“Alejandro Saltiel, seguirás escalando cielos donde quiera que te encuentres”: Silvia Cherem

SILVIA CHEREM S.

QUERIDO ALEJANDRO:

QUERIDÍSIMA LILY:

El hombre muere, el nombre queda.

Pasamos una vida entera desafiando a la muerte, construyendo una identidad, un nombre.

¿Cuál de ellos quedará?, me preguntaba al escribir estas líneas como homenaje al hombre que has sido, porque tú, Alejandro, inconforme como fuiste, tuviste tres nombres determinantes.

El de la cuna: Londy Witzmann, como te nombraron tus padres al nacer el 22 de agosto de 1916, en Rumania. El de los sueños de juventud: Moisés Grunstein, la identidad falsa con la que pudiste cruzar el ancho mar en 1937, a tus escasos 21 años, cargando con la pesada responsabilidad de fincar un futuro para tu familia. Y Alejandro Saltiel, Don Alejandro Saltiel, la identidad que tú te empeñaste en construir con dignidad y osadía en América, casi borrando la estela de tu origen ashkenazita.

Desde muy pequeñito, ingenioso como eras, mostraste ser un nadador a contracorriente. Temerario e implacable. A los ocho años ya contribuías a solventar la precaria economía familiar. Hacías y vendías papalotes por decenas que acechaban el cielo rumano dando visos del soñador de altas miras en el que te convertirías. En llanos pelones armabas también improvisados rings de box, planificabas las apuestas entre los niños del barrio y disponías el escenario para las ardientes palizas. Te entrenabas sin cejar en el pugilismo, soñando, primero, con ganar las partidas en las peleas callejeras que organizabas y, ya luego, creyendo que tu nombre resonaría en las grandes marquesinas del box a nivel internacional.

Aprendiste a pelear, a esquivar los golpes del antisemitismo, a plantar tus pies en la tierra. Emile Pladner, ex campeón mundial francés de box, auguraba que serías boxeador olímpico, pugilista de todos los tiempos por tu estilo de metralleta.

Sin embargo, el adverso contexto histórico y los deseos de tu padre, ya viudo, cambiarían un poco el rumbo de tus pasos. En 1936 te encomendó la responsabilidad de salvar a la familia de las garras del nazismo. Tuvo tremenda intuición. ¡Eras el penúltimo hijo de siete y cargaste en tu lomo la supervivencia de los Witzmann!

Con el pasaporte de Moisés Grunstein, los ahorros familiares bajo el brazo –13 mil dólares–, y la venia de Lombardo Toledano, entonces Secretario de la Confederación de Trabajadores de México, a quien conociste en París, cruzaste el océano con el único objetivo de hacer dinero para salvar a tu familia.

En Francia, mientras esperabas la visa, fuiste peluquero y modelo de ropa. En México, en diez años, de 1937 a 1947, lo explorarías casi todo. Fuiste dueño del Café Ritz. Comerciante de artesanías. Industrial y fabricante de productos de plata, entre ellos juegos de té que vendías nada menos que a Tiffany and Company de Nueva York. Y, antes de que te dieras cuenta, ya eras un osado millonario con la posibilidad de traer a tu familia de Rumania.

El destino, sin embargo, colmado de esquinas ciegas, no te lo permitiría. En 1947, tu hermano ya era un encumbrado líder comunista en Rumania y, a pesar de los millones bajo el brazo, para ellos estaba destinado el encierro comunista. Los Witzmann no podrían salir.

Estrenarías entonces tu identidad como Alejandro Saltiel. Conociste a líderes de la Haganá en Francia, te hablaron de sus necesidades y decidiste usar el dinero que originalmente iba a servir para tu familia, para abrazar a tu familia extensa: el pueblo judío.

Específicamente compraste un castillo medieval francés para que Haganá tuviera un refugio secreto en Francia, donde pudiera entrenar a jóvenes de Europa y a sobrevivientes del Holocausto a fin de librar la Guerra de Independencia. Te entregaste al ideal sionista, inclusive con el último centavo de tu capital.

En México tendrías que recomenzar. No te intimidaba, te sabías pugilista de grandes ligas. Bien sabías que quien sabe levantarse una vez, tiene la capacidad de levantarse mil veces.

Emprendiste una variedad increíble de negocios con una osadía sin par. Una fábrica renombrada de telas pintadas a mano que llegarían a Hollywood. La compra de maquinaria a precios irrisorios en subastas para revenderla en los últimos rincones del planeta. La cadena de gimnasios. La fábrica de alfombras en Durango que te condenó inclusive a pasar meses de desprestigio en la cárcel.

Nada te haría cejar. Podías tener el cielo en un día, hundirte en la penumbra al siguiente, y embestir, como lo hiciste un sinfín de veces, para volver a reconstruirlo todo.

Serías capitalista –como decías– para poder ser comunista. Serías dueño del capital para defender la libertad obrera. Harías dinero para ser capaz de dar a otros.

Especialmente a México y a Israel, tus dos grandes amores. Fuiste inclusive capaz de pedir dinero prestado para construir en la década de 1970 un Centro Comunitario en Israel, específicamente en la zona de Talpiot, en el corazón de la antigua Jerusalem, mismo que, por iniciativa tuya, diseñó Mathía Goeritz y que hoy lleva tu nombre.

Ayudarías a los judíos de Cuba, al Eishel y a la OSE. A las universidades –la Hebraica, la Anáhuac, la Hebrea de Jerusalem, la de Tel Aviv, la de Haifa, el Technion y el Instituto Weizmann. Tenderías tu mano para dar alivio a las víctimas de desastres naturales en México. A los necesitados. A los que caen en desgracia. Inclusive premiabas anualmente a los maestros destacados del yishuv, porque para ti la educación es bandera.

Dar y dar, regresar a los otros, compartir lo tuyo.

Junto con Lili, tu fiel compañera, una mujer admirable y hermosa, tu amorosa aliada incondicional, te dedicaste a fincar un nombre propio. Un nombre compartido. Un nombre generoso: la Fundación Alejandro y Lili Saltiel. Esa fue tu misión de vida y por ello te reconocemos todos con gratitud y cariño.

En once días cumplirías 97 años de una vida plena de logros y satisfacciones, de entrega y generosidad. Sentías que la muerte te acechaba, te hacía guiños, te coqueteaba, pero te resistías. Tus fuerzas disminuían, no así tu mirada de libertad. Querías vivir, desafiar a la muerte, vivir a costa de un cuerpo que ya no te respondía.

Dejaste huella en tu tiempo, en tu espacio y en nuestro corazón, el de amigos y familiares que hoy con enorme dolor te acompañamos en tu partida. Amigos que te queremos en México y en Israel, entre ellos Shimon Peres y Nahum Megged.

Sé que incansable, como eres, seguirás escalando cielos donde quiera que te encuentres. Seguirás soñando y peleando. Galopante. Semillero. Ejemplo. Allá te acompañarán tus papalotes y tus rings de box. Tus manos francas y amorosas. Tu prisa. Tu entrega. Tu responsabilidad social. Tu eterno amor al prójimo y, sobre todo, tu buen nombre.

Descansa en paz, querido amigo…

México D.F. 11 de agosto de 2013.

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Silvia Cherem: Mi alumbramiento en la carrera del periodismo fue repentino y con dolor como, en cierta forma, lo fue en aquellos días para México el despertar zapatista. Los indígenas encapuchados en Chiapas dejaron escuchar su grito desamparado que arrojaba por la borda la creencia de que México ingresaba al primer mundo y, en ese contexto, después de haber trabajado largamente para ello, decidí que mi momento de "ser periodista" había llegado. No conocía a nadie en los medios de comunicación y hubo quien me dijo que "sin padrino" nunca publicaría una sola línea en los periódicos mexicanos. Como colaboradora, los proyectos se han sucedido encadenándose unos a otros, tanto en el entorno cultural, como en el político y el internacional e inclusive investigando temas de interés científico y médico. Confieso que aún hoy, cuando debería "tener más callo", paso noches sin dormir y esta vibrante carrera de emociones fuertes me mantiene viva y creciendo en una vertiginosa montaña rusa, colmada de raudas y emocionantes subidas y bajadas. Quizá esa pasión arropada de arrojo, miedo y gozo sea la esencia de "ser periodista".