CHRISTIANE JACKE
Como adolescente en un pueblo de la antigua Alemania del Este, Steven Hartung fue incapaz de resistirse a la atracción que ejercía un grupo neonazi local, pese a los esfuerzos de su familia por apartarlo de ese camino.
Ahora, es un joven de 25 años que aún conserva los tatuajes de su etapa en la Kameradschaft, un club neonazi para chicos, mientras lucha por dejar atrás ese pasado y centrarse en acabar sus estudios de filosofía en la universidad. “En aquella época, estaba totalmente absorbido. El movimiento neonazi era como una nueva familia. Todos pensábamos que sólo nosotros entendíamos la verdad, y que el resto del mundo estaba ciego”, cuenta.
El actual juicio contra una célula neonazi acusada de diez asesinatos —ocho turcos, un griego y una agente de policía— lo dejó conmocionado, pues los hechos coinciden en el tiempo con su paso por la extrema derecha. Uno de los imputados es un antiguo amigo. El joven relata cómo la ideología derechista impregnaba el pueblo de Turingia, en el centro-este de Alemania, en el que se crió. Desde el equipo local de fútbol a los voluntarios de antiincendios, todos estaban imbuidos de actitudes neonazis. “La mayoría de adultos se inclinaba hacia la derecha”, afirma.
Cuando tenía 13 años, un compañero de colegio le dio un CD de música rock neonazi y a los 15 fue invitado a una reunión de la Kameradschaft. Se unió a ellos y escaló puestos rápidamente, hasta convertirse en líder a los 17 años. Como tal, organizaba charlas, manifestaciones y conciertos, y trabajaba para reclutar a nuevos miembros.
Hartung se veía a sí mismo como un ideólogo y propagandista, un intelectual frente a otros movimientos de cabezas rapadas, vestidos de negro y con botas de puntera de acero. Su familia intentó detenerlo, pero fue incapaz.
Llegó un momento en el que el joven comenzó a analizar los argumentos de sus rivales izquierdistas, buscando el modo de contraatacar. Pero en lugar de eso, empezó a tener dudas sobre su propia visión del mundo y a discutir con los miembros de la Kameradschaft.
Fue en ese momento crucial cuando apareció en su vida una joven que conocía del colegio, pero cuya evolución política se encontraba en sus antípodas, pues pertenecía al movimiento antifascista.
Los debates acabaron generando afecto mutuo, hasta que hace tres años Hartung cortó toda vinculación con los círculos neonazis y buscó asistencia en el programa “Exit” (salida), que ayuda a abandonar ese mundo de forma segura. El joven dejó su pueblo y se mudó a Jena para estudiar filosofía en la universidad. Se dejó crecer el pelo, cuando hace frío se cubre con un gorro de lana y lleva calzado deportivo rojo, pero sus tatuajes siguen revelando su pasado.
Hartung ha recibido amenazas, por email o sms, y sus antiguos compañeros lo han declarado un objetivo a perseguir, pero hasta ahora no ha sucedido nada. No tiene intención de esconderse, y menos desde que la célula responsable de los asesinatos —también del estado de Turingia— salió a la luz en 2011. Mientras dejaba atrás su pasado, el joven era cada vez más consciente del papel que desempeñó. “Perpetré violencia ideológica. Introduje a ese mundo a algunas personas, y con ello cometí daños contra la sociedad”, afirma. El programa “Exit” está dirigido a salvar casos como el suyo. Desde el año 2000, ha auxiliado a 500 antiguos neonazis, la mayoría jóvenes de entre 22 y 32 años.
Fuente: El Universal
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