ESTHER SHABOT
El pasado domingo 4 de agosto el clérigo Hassan Rohani asumió el cargo presidencial en Irán luego de que el día anterior el ayatolá Khamenei, máximo líder espiritual (y político) del país, lo aprobara oficialmente. A la ceremonia que invistió a Rohani como Presidente asistieron cerca de 50 altos dignatarios y líderes extranjeros, a diferencia del pasado cuando sólo funcionarios locales participaban en dichos rituales. El aura de moderación que rodea a Rohani ha conseguido despertar en muchos círculos una atmósfera de esperanza de cambios positivos, ya que se trata de un personaje que ha suavizado notablemente el discurso oficial, prometiendo aperturas y transformaciones dentro de la sociedad iraní y en la relación con el mundo.
De hecho, en la prensa israelí se comenta que este nuevo clima marcado por ambiciosas expectativas alrededor de la gestión de Rohani provoca un alejamiento de la posibilidad de que el gobierno de Netanyahu decida emprender algún golpe militar contra Teherán dada la actual tolerancia cero del mundo a ello. El razonamiento internacional sería ¿para qué arriesgarse si hay oportunidad de arreglarse por las buenas una vez que gracias a las sanciones la cúpula político-militar iraní ha resuelto ceder usando para ello a Rohani como instrumento eficaz para enfrentar esta coyuntura?
Sin embargo, la incógnita acerca de la sinceridad y capacidad de Rohani para modificar la política iraní de tal suerte que las tensiones con Occidente y otros poderes regionales árabes disminuyan, sigue estando vigente. Y son muchos los datos que contribuyen a poner en duda que los esperados cambios puedan darse.
En primerísimo lugar está el “poder tras el trono” encarnado por la figura del ayatolá Khamenei. Difícilmente alguien como él, con un compromiso tan profundo con el desarrollo nuclear iraní, lo mismo que con la exportación de la revolución islámica chiita, puede dar un viraje tan radical como para acceder a poner freno a lo que han sido siempre sus proyectos más centrales. Ya en la toma de posesión de Rohani hubo datos elocuentes de una enorme resistencia al cambio: a pesar de la amistad y colaboración previa de Rohani con el ex presidente reformista Jatami, no se le permitió a éste asistir a la ceremonia a causa de su participación en la revolución verde de 2009 cuando hubo revueltas por la reelección fraudulenta de Ahmadinejad. Además, siguen presos docenas de activistas de aquellas jornadas de protesta, permaneciendo aún en arresto domiciliario los dos candidatos presidenciales que entonces impugnaron la elección: Mir Hussein Mousavi y Mahdi Kharoubi.
Por otra parte, el propio Rohani ya declaró en uno de sus primeros discursos, que permanece sólidamente comprometido en su apoyo al tiránico gobierno sirio de Bashar al-Assad y a su aliado tradicional, el Hezbolá libanés. Esto, al tiempo que circula en medios internacionales como el Wall Street Journal, información acerca de la instalación de nuevas centrifugadoras en Fordow y de intentos iraníes de hacerse ahora de plutonio para acelerar el proceso de nuclearización del país.
Es así que quienes temen y se preocupan por la amenaza de un Irán en posesión de armamento nuclear y con pretensiones de exportación de su revolución islámica chiita con metodología terrorista incluida, se hallan en estos momentos divididos entre quienes albergan dosis moderadas de esperanza de que la presidencia de Rohani, efectivamente, logre ejercer políticas más conciliatorias y moderadas, sacudiéndose el peso de los radicalismos que lo rodean, y aquellos otros que ven imposible que aún con sanciones crecientes y un Presidente aparentemente moderado, la trayectoria básica elegida por el régimen de los ayatolás desde su instauración en 1979, pueda modificarse lo suficiente como para eliminar su belicosidad extrema, sus ambiciones desmedidas y su fanatismo religioso-político.
Fuente:excelsior.com.mx
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