BERNARD-HENRI LÉVY
Hay una cosa segura en Egipto: el islam radical se ha desacreditado a sí mismo; ha demostrado su incapacidad tanto para empezar a construir un Estado como para impulsar un inicio de desarrollo económico y social. Pase lo que pase, los Hermanos Musulmanes habrán sido los verdaderos sepultureros del proyecto de un islamismo moderado, de la idea de una alternancia islamista que no se convertiría en una forma más de despotismo.
Pero hay otra cosa igual de segura: el Ejército ha perdido su credibilidad; ha demostrado a quienes dudaban de ello que no ha aprendido ni olvidado nada desde la era Mubarak. La idea de un Ejército del pueblo y para el pueblo, la hipótesis de un Ejército republicano que no interviene para confiscar el poder en defensa de sus propios intereses y privilegios, sino, como hicieron los capitanes de abril de la revolución portuguesa de hace 40 años, para socorrer a un movimiento civil ávido de derechos y libertades, se ha convertido en una quimera absurda, triste y trágicamente absurda desde la masacre del 27 de julio, que vino a sumar otros 72 muertos a los del tiroteo del 9 de julio.
A partir de aquí, ¿qué puede ocurrir?
Por supuesto, uno podría imaginar un retorno sorpresa de los Hermanos Musulmanes, que, catapultados por el aura de martirio que les han proporcionado los acontecimientos recientes, volvieran a instalarse en un poder del que les ha expulsado el pueblo. ¿Acaso la religión de la muerte y la sangre no es también su religión? ¿Acaso ellos respetan la vida humana mucho más que los militares asesinos? Y, ¿acaso hace dos años y medio, durante los primeros días de la rebelión de la plaza de Tahrir, no escuché cómo uno de los suyos, miembro de la dirección estratégica de la hermandad, me describía hasta el último detalle la cadena de acontecimientos a la que estamos asistiendo y que, en su opinión, solo podía terminar jugando a su favor?
Uno podría imaginar también una nueva y duradera dictadura apoyada por unos asesinos cargados de galones, so pretexto de un imaginario “mandato” de acabar con el “terrorismo”. ¿No hablaba Mohamed Ibrahim, el nuevo ministro de Interior, unas horas después de la masacre, de un “nuevo amanecer” para las Fuerzas Armadas? El tema de los “30 millones de simpatizantes” con el que la televisión oficial justifica a los erradicadores durante todo el santo día, ¿no funciona como una auténtica licencia para matar? Y, aunque seguramente Al Sisi carezca de la estatura para desempeñar duraderamente el papel, ¿cómo no recordar el precedente de los años cincuenta, cuando un coronel apellidado Nasser terminaba imponiéndose tras los dos años de semianarquía que sucedieron al golpe de Estado de los llamados Oficiales Libres?
Otra posibilidad sería un escenario a la argelina, en el que los dos bandos se enfrentasen en una lucha sin piedad y, en cierto modo, sin fin. En su día, yo mismo vi cómo se dibujaba ese escenario e informé del doble reinado del FIS y el GIA, por un lado, y los servicios secretos del régimen, por otro. Por desgracia, hoy, no me cuesta imaginar al Egipto de Mahfouz y Cavafis, de Durrell y Forster, al Egipto real y mítico que, desde la noche de los tiempos, es otra patria de los sabios y los magos, de los filósofos y los amigos de la inteligencia, presa de la misma ley de las masacres, según la cual a las matanzas del ejército responderían, en una espiral sin fin, las represalias de los islamistas, y viceversa.
Finalmente, hay otra salida; la última. No digo que sea la más probable, pero tampoco es la más improbable. En todo caso, es la que deberían desear con toda el alma los verdaderos amigos de Egipto, aquellos que han aprendido a amarlo a través de sus escritores y sus ciudadanos, de los relatos del edificio Yacobián y de los libros de la Biblioteca de Alejandría, escuchando a aquellos egipcios para los que Egipto es una tierra y en contacto con los que lo conciben como una Idea y como la fuente de una historia que es una parte de la historia de la humanidad. Me refiero al retorno del espíritu de Tahrir, que, hace poco más de dos años, animó a la juventud a vencer el miedo y a desafiar y derrotar a un Alí Babá que se creía faraón.
Para que tal cosa sucediera, haría falta que se rompiese esa alianza contra natura, a la que ya no pueden justificar las circunstancias, entre los activistas de Tamarod y el Ejército.
Haría falta que Mohamed el Baradei, conciencia de la nebulosa liberal, no se limitase a un tuit para “condenar” el uso excesivo de la fuerza ni para llamar a “trabajar duro” para salir del impasse en el que se encuentra Egipto.
Y, sobre todo, haría falta que el pueblo comprendiese que solo la discordia en campo amigo, la división de los demócratas, dispersos en dos o tres candidaturas, fue lo que permitió que se hiciese con el poder un islamista por el que, en resumidas cuentas, solo había votado un elector de cada cuatro.
Una revolución no se hace en un día, ni en dos años.
Es un acontecimiento de larga duración, oscuro, conflictivo, en el que los avances repentinos vienen seguidos de retrocesos desesperantes.
Y no será un francés quien diga lo contrario, a menos que haya olvidado aquella interminable revolución que tuvo que pasar por el Terror, la Reacción de Termidor, dos imperios y una Comuna ahogada en su propia sangre, antes de contemplar el nacimiento de la República definitiva.
Hoy, más que nunca, tenemos que apoyar a los demócratas, que son la tercera fuerza del Egipto actual.
*Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Fuente:elpais.com
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