Enlace Judío México | En su atribulada juventud, poco parecía indicar que Andor Zala acabaría donde acabó. Ni la ciudad donde creció, Fiume, hoy Rijeka (Croacia) y entonces un puerto crucial del Adriático que contemplaba la descomposición del imperio austrohúngaro en las primeras décadas del siglo XX. Ni mucho menos su procedencia de una familia judía, que le circuncidó a los ocho días de nacer…
Tampoco su tendencia a la aventura y a hacer repetidas pellas en clase, ni sus dotes para echarse el mundo por montera o su gusto por desafiar la disciplina militar —en la que se alistó voluntario deslumbrado por las visiones del poeta soldado Gabriele D’Annunzio—, ni su inclinación a dormirse en las guardias o la cantidad de veces que visitó el calabozo, le convertían, a priori, en un candidato probable para hacer migas con ese señorito del Ferrol a quien apodaban El cerillita.
La hoja de servicios de este le llevó a hacer carrera en el ejército español hasta tomarse tan a pecho su identificación con la siempre peligrosa alma de las esencias mal entendidas que acabó como golpista de renombre. Aun así, Andor Zala se convirtió en uno de los mejores amigos de Francisco Franco. Para ello debieron influir otros factores. Puede que fuera su gran afición al mar, su maña a la hora de pescar bonitos, su encanto, su descaro, lo que le llevó algún día a que el mismo caudillo le tomara esa foto en la cubierta del Azor junto a una de sus capturas (momento inmortalizado en la imagen de esta página). Todo eso mezclado, seguramente influía considerablemente.
Tampoco conviene olvidar que Zala era ante todo un jugoso urdidor de negocios con —entre otros— los americanos. De sus relaciones con la familia Hilton —a cuyo patriarca Conrad Hilton convenció para que extendiera la cadena a Europa y montara el primero de sus hoteles del continente en Madrid— a las navieras, las industrias de conserva o los coqueteos con grandes estrellas de la época tipo Zsa Zsa Gabor, Zala se movía por varios y dispares ambientes meneando contactos primorosamente desde su empresa de import-export.
Él camino que le llevó a intimar con el núcleo duro de la dictadura está lleno de sombras. Pero el hecho es que sí, señoras y señores, el general Franco, quien en su día anduvo de parranda arrasando Europa en compañía de Adolf Hitler y Benito Mussolini, tuvo un amigo judío que hoy reposa enterrado en el cementerio de El Pardo junto a, entre otros, Trujillo y Carrero Blanco, prueba más que fehaciente de que pertenecía al círculo absolutamente cerrado del dictador.
Cuenta Yolanda Prieto, periodista residente en Fráncfort, que prepara con esmero un libro sobre Zala, que ambos se conocieron hacia 1935 en el club de golf de Tenerife. Uno era un joven empresario con ambiciones desmedidas y otro un militarote medio desterrado en las Canarias por sus nada fiables inclinaciones al levantamiento contra el poder legítimamente establecido. Uno, Zala, hablaba siete idiomas y el otro no sólo chapurreaba con voz de pito el castellano, sino que estaba dispuesto a llevarse por delante alguna que otra lengua viva.
El todavía Andor había trabajado en el turbulento Berlín de los años treinta vendiendo películas de la Fox. Cuando vio las orejas al lobo y a los cachorros de las camisas pardas dando palizas a los judíos pensó embarcarse hacia Argentina. Lo hizo, pero la escala en Canarias le llevó a frenar los planes y quedarse en aquellas islas que le habían seducido por el clima y cierto aire detenido en el tiempo. Todo aquel ambiente tropical y convenientemente relajado alejaba al lugar de los inquietantes gruñidos de una Europa convulsa. Con habilidad consiguió pronto salvoconductos con los que traer a España a su familia —repartida entre Budapest y Fiume—, tal y como cuenta Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco.
En las islas, Zala había conseguido un empleo con perspectivas como gerente de la fábrica conservera La Rocar. A partir de ese momento, el resto de pistas sobre sus orígenes empiezan a difuminarse. Emprende un blanqueo pertinente para adentrarse en los círculos excluyentes y antisemitas del régimen hasta tal punto que empieza a ser un habitual de los mismos. La confusión en el entorno con respecto a su figura es total. Según Vicente Gil, el médico de Franco, se trataba de un amigo personal del dictador tal y como relata en sus memorias: “Era bajito, grueso y comilón, unos decían que era libanés y otros alemán”.
El caso es que Andor se convirtió un buen día en Andrés tras conseguir la nacionalidad en 1945 y siguió con sus negocios. Su entrada VIP en el Azor le abría muchas puertas. Y la confianza entre él y Franco resultaba evidente. Le consentía límites para otros infranqueables. A Zala, por ejemplo, le ponía de mal humor el menú frugal que se servía en el barco. Más si tenía que soportar las batallitas que al abuelo le gustaba contar. En el Azor no se hablaba de política, sí de guerra.
Franco se mostraba orgulloso de sus hazañas con la caña. Una vez pescó un calamar gigante que había planeado donar a un acuario. Cuando se lo fue a mostrar a unos amigos, el ejemplar había desaparecido: Zala lo había mandado cocinar. En vez de retirarle el pase y desterrarlo, el caudillo se lo tomó a bien: “Por una vez, el pez chico se come al grande”, comentan que dijo.
Tal era el grado de confianza y la envidia que generaba alrededor, que Zala no se libró de alguna conspiración en su contra. Los negocios de muchos adeptos al régimen chocaban con sus intereses hasta el punto de que se montaban incluso campañas en la prensa contra Zala. Pero no había manera de pararlo.
Los últimos tiempos para él fueron tranquilos. Murió tres años antes que su amigo, en 1972. Franco le reservó su tumba en el Pardo, junto a muchos de sus íntimos. Dejó este mundo como católico, apostólico y romano. ¿Llegaría a enterarse alguna vez el dictador, autor de términos que han pasado a la historia del disparate universal como el de la conspiración judeomasónica, de que uno de sus mejores amigos era un hebreo hábilmente huido de la Alemania nazi para que no le engullera el Holocausto?
Fuente:elpais.com
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