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jueves 21 de noviembre de 2024

Masada, un siglo resurrecta

Enlace-Judio-Masada

GUSTAVO PEREDNNIK

La ruina del antiguo Estado judío a manos de las tropas de Tito el Romano viene conmemorándose cada año, durante cerca de dos milenios, en el ayuno del 9 del mes de Av. Este día señala la destrucción del Templo de Jerusalén y otras calamidades acaecidas al pueblo hebreo.

Con mi familia, año a año nos sumamos a cientos de israelíes que, durante esa noche (la última fue el 15-7-13) escalan el Herodión.

En esta colina yacen los vestigios de la imponente fortaleza construida (año 20 aec) por Herodes, cuya sepultura se exhibe en el lugar. Más de un siglo después, el Herodión sirvió de base a quienes combatían en la Segunda Rebelión contra Roma.

En efecto, Judea libró contra el Imperio Romano dos grandes guerras: la Gran Rebelión (años 66-70) y la Revuelta de Bar Kojba (165). Ambas son referidas tanto en fuentes externas como en el propio Talmud.

En la cima del Herodión, los visitantes nos sentamos sobre la tierra o la roca, en grupos pequeños, para endechar los textos del profeta Jeremías y otros de autores medievales, allí, en el mismo lar desde el que hace casi dos mil años los combatientes hebreos divisaban las llamas que sumían a Jerusalén en su desgracia.

En respuesta al estallido de la rebelión judía, Vespasiano comandó a 50.000 soldados y auxiliares a Judea, organizados en cuatro legiones. La más famosa de ellas fue la Décima, comandada por su hijo Tito.

La campaña represora se lanzó desde el norte del país, donde varias fortificaciones hebreas comenzaron la resistencia.

Algunas ofrecieron encarnizada batalla, como Gamla, en las colinas del Golán, en la que perecieron unos cuatro mil combatientes judíos.

Otras sucumbieron más rápidamente, como Jotapat (o Yodefet). Su líder fue Yosef Ben Matitiáhu, quien cayó prisionero de los romanos. Éstos decidieron reclutarlo como cronista, y terminó transformándose en el célebre historiador Flavio Josefo. Sus libros (primero en hebreo-aramaico y después en griego) constituyen la principal fuente sobre la guerra.

Hacia el verano del año 70 la resistencia hebrea ya había sido diezmada, y las huestes romanas se encaminaron hacia Jerusalén. Vespasiano retornó a Roma como emperador, y su hijo Tito concluyó la devastación.

La ciudad capital fue sitiada durante tres años; los israelitas que huían en busca de comida eran crucificados en las afueras. El Templo fue finalmente destruido y sus valiosos contenidos fueron olímpicamente transportados por los vencedores hasta Roma. Su trofeo máximo, el gran candelabro o Menorá, pasó a decorar el Arco de Tito en la capital imperial. Así, el símbolo más preciado de la nación hebrea era arrebatado y ello parecía presagiar la destrucción final.

Caída Jerusalén, seguía erguido sólo un último bastión, próximo a las costas del Mar Muerto. Era Masada (de «metzudá», fortaleza en hebreo), conformada por un grupo de construcciones sobre una meseta desértica, de 600 m de longitud y 300 m de ancho.

Dos accesos naturales llegan a su cima, ambos muy complicados: al Este el denominado Camino de la Serpiente, y al Oeste el Camino de la Roca Blanca, sobre el cual los romanos construyeron una rampa de para asaltar el reducto.

También Masada había sido fortificada por Herodes (c. 35 aec) a modo de contención del incipiente expansionismo egipcio. Un siglo después, se apoderaron de la fortaleza los combatientes hebreos, quienes encontraron allí un arsenal romano para diez mil soldados e importantes reservas de metal para municiones.

Uno de los expulsados de Jerusalén antes de que ésta cayera, Simón Bar Guiora, llegó a Masada en el año 70, a la cabeza de un nuevo contingente con sus familias. Ello dio nuevo impulso a la última resistencia hebrea.

Para quebrar a Israel, en el año 72 el Gobernador romano Lucio Flavio Silva condujo a la Décima Legión hasta Masada, y en torno de ésta organizó a sus 15.000 efectivos en ocho campamentos, además de erigir un muro de tres kilómetros de longitud y tres metros de altura.
El asalto a Masada sigue siendo hasta hoy una notable página de historia militar.

Como los primeros intentos de agrietar las murallas defensoras fracasaron, los romanos entendieron que el único modo de conquistar Masada sería desde la cumbre.

Con ese objetivo, construyeron durante tres meses una rampa que ascendía desde la Roca Blanca. Para distraer a los judíos rebeldes y proteger el proceso de construcción de la rampa, un ariete romano golpeaba constantemente la muralla defensora de Masada. Cuando en la tarde del 2 de mayo produjeron la primera grieta, Lucio Flavio Silva canceló las embestidas del ariete y ordenó a grupo de hombres que penetraran con antorchas en Masada.

En la cumbre de la rampa, concluida en la primavera del año 73, se colocó una plataforma cuadrada de 22 metros por lado, que sostenía una torre de asedio.

Ya sería imposible resistir, y los hebreos que aún batallaban dentro de Masada tomaron conciencia de que el final era inminente. Su líder, Eleazar ben Yaír, arengó a sus hombres con la propuesta de un suicidio colectivo que les evitara ser esclavizados por Roma.

Así, la memorable contienda terminó en una singular calamidad. Los hombres mataron a sus familias, y sortearon a diez de ellos para que eliminaran al resto. De estos diez se eligió a uno que acabara con los demás y se quitara su propia vida. Los numerosos víveres quedaron exhibidos como muestra de que nadie había actuado por desesperación.

Cuando los legionarios irrumpieron en la mañana del 3 de mayo del año 73, fueron recibidos por un sepulcral silencio y la visión del fuego y los cadáveres.

El historiador Flavio Josefo se hallaba en Roma, por lo que ya no pudo escribir como testigo ocular, sino en base de los comentarios oficiales y de relatos de un par de mujeres sobrevivientes. Con la caída de Masada concluyó la Primera Guerra Judía-Romana.

El retorno hace un siglo

Isaac Lamdan Los restos del bastión permanecieron abandonados por casi diecinueve siglos, y quedaron gradualmente en el misterio. Sólo en el año 1842 pudo identificarse el solar donde había descansado Masada, y recién en 1912 un grupo encabezado por Aviezer Yelín escaló hasta las famosas ruinas.

(Resulta interesante que un destino paralelo le tocó a la urbe precolombina en Machu Picchu, descubierta coincidentemente en 1911, después tres siglos y medio de abandono desde que los incas desertaran).

A partir de la década de 1920, la fortaleza de Masada pasó a ser un símbolo nacional de Israel, especialmente gracias a la traducción al hebreo moderno del libro de Flavio Josefo Las guerras de los judíos (1923) y de la publicación del poema Masada (1927) de Isaac Lamdan.

La histórica gesta comenzó a penetrar en la conciencia de la creciente comunidad judía en Sión. Las juveniles caminatas a los restos de Masada fueron haciéndose norma, y en los años 30 se transformaron en una desafiante experiencia.
Tras la guerra de independencia de Israel (1948) se avivó el interés por investigar la fortaleza y convertirla en un referente para el pueblo judío. En 1953, un equipo de arqueólogos descubrió el Camino de la Serpiente y el palacio septentrional.

Un conmovedor descubrimiento adicional se produjo gracias a las extensas excavaciones efectuadas por el arqueólogo Igal Yadin entre 1963 y 1965, cuando fueron recuperados los esqueletos de una treintena de combatientes de Masada.

Todos ellos fueron enterrados con honores militares por el Estado de Israel renacido, en una emocionante ceremonia que tuvo lugar el 7 de julio de 1969. Soldados de un ejército judío rendían homenaje a otros soldados judíos que habían caído casi dos mil años antes.

Del mentado poema de Isaac Lamdan, un verso en particular fue recogido como lema: «shenit Masada lo tipol – Masada no volverá a caer… Ascenderemos, Ben Yaír no ha muerto».
(Me permito aquí unas palabras de recuerdo a una joven profesora de literatura hebrea, Batia Bilak, que murió poco tiempo después de enseñarnos el poema de Lamdan en el Seminario de Maestros Hebreos Shazar en 1975).

En rigor, la obra de Lamdan alude muy poco a la Masada histórica. Su tema es la nostalgia de los inmigrantes al país en construcción; la sensación de éstos de haber arribado, después de interminables persecuciones, a «la última costa» en Éretz Israel.

Aquel verso despertó a las nuevas generaciones de hebreos, a tal punto que el Jefe del Ejército de Defensa de Israel, Moshé Dayan, decidió que las ceremonias de juramento de los novicios soldados se llevaran a cabo en Masada, y efectivamente proclamaran que “Masada no volverá a caer”.

A principios de este siglo, hubo cuestionamientos a que dichos actos tuvieran lugar donde se había producido un suicidio colectivo, que no podría servir de ejemplo edificante. Hoy en día, la mayor parte de las ceremonias militares se llevan a cabo en el Muro Occidental de Jerusalén, o en el desierto del Néguev.

En cuanto a Masada, se ha transformado en un central sitio turístico (casi un millón de visitas anuales), a la vez que sigue siendo un querido símbolo del patriotismo hebreo, y de la última resistencia de una nación antes de su milenaria diáspora que a veces pareció una pesadilla.
Masada acaso también ejemplifica una diferencia de apreciación entre el mundo gentil y los judíos. El primero, aun en los casos en que siente solidaridad con el Estado de Israel, ve en éste frecuentemente un país moderno, novedoso, aceptado, de avanzada, incluso querible. En contraste, los judíos, también tienden a ven en Israel un renacimiento, el de la vieja Judea vencida en Masada, hoy ambas resurrectas.

El segundo levantamiento contra Roma

Seis décadas después de la Gran Rebelión de los años 66-73, estalló otra cuya magnitud logró sorprender a Roma. Fue liderada por Simón Bar Kojba.

Para reprimir más rotundamente, el imperio decidió esta vez acabar con la presencia judía en Israel. Adriano convocó desde Britania a su general Sextus Julius Severus, y reunió a múltiples legiones provenientes del Danubio.

En esta ocasión, el ejército pertrechado para sofocar a los hebreos rebeldes fue muy superior que el de Tito más de medio siglo antes. También las pérdidas romanas fueron mucho mayores, a tal punto que, en su informe al Senado, Adriano omitió el rutinario saludo “Yo y las legiones estamos bien”.

Sin embargo, la devastación por parte de Roma fue mortífera.

El enfrentamiento se prolongó durante tres años, y el imperio se impuso en el verano del 135.
Cincuenta ciudades fortificadas y casi mil aldeas fueron arrasadas sin piedad. Después de perder Jerusalén, Bar Kojba y los restos de su ejército se refugiaron en otra fortaleza final: Betar, que subsecuentemente fue sitiada y capturada.

El Talmud de Jerusalén alude a un enorme número de muertos y, según Dión Casio, la cifra de judíos asesinados llegó a 580.000.

El efecto principal de la contienda fue que Adriano se propuso destruir de raíz la identidad judía, que había sido la causa de continuas rebeliones. Prohibió la ley mosaica (Torá) y el calendario judío, e hizo martirizar públicamente a numerosos estudiosos y eruditos. Los rollos sagrados fueron quemados en una ceremonia en el monte del Templo, donde fueron instaladas estatuas de Júpiter y del César. La provincia romana de Judea fue administrativamente eliminada, fusionándose con otras en la «Siria Palestina».

Fue en ese momento en que hizo aparición el nombre «Palestina» en la historia. La raíz del término fue hurgada en una suerte de tardío homenaje a los filisteos, o bien, como adujo el historiador David Jacobson en 2001, sería una especie de traducción latina (por vía del griego) del nombre «Israel» («palaistes» en griego significa «luchador»).

Los resultados de la rebelión de Bar Kojba fueron decisivos y pueden considerarse el comienzo de la diáspora judía obligatoria. A diferencia de las repercusiones de la Primera Guerra Judía-Romana, en este caso la mayoría de la población judía fue muerta, esclavizada o exiliada, y la religión judía fue prohibida. El centro de la vida judía pasó de Israel a Babilonia.

Por todo ello, en 1982 el historiador Yehoshafat Harkabi escribió un polémico ensayo bajo el título de El síndrome de Bar Kojba: riesgo y realismo en las relaciones internacionales, en el que presenta la Segunda Rebelión como un acto de irresponsable desesperación.

Sólo en el siglo IV, Constantino I permitió a los judíos ingresar nuevamente a Jerusalén, y exclusivamente para que lamentaran su derrota, frente al Muro Occidental, en el ayuno de Tishá Be’Av con el que comienza este artículo.

En el calendario judaico, la gesta de Bar Kojba se conmemora anualmente en la semifiesta de Lag Ba’Omer y, en los tiempos modernos, sigue siendo un símbolo de la resistencia nacional. Uno de los poemas más conocidos de Zeev Jabotinsky concluye con tres palabras, los nombres de las tres fortalezas que resistieron: «Yodefet, Masada, Betar».

Fuente:nodulo.org

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