El pasado que nunca se va: ‘Hijos del Tercer Reich’

Enlace Judío México | Los alemanes viven en tensión permanente con el demonio familiar de sus recuerdos. El ritmo de su memoria colectiva, sus pausas y aceleraciones, y naturalmente los cambios subjetivos de lo que recuerdan, dependen de las necesidades del momento específico (político, económico o cultural) “desde” el que observan su pasado reciente. Sin embargo y según mi modesta opinión, su esfuerzo por averiguar la realidad de sus recuerdos y por darles una forma precisa constituye, en su conjunto, un progreso continuo por “descubrir” la verdad de los hechos que les afectan. Esa voluntad de indagación es un desbroce permanente del pasado alemán, una labor constante de afilar y pulir el cuchillo que rasga los velos interesados de su memoria (que, pese a todo, continúan).

Aquí, en nuestro país, tuvimos la oportunidad de comprobarlo el último lunes, con ocasión del estreno (Canal Plus 1) de la miniserie televisiva Hijos del Tercer Reich, producida por Nico Hoffman y basada en el guión de Stefan Kodlitz. Hijos del Tercer Reich (aunque la traducción estricta del original sería Nuestras madres, nuestros padres), emitida por la cadena pública ZDF en marzo de 2013, probablemente ha socavado algo más –con sus siete millones de espectadores – el mito, demasiado complaciente y prolongado, de que los crímenes de la Alemania nacionalsocialista deben endosarse a la responsabilidad exclusiva de los dirigentes del partido nazi, de los miembros de las SS y de la pandilla más o menos nutrida de fanáticos que les acompañaron en su viaje.

La serie tiene más profundidad de campo que las explicaciones de consumo habitual. Sus protagonistas son un grupo de muchachos enrolados en las filas de la Wehrmacht que en el verano de 1941 participan en la invasión de la Unión Soviética. Cuatro años después la Alemania derrotada cambió los uniformes militares por las prendas civiles, aunque en las taquillas del vestuario quedaron encerrados algunos recuerdos desagradables. En uno de los capítulos de Hijos del Tercer Reich aparece un alto oficial alemán que, después de quemar su uniforme, viste traje y corbata en una oficina militar de los aliados victoriosos y se eleva desde su escritorio prestado a la estimulante misión democrática de reconstruir el país y lograr que retorne a la vida civilizada, al tipo de existencia que naufragó en enero de 1933 con la llegada de Adolf Hitler a la cancillería del Reich alemán. Lo más novedoso de Hijos del Tercer Reich es la perspectiva intimista, introspectiva y doméstica de unos individuos que reflexionan sobre sus actos de violencia.

Simultáneamente a la difusión en España de la serie, en Alemania –hablo en este caso de la Alemania oficial- se ha adoptado una decisión que quizás demuestra, para bien, el poder transformador de la televisión sobre la opinión pública y el de esta última sobre la estructura institucional del país. Casi 70 años después del fin de la contienda, la fiscalía especial que investiga los crímenes de guerra del nazismo, con sede en Ludwigsburg, ha recomendado a los fiscales territoriales la incoación de diligencias de investigación, por genocidio y asesinato masivo, contra varias decenas de antiguos funcionarios alemanes del campo de exterminio de Auschwitz. Realmente, no se han descubierto ahora nuevos hechos delictivos. Lo que sí ha cambiado es, de forma expansiva, el enfoque legal de las autoridades alemanas sobre el grado de responsabilidad criminal de las personas que, comisionadas de una u otra forma por las autoridades del III Reich, prestaron servicio en las fábricas de la muerte. Para ello, la oficina de Ludwigsburg ha utilizado el precedente judicial de John Demjanjuk (fallecido antes de resolverse su apelación), que en 2011 fue condenado en primera instancia por haber trabajado como guardián en el campo de exterminio de Sobibor.

Los fiscales alemanes ya no necesitan demostrar que el acusado participó, directa y específicamente, en el acto irrevocable, definitivo y último de matar a un judío o a cualquier otro interno con nombre propio y apellido. Ahora es suficiente la acreditación de que el funcionario o colaborador implicado realizó una tarea en los campos al servicio del Estado alemán, que fue una pieza más, pero imprescindible, en el entramado de muerte organizado por los nazis en los lager. Si bien con una limitación importante de la responsabilidad individual: sólo se perseguirán las conductas perpetradas en los lager abiertos por los alemanes en los territorios ocupados de Polonia. Con esta salvedad, el nuevo criterio de la fiscalía califica la participación de los trabajadores de los campos polacos, incluso la de aquellos que no apretaron el interruptor del gas letal (considerada tradicionalmente de nula o menor intensidad penal), como un acto imprescindible en el resultado final de las matanzas colectivas; sin que esa participación pueda invocar en su descargo- como asimismo constituía un argumento tradicional- el principio de la obediencia debida. Kurt Schrimm, director de la oficina fiscal de Ludwigsburg, cree, por ejemplo, que los guardias que trabajaron en las cocinas de los campos polacos fueron también piezas básicas de una organización compleja cuya única razón de existir era el asesinato en masa. Esas personas, hasta hoy subalternas e irresponsables, habrían sido unos asesinos más.

Los razonamientos de Schrimm son un paso adicional, y muy significativo, en la trayectoria histórica de Alemania para indagar la verdad de los hechos en los que estuvieron implicados muchos de los abuelos de los alemanes de nuestro tiempo. Me refiero, obviamente, a la República Federal, porque la “cuestión judía” en la Alemania comunista, simplemente, nunca existió. Pero, a mi juicio, la preservación del interés nacional ha regalado al alto funcionario Schrimm un freno bastante jesuítico. Como hemos visto, el precedente Demjanjuk es únicamente un precedente polaco de acuerdo con la versión oficial de los hechos. La Alemania actual, al parecer, está dispuesta a reconocer todos los crímenes de los suyos perpetrados en Auschwitz, Belzec, Chelmno, Majdanek, Sobibor o Treblinka. Pero no los cometidos en los campos alemanes de Dachau, Bergen-Belsen, Buchenwald…porque, según la fiscalía, dichos establecimientos no eran propiamente fábricas de exterminio. Miles de personas murieron en esos lugares como consecuencia de enfermedad, hambre o agotamiento en su condición de trabajadores forzados, pero, según Ludwigsburg, no como seres que, desde su nacimiento, llevaban para los nazis el sello de la muerte en el rostro. Los crímenes en territorio del Reich siguen necesitando, para su castigo, la evidencia de una autoría directa y específica. Además, continúa vigente el hiato oficial para determinar la responsabilidad de los alemanes según se trate de conductas efectuadas antes o después del 1 de septiembre de 1939, fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial y de la agresión nazi a Polonia.

Para nadie es un secreto que la modernidad se rige por el principio de la división del trabajo. Es, naturalmente, una exigencia irreversible de la complejidad tecnológica y de las necesidades burocráticas que tienen tanto el sector público como el privado. La Alemania totalitaria de hace 80 años acometió su plan de exterminio de los judíos con un criterio industrial de naturaleza jerárquica y vertical, proyectado desde la cúspide del Estado hasta el más ínfimo quehacer cotidiano de los individuos. Fue un régimen de adhesión obligatoria que, sin embargo, sólo pudo funcionar gracias a la colaboración voluntaria, la simpatía o la pasividad de millones de alemanes, de una suma total de individuos que conformaban la mayoría de la sociedad.

El plan hitleriano de exterminar a los judíos, anunciado ya en 1923, tuvo en su desarrollo histórico cuatro fases sucesivas a partir de 1933: definición de la identidad de las víctimas potenciales, expropiación posterior de las personas y empresas judías, concentración de los parias en recintos cerrados y, finalmente, aniquilación masiva de un antiguo pueblo europeo. La lógica industrial de la división del trabajo, intoxicada por los principios de racionalidad burocrática, teórica ausencia de responsabilidad individual y cálculo de las posibles resistencias opuestas a la consumación efectiva del genocidio judío, condujo a que las fases tres y cuatro del proceso –las fases de concentración-reclusión y asesinato en masa- se ejecutaran, en su mayor parte, dentro de los territorios ocupados, más allá de las fronteras del Reich alemán y, en la medida de lo posible, lejos de la mirada directa de los ciudadanos alemanes comunes. Pero, a mi juicio, no resulta fácil “trocear” y graduar las responsabilidades morales de los alemanes de aquel tiempo basándose en pautas geográficas, como tampoco utilizando el módulo de su posición relativa en la cadena de mando y en la organización programada del exterminio, que debe considerarse como un todo. Es verdad que Hitler y las personas de su círculo fueron unos monstruos humanos irrepetibles, pero ni surgieron de la nada ni destruyeron todo lo que se oponía a sus designios de manera autónoma, autosuficiente y, sin necesidad de acudir por mi parte a una inexistente culpa colectiva, huérfana de la voluntad activa y colaboración utilísima de “muchos otros”.

Sin embargo, los jueces de Núremberg (que condenaron a muerte a la mayoría de los supervivientes de la cúpula política y militar nazi) y los posteriores procesos de desnazificación dejaron intacta (o sometida a penas reales muy benignas) la responsabilidad individual de numerosos miembros de los aparatos del Estado, como la diplomacia, la policía o el propio ejército. Y asimismo exoneraron de culpa a numerosos individuos y empresas del sector privado que se beneficiaron de los procesos de arianización o colaboraron eficazmente en el exterminio: banqueros, empresarios o simples particulares que se apropiaron de los bienes de sus vecinos judíos. Algunas de esas personas y empresas legaron a sus herederos y sucesores un patrimonio que, incrementado y sin solución de continuidad, ha llegado a nuestros días.

Bajo estos parámetros, se entiende humanamente la discriminación geográfica y funcional de los fiscales de Ludwigsburg y su intento, reiterado otra vez, de absolver de toda culpa a algunos alemanes, todavía vivos, que colaboraron con el nazismo, al tiempo que preservan como un bien intangible la herencia actual de una responsabilidad que, traspasando la frontera temporal de la Historia, rinde aún –gracias al olvido- sus frutos económicos y morales. La memoria alemana continúa siendo selectiva. Casi inexistente en la inmediata posguerra y hasta finales de los 60 del siglo XX por los imperativos políticos y militares de la Guerra Fría y la contención norteamericana de la Unión Soviético en el escenario europeo, después se ha ido abriendo paulatinamente a las exigencias éticas del conocimiento de la verdad histórica. Sin embargo, la digestión del pasado es una función muy penosa para el cuerpo social de Alemania, no tanto por el posible enjuiciamiento de los asesinos supervivientes (quedan muy pocos con vida y no sé si su ancianidad puede ser castigada con tanto rigor), sino porque los recuerdos sinceros son susceptibles de revolver un presente más o menos idílico y exitoso. Por eso la miniserie Hijos del Tercer Reich, más allá de sus defectos y limitaciones, ha contribuido a una introspección más realista de los alemanes sobre su propia historia y su pasado, sobre la realidad todavía vigente que vivieron sus padres y abuelos.

Respecto a las nuevas pesquisas y cambios de interpretación jurídica de los fiscales de Ludwigsburg, no hace falta decir que han sido observados con bastante atención por la opinión pública y la prensa de Israel. Entre otras cosas porque uno de los sospechosos para la fiscalía alemana, no identificado oficialmente, decidió perderse en el anonimato en la misma casa del lobo. La vida es tan irónica como para regalarnos la cacería, por los alemanes, de un nazi antisemita refugiado en Israel.

Fuente: Cuarto Poder

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