Esclavo de Dios y el terrorismo

FERNANDO BUTAZZONI

Alguna lectura francamente aviesa de la película “Esclavo de Dios”, de la que soy guionista, me impulsan a intentar algunas reflexiones acerca de ciertas formas de hacer política. En primer lugar deseo dejar establecido que no tengo ninguna intención de explicar, defender o analizar dicha película. Creo que las obras artísticas se explican, se defienden y se analizan por parte del público y la crítica, y nunca, en ningún caso, por aquellos que somos autores de las mismas. Sin embargo, la intención de provocar polémica con el filme tiene otras connotaciones que me implican, y no soy de los que acostumbran a callar.

“Esclavo de Dios” es una ficción que está basada en dolorosos episodios reales ocurridos a comienzos de la década del 90: el atentado a la AMIA en Buenos Aires es uno de ellos; el terrorismo de los servicios secretos es otro. Durante la investigación que realicé para escribir la historia, me encontré con una enorme cantidad de información. Es más: dos días después del atentado, un ex agente de los servicios secretos argentinos dijo que un grupo de iraníes estaban detrás del hecho. Esto fue publicado en su momento, o sea que se hizo público y notorio casi de inmediato. No es ningún secreto y sólo la ignorancia puede explicar la duda.

Mientras investigaba el caso (sin apoyo ni financiación de nadie, aclaro), de esa gran cantidad de información se destilaban elementos que delineaban con claridad una historia. El primer elemento era que el atentado en la AMIA no había sido contra el estado de Israel (ya habían volado la embajada en Buenos Aires), sino contra la comunidad judía de Buenos Aires y contra los judíos en general. El atentado a la AMIA fue un pogromo de nuevo tipo, con el mismo objetivo de todos los pogromos: aterrorizar a los judíos, despojarlos de todo, expulsarlos. El segundo elemento que surgía con claridad era que ese bombazo había sido planificado y llevado adelante con directrices claras establecidas en el extranjero, pues todos los expertos coincidieron en que una operación de esa magnitud necesitaba de mucho tiempo para planificarla, mucho dinero para financiarla y, sobre todo, un nutrido contingente de personas capacitadas para llevarla a cabo. Y el tercer elemento que redondeaba el panorama era que ningún servicio secreto había sido capaz de prevenir ese ataque: ni el Mossad, ni la CIA, ni la SIDE argentina, ni los otros (muchos) servicios de inteligencia que operaban en Buenos Aires en la época, entre ellos la DISIP venezolana.

Todo este relato previo tiene un objetivo concreto: establecer que la historia que se narra en “Esclavo de Dios” es una ficción basada en hechos que de verdad acontecieron. Todavía los familiares de los muertos en la AMIA reclaman justicia. Y aún hoy la investigación va y viene por laberintos parlamentarios, despachos judiciales, negociaciones diplomáticas y amenazas. En aquella época (1994), la DISIP venezolana era casi una sucursal de la CIA, estaba dedicada a conspirar contra Cuba y no se ocupaba de algunos asuntos. Por sus narices pasaban muchas cosas: terroristas internacionales que encontraban refugio, documentos y dinero para operar desde Caracas. En eso, la DISIP y los gobiernos corruptos de Venezuela tenían sobrada experiencia, como lo demuestra su participación en el “Plan Cóndor”, o en el atentado contra el vuelo de Cubana en 1976, y en otros muchos episodios de la época. Ese era el terrorismo internacional que medraba a la sombra de los petrodólares venezolanos.

No parece razonable diferenciar a un ciudadano italiano autor de numerosos atentados y asesinatos en Europa y América, mimado por los servicios secretos de Venezuela, de un ciudadano egipcio con chapa de empresario que también fue autor de numerosos atentados y asesinatos en Europa y América. En todo caso, a mí me resulta profundamente inmoral y contrarrevolucionario establecer diferencias en ambos casos. No creo, por ejemplo, que Ilich Ramírez haya sido un revolucionario, sino apenas un criminal que manejó con igual astucia la pistola y sus cuentas bancarias (por cierto, alimentadas de forma sistemática por Kadafi). No creo que los diecinueve ejecutores de los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas y el Pentágono (todos ellos árabes musulmanes) fueran revolucionarios. Ellos fueron tan criminales como los pilotos norteamericanos que lanzaron miles de toneladas de bombas sobre Vietnam primero, sobre Irak después, sobre Afganistán y tantos otros lugares. No creo que sea moralmente aceptable valorar los atentados del 11 S de distinta manera que el atentado contra el avión de Cubana, que por cierto contó con amplias complicidades en Venezuela. Y el que no sepa eso, que se desasne.

Opino que sólo una grave debilidad moral e ideológica puede llevar a alguien a justificar episodios terribles y desgraciados como el atentado a la AMIA. Los revolucionarios deben ser, ante todo, personas de bien y gente de paz. Sólo quien no conoce el hedor de la guerra puede alentarla. Para ser sincero, estoy bastante cansado de los revolucionarios de pacotilla que desean a toda costa, más que un lugar en la historia, un sillón en alguna oficina gubernamental. Estoy harto de los que confunden la justa rebeldía de los pueblos con el bajo negocio político de entrecasa, de los que medran con dolores ajenos y lejanos. Estoy cansado de quienes creen que ponerse una boina ya es suficiente para dictar cátedra revolucionaria, de los que hablan sin pensar y hacen sin sentir. En América Latina la lucha por la justicia social ha costado ya muchos muertos como para que ahora un grupito de oportunistas, afectados por la enfermedad infantil del izquierdismo, deshaga en diez minutos lo que costó decenas de años construir. Estoy cansado de quienes se olvidan de los ideales de Sandino, de Javier Heraud, de Sendic. Estoy dolorido de esos revolucionarios de cháchara fácil que no recuerdan a Primo Levi, a Hanna Arendt, a Bertolt Brecht, a Julios Fucik. Y me resulta bochornoso para la especie humana que una persona considere un insulto o una acusación llamar a otra “pro judía”, como ha ocurrido muy recientemente. Si ese fuera el caso, no considero un agravio que me llamen pro judío, o judío sin más. Soy católico, soy bautizado y como hombre de fe digo: ¡Bendita sea la tierra de Israel!

Creo que los palestinos merecen su tierra y su paz, y que también merecen su tierra y su paz los judíos. Y que todos merecen el respeto que tanto les debemos nosotros, los que desde el confort de Occidente observamos impávidos durante décadas la discriminación y el odio que se ha practicado y estimulado de forma sistemática contra judíos y musulmanes. Por cierto que no es negando el Holocausto como vamos a pagar esa deuda, ni azuzando el conflicto, ni aplaudiendo cada vez que cae un cohete en tierra judía, o cada vez que un tanque israelí bombardea Gaza. El gobierno de Israel hace poco y nada por la paz, al igual que la Autoridad Nacional Palestina, pero no creo que maldecir a un pueblo o a una nación sea un aporte a la convivencia entre vecinos. Estoy convencido que el mejor aporte a la paz que podemos hacer es contribuir a la reflexión, sin oportunismo ni bajezas.

Por último, también creo que las obras artísticas dicen por sí solas, y que algunas pueden ser buenas y otras malas. Pero me parece que la práctica de repudiar expresiones culturales legítimas y exhortar al poder de los Estados a ello es un método fascista. Ya sabemos cómo es esa historia: se empieza quemando un libro y se termina incendiando el Reichstag.

Fuente:opinionynoticias.com

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