ALBERT GARRIDO
Cuando alguien con opiniones tan influyentes como el profesor estadounidense Charles A. Kupchan, miembro del Consejo de Relaciones Exteriores, sostiene que la democracia en Egipto puede esperar, es que deberá esperar. Cuando alguien no menos escuchado como Seth G. Jones, de la Universidad Johns Hopkins, escribe que Estados Unidos y sus aliados deben anteponer al afianzamiento de la democracia en Egipto la defensa de sus intereses estratégicos y el compromiso del Gobierno de El Cairo –sea este cual sea– en la lucha contra el fundamentalismo islámico, es que el guion que seguirá la Administración del presidente Barack Obama será el descrito. Cualquier otra posibilidad tiene todos los visos de incorporarse a la relación de esperanzas depositadas en las primaveras árabes y consumidas en la hoguera del sectarismo y la ineficacia islamista, la inexperiencia, el puño de hierro de los generales y el ingenuo oportunismo del bloque laico, que creyó que los centuriones garantizarían el tránsito hacia una democracia secular.
La ‘realpolitik’ no admite dudas ni romanticismos: para la gestión de los asuntos de Oriente Próximo que importan a Occidente es preferible la autocracia de los uniformados a las incertidumbres de una transición política, dependa esta del islamismo político o del laicismo, propenso a la división y a interminables querellas ideológicas y personalismos. A la caída de Mohamed Mursi, el 3 de julio, hubo quien creyó ver el rastro desdibujado de los capitanes de abril, que en 1974 acabaron con la dictadura colonialista de Portugal, como si los aplausos que la plaza de Tahrir dedicó a los tanques fuesen el remedo árabe de la revolución de los claveles. En realidad, la llegada de los tanques fue un retorno al pasado, con el generalato en el puente de mando y la primavera convertida en un relato sangriento aceptado por un Gobierno títere. Dicho de forma parecida a como lo ha hecho el analista libanés Rami Khouri: la plaza vitoreó a quienes durante decenios demostraron ser tan incompetentes en los negocios y en el Gobierno como han probado serlo los Hermanos Musulmanes en un año, pero prefirió refugiarse en el recuerdo del mito (Gamal Abdel Naser) y olvidar el del déspota (Hosni Mubarak).
El mismo realismo descarnado referido a Egipto es de aplicación en Siria, cuya tragedia ha dado pie a cierto consenso o conformismo –el nombre es lo de menos– acerca de que un compromiso excesivo para acabar con la guerra civil podría ser peor para los intereses de EEUU y Occidente que la situación actual. Frente a la creencia de que, al ausentarse del conflicto, EEUU da alas a los promotores de que el presidente Bashar el Asad se mantenga en el poder, se impone la convicción de que una implicación en toda regla entrañaría “el riesgo de costosos compromisos a largo plazo que pueden empeorar el sentimiento antiestadounidense y disminuir los escasos recursos militares que puedan ser necesarios para hacer frente a otras contingencias urgentes”, en palabras de Colin H. Kahl, de la Universidad de Georgetown.
En esta formulación y en otras de parecido tenor aletea el recuerdo de Afganistán y de Irak, el temor a someter el presupuesto a guerras interminables sin ganancias (ni políticas ni de las otras). La pregunta que formulan los estrategas para aconsejar enfangarse lo menos posible en el ocaso de la primavera egipcia, en la matanza siria, en el bloqueo de la situación en Túnez con asesinatos selectivos, en el caos indescifrable de Libia, es así de sencilla: ¿qué ventajas podemos obtener? La respuesta es, claro, que ninguna. Suspender la ayuda anual de más de 1.000 millones de dólares destinada al Ejército egipcio bloquearía los contratos de suministro suscritos con empresas estadounidenses y abriría la puerta a terceros para inmiscuirse en los asuntos egipcios. Asistir a la oposición en armas contra el Ejército de Asad facilitaría las cosas al islamismo radical, que se ha sumado al combate contra el autócrata.
El encarecimiento del petróleo los últimos días a causa del temor a una situación que lleve aparejada la inseguridad en la navegación por el canal de Suez afianza en sus convicciones a cuantos se oponen al intervencionismo. Los requerimientos de Israel para que se deje en paz a los generales egipcios, garantes factuales del tratado de paz, desencadenan un efecto similar. La desinhibición del nacionalismo ruso tiene una repercusión parecida. El deseo de encontrar un modus vivendi con Irán proporciona razones de peso a los partidarios de la contención, así en EEUU como en la Unión Europea. Todo, en fin, conspira para que el desmadejamiento de las primaveras sea motivo de lamentos y poco más a pesar de los muertos, de la miseria moral y de la ruina económica que se ha adueñado del escenario.
Fuente: Diario Córdoba
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