Vendiendo sopita

JACOBO ZABLUDOVSKY

¿La Hostería del Laurel?

—En ella estáis, caballero.

—¿Está en casa el hostelero?

—Estáis hablando con él.

Así empieza una de las obras más populares de la dramaturgia española. Con el primero que habla el galán cercano al precipicio es con el dueño de la taberna, fonda o cantina donde el diablo empieza a tejer su destino. El dueño de la hostería, el vendedor de pan y queso, el del fogón y el vino donde se cocinan las intrigas, se contagian las alegrías y las tristezas, se difunden los rumores, se sosiegan los ánimos y se da libertad al tiempo, entra a escena como protagonista a veces cierto, otras imaginado, de todos los acontecimientos recogidos por la historia, la leyenda o la creación literaria. Hay un don Juan Tenorio en cada casa de comidas y un interlocutor que le dice yo soy, habla conmigo.

En plena Feria de San Isidro, Madrid en fiesta, muere uno de los grandes restauranteros de España, donde ese oficio es profesión de prestigio y prosapia. Murió José Luis Ruiz Solaguren. Me avisaron una madrugada, cuando en España sonaba la hora del almuerzo. Cuántas veces lo compartimos juntos. Aquí en México, en la Zona Rosa crecida por su restaurante El Parador, en la calle de Niza, donde cada viernes durante más de 20 años nos reunimos en torno a José Pagés Llergo para celebrar la vida y hacer de la amistad un brindis. José Luis fue el anfitrión elegante, atento y prudente. Bautizó con el nombre de Don Quijote el salón de nuestras comidas y pocas veces ha sido tan bien puesto el apelativo de un lugar.

Don Quijote de la Mancha fue símbolo del nacimiento de la revista Siempre!, el fenómeno periodístico más influyente en el México del siglo XX, y cada portada de aniversario Pagés encargaba la imagen del manchego a los mejores dibujantes del mundo. José Luis recordaba que en la novela la alimentación es tema fundamental.

La triste figura del hidalgo era según se nutría: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más de las noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…”. La inclusión de este menú en el primer párrafo de la novela hace de la comida pieza indispensable para conocer al personaje. En su obsesión por deshacer entuertos don Quijote llega a ventas que supone castillos, confunde a los venteros con castellanos y prueba el banquete de bodas de Camacho.

Larga es la lista de señores y sitios, pero no sólo en el Quijote. La comida y quienes la sirven son presencia universal. Recuérdese el origen de la novela de Marcel Proust y cómo describe en ella el momento en que una “madeleine” mojada en el té de tila servido por su tía cuando era niño le dio la clave para ir en busca del tiempo perdido y nos dio, gracias al sentido del gusto, un relato inmortal.

En México tuvimos y tenemos extraordinarios restauranteros con dimensión internacional, como César Balsa, creador de un imperio de lugares de bien comer, centros nocturnos, cafés cantantes, hoteles como el María Isabel en Paseo de la Reforma, el Villa Magna de Madrid y dueño del Saint Regis, de Nueva York. Al saludo “cómo estás”, César respondía “vendiendo sopita”. Jane Fernández ha hecho del Churchill el restaurante del más alto nivel de México, con un menú que incluye el “Pescado a la Zabludovsky”, gracias. Luis Gálvez convirtió su casa familiar en una serie de comedores soberbios como su cocina. Arturo Cervantes dejó el Champs Elisés cuando Paquita lo vendió y, con su esposa, puso el Arturo’s en la Condesa, donde mantiene su estilo. Marcos y Rafael, tercera generación de la familia Guillén en el restaurante más antiguo de México, El Taquito, fundado en 1923 en el barrio de El Carmen, según placa colocada en sus muros hace un mes por el licenciado Miguel Ángel Mancera, jefe del Gobierno del DF, por 90 años de no haber cambiado de lugar, de nombre, ni de dueños. El Danubio, por supuesto, en Uruguay, con don Jon y Gaitán. Y Chucho Arroyo en Tlalpan, barbacoa y recuerdos.

Salvador Novo me ayudaría, si hoy pudiera, a no dejar en el olvido aquel Prendes de don Amador, ni el apretón mágico de las tortas de Armando, lugares y personajes, autores y actores de la pequeña crónica cotidiana.

La muerte de mi amigo José Luis me ha hecho divagar. Estoy seguro de que él me entendería si pudiera leer estas líneas deshilvanadas. Al español de la estirpe hospitalaria de Lucio en la Cava Baja y de Cándido al pie del acueducto segoviano, le agradezco su presencia en todos los acontecimientos gratos de mi vida, desde aquel primer Ondas, hace más de 40 años, en el Hotel Ritz de Barcelona, cuando amanecimos bailando sevillanas en una cueva de gitanos.

Fuente:alianzatex.com

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