EVODIO ESCALANTE
Delicias de las librerías de viejo: encontrar lo inesperado, lo que yacía enterrado bajo los escombros del olvido. El azar me depara un libro que reúne textos de tres poetas yiddish que vivieron y murieron en México, y del que no tenía la menor noticia: Tres caminos. El germen de la literatura judía en México (recopilación, traducción y notas de Becky Rubinstein. México, El Tucán de Virginia, 1997). El título, supongo de modo intempestivo, es engañoso: no se trata del germen de nada, sino de una floración plena que no volverá a repetirse. Tres escritores judíos, fieles a su lengua materna, el yiddish, que poetizan desde la experiencia del exilio y que tratan de algún modo de aclimatarse a una atroz realidad que les resulta inconmensurable: la del México de las primeras décadas del siglo pasado. Itzjok Berliner (1899-1957), Jacobo Glantz (1902-1985) y Moishe Glikovsky (1904-¿?) conforman la tríada que da lugar a este volumen en el que campea, no cuesta mucho adivinarlo, la experiencia de la extranjería radical.
La antología se abre con los poemas de Itzjok Berliner. Su visión de sí mismo como exiliado es contradictoria. Mientras que en un poema da a entender que se siente “insecto cautivo de una telaraña”, en otro se visualiza como un águila que, habiendo librado el acoso de sus persecutores, sobrevuela en libertad el espacio que abren el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl en el Valle de México. Su visión de la urbe no tiene desperdicio. Mientras los poetas mexicanos de vanguardia (los estridentistas lo mismo que los Contemporáneos, de Novo a Villaurrutia) parecen fascinados por la modernidad urbana, Berliner detecta por esos mismos años el rudo contraste entre el esplendor de los edificios y la pobreza en vilo de la mayoría de sus habitantes. Las pulquerías, las prostitutas en la calle, el marihuano, los boleros, los pordioseros, los descalzos son objeto de su aguda atención. Se hace amigo de Diego Rivera y lo lleva a Tepito para que con su lápiz capte las siluetas típicas del barrio.
Con ellas se ilustrará el libro que hacen juntos: Shtot fun Palatzn (Ciudad de los palacios), título de una amarga ironía como debe entenderse y que se publica en 1936. Extraigo los cuatro últimos versos de un soneto, para dar imagen de lo que digo: “La pobreza bailotea sobre tus torcidas calles. // Duelo y desolación sembraste en cada uno de tus muros, / derruiste con furia hogares sin amparo, / y ahora, en cada casa se arrastra una víctima tuya.”
Jacobo Glantz, creador del “Café Carmel”, uno de los lugares emblemáticos de la época de oro de la Zona Rosa, quien se habría librado por un pelo –según cuenta la anécdota– de ser linchado por fanáticos que lo confundieron en la calle con Trotsky, es una personalidad nostálgica y rebosante de ternura: no puede olvidar los campos de su tierra natal. En uno de sus textos más conmovedores, “En un parque de México”, increpa con rudeza a la ciudad que lo ha acogido:
No logro cantarte, ni describirte (…)
Ajeno soy al verdor de tu yerba.
Ajenas me son tus alturas de nieve inmortal
Ajeno, el horizonte de Ucrania a los ojos de mi hija.
Jamás gozaré de su alegría.
Jamás lograré adueñarme de sus lágrimas.
Quizá lo más efectivo y sorprendente del poema, me digo a mí mismo, es que la sensación de extrañeza se contagia incluso a las vivencias de la hija. Tan desterrado se siente el poeta que sabe que no podrá compartir ni dolor ni alegrías de su retoño nacido en México. ¡Tremendo! Tres caminos incluye también fragmentos de un largo poema dedicado a Cristóbal Colón, el judío bautizado que descubrió América en nombre de los Reyes Católicos.
Glikovsky es para mi gusto el más poderoso de los tres. Si la inspiración de Berliner es sobre todo realista; si la de Glantz, nostálgica; la de Glikovski revela acentos metafísicos. El texto suyo que más me impresiona por su carácter formal es el que dedica a los que él llama “sus hijos”: sus poemas. Consumado orfebre, pule y repule las palabras como si fueran diamantes… ¿quién podrá apreciarlo? ¿alguien adivinará acaso que las perlas son “partículas de sangre transformadas”? Tanto amor por el poema entendido como estructura perfecta, contrasta con la sensación simultánea de que él, el poeta, el creador, no es sino una prostituta: “Mujer de la calle / he parido hijos a diestra y siniestra / y en todas partes, los he asfixiado / (aún palpitantes, asidos a los pezones) / ¡Ay, de mis hijos / de mis hijos!”
La otra veta que cultiva Glikovsky tiene que ver con la Biblia. Aunque Rubinstein insinúa que el poeta se ubica “lejos de la tradición”, su aparente ateísmo revela a mi parecer que sucede todo lo contrario: se trata del grito angustiado del individuo perdido en los torbellinos aciagos de la historia, arrastrado por el negro vendaval de la barbarie. Dios mismo parece estar harto de la tormenta que ha desatado… pero no puede pararla. Tragedia y comicidad, viejas historias o leyendas se anudan al tono desesperado del profeta que hay en Glikovsky, y que por supuesto algo sabe de Nietzsche:
El maligno golpea en mi sepulcro
y me llama:
“Dios ha muerto –levántate”.
Alguien, pálido, se apoya con fuerza
sobre su bastón, y ríe,
sensible como mi muerta hiel:
“Dios ha muerto –levántate”.
Demoñuelos danzan frente al abismo,
demoñuelos se sofocan frente al abismo:
¡Ja, ja!
“Dios ha muerto –levántate…”
¿Cómo no compartir este sarcasmo? ¿Cómo no ver en esta risa de carnaval una protesta en contra del universo en el que nos ha tocado vivir? Pero no se piense que esto evoca pesimismo o quejido indefenso. La situación la resume mucho mejor el propio Glikovsky, con cuyas palabras concluyo: “¡No hay por qué llorar! / ¡Mejor bramar! / Leones en la salvaje espesura.”
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