez permaneció en Buenos Aires hasta 1967. Trabajó en la agricultura. Antes de regresar a Dénia se encontró en una oficina de Correos de la capital argentina con Bernhardt. El socialista le abordó por detrás. Tocó con el dedo índice su espalda como si de una pistola se tratase. El nazi se giró. Se fundieron en un abrazo. Fue su último encuentro.

Bernhardt regresó a Alemania hacia los años setenta. “Debió de gustarle Alemania porque ya no volvió a Argentina. Era un hombre sin problemas de dinero y vivía de las rentas”, señala Viñas. En su próximo libro Las armas y el oro (Pasado & Presente, septiembre 2013), el historiador relata cómo en 1943 Klaus Franke auditó las empresas de Bernhardt en España y descubrió que existían inversiones sospechosas que no redundaban en beneficio de Alemania. El empresario, para zafarse de él, denunció que Franke tenía contactos con agentes británicos y el auditor acabó en Berlín detenido. Salvó su vida por los pelos al terminar la guerra.

El 14 de febrero de 1980, el diario Abc publicó la esquela del hombre del abrigo y el sombrero. En la misma se recoge que falleció en Múnich.

Álvarez sostiene que el abismo genera extrañas amistades. Pero matiza que su buena relación con el nazi no le alejó del PSOE, donde milita desde hace más de 75 años. Insiste en que defendió el socialismo en su periplo argentino aunque sin mantener contacto con sus compañeros de filas en el extranjero. Con la reinstauración democrática refundó el PSOE en Dénia. Fue presidente y secretario general. Siempre rechazó cargos públicos. Dedicó sus esfuerzos a una cooperativa agraria que empleó a una decena de mujeres. No ha seguido la evolución de la Casa de los Alemanes, que fue adquirida en los cincuenta por Ramón Girona Busútil, según el archivo municipal. Su hijo declina dar detalles sobre la compraventa y reclama que no se relacione su nombre con el pasado nazi.

Entretanto, el viejo socialista apura su vida junto a su hermana, de 89 años. Ambos están solteros, “por ahora”. Y residen en una humilde casa, donde su padre fue arrestado hace más de siete décadas tras una guerra que ayudó a ganar el nazi afable del sombrero.

Fuente:elpais.com

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