EDGAR ENRIQUE MÉNDEZ LOZANO
MENAJEM BEN ABRAHAM VE SARAH
Fue Abraham Lincoln quien dijo que “la historia no es historia a menos que sea la verdad”; Winston Churchill afirmaba, por su parte, que la “la historia la escriben los vencedores” y el escritor inglés Oscar Wilde, que “el único deber que tenemos con la historia es reescribirla”. Creo con firmeza que estos tres pensamientos, encajan perfectamente en lo que tiene que ver con el discurso de la historia de América Latina, de sus pueblos y, de modo particular, del pueblo judío.
No me resulta difícil recordar enseñanzas impartidas por mis profesores de historia en mis ya lejanos años de infancia. Se me enseñó, por ejemplo, que, para financiar los viajes de Colón, la reina Isabel la Católica, en un acto de inusual generosidad, se había tenido que despojar de sus joyas. También que al connotado Almirante lo acompañaba en las carabelas expedicionarias una chusma de irredimibles maleantes y convictos. Así, con mentiras y verdades a medias, la historia de nuestra América ha sido por largos lustros secuestrada y despojada de la verdad. La historia oficial, la falsa historia, ha sido escrita por y para enaltecer al vencedor ibérico, quien, según esa misma historia, vino a traer a estas tierras, entre otras cosas, la lengua y la religión, la religión católica por supuesto. De lo dicho se desprende que, rescatar la historia, supone el deber ineludible de descubrir la verdad para reescribirla.
Sin pretender ser, ni mucho menos, historiador pues carezco de rigor para serlo, me propongo compartir inquietudes y pensamientos, a partir de una lectura reflexiva de fuentes bibliográficas que, a pesar de ser escasas en número, resultan de gran importancia para quien, considera que del adecuado conocimiento de la verdad histórica depende el futuro de los pueblos.
Escrita desde la perspectiva del conquistador europeo, la historia oficial de América Latina persiste tozudamente en ignorar el inmenso aporte que aborígenes, negros, mestizos, moros y judíos han hecho a la configuración social y cultural del Subcontinente. En ella, la historia oficial, si acaso hay lugar para los vencidos es para destacar, no sus virtudes, sino por el contrario, defectos que les han sido atribuidos por el mismo vencedor: la pereza, la avaricia, la malicia, la infidelidad, la traición…, todo en medio de una atmósfera de profundo desprecio y odio por lo no resulte ser “auténticamente europeo”. Al judío y a su descendencia nacida en América le habrá de perseguir también, como a los africanos y aborígenes, el estigma de ser “manchados de sangre” o de ser “ manchados por la tierra”, peor aún de ser manchados por lo uno y lo otro. La “mancha”, no precisamente aquél país en el que el gran Cervantes situaría el lugar de cuyo nombre no quiso acordarse, para dar inicio en él a su quijotesca aventura, era a los ojos de las autoridades coloniales, suficiente justificación para la persecución, la condena o el despojo. Como el Leviatán, el viejo orden colonial se resiste a morir del todo, haciéndose visible en las profundas desigualdades que aquejan aún hoy a nuestra América.
Una lectura del pasado: los judíos y la aventura de Colón
Situados siglos atrás, se ha de comenzar por decir que una amplia tradición de navegantes acumularon los marinos judíos desde las remotas épocas del rey Salomón viajando de España a la India a bordo de barcos persas, griegos, egipcios, árabes o aún de sus propias flotas. De ahí que, entre los judíos se encontraran excelentes cartógrafos.
Ya para el siglo XIV, cuando España y Portugal dirigían sus miradas hacia el mar abierto, muchos instrumentos de navegación y mapas, cada vez más precisos, habían sido sustancialmente mejorados por los astrónomos judíos. Hacia el año 1300 Jacob ben Machir ibn Tibon inventó el “cuadrante judaico”, instrumento que permitió medir la posición de las estrellas. En 1330 otro notable judío, Levy ben Gershon, comentador bíblico, matemático y astrónomo, inventó la “bascula de Jacob”, cuadrante sencillo que permitió a los marinos medir la separación angular entre dos cuerpos celestes. En 1475 el astrónomo Abraham Zacuto en Salamanca, redactó las primeras tablas astronómicas que dieron las horas aproximadas de aparición de los planetas y las estrellas. De nuevo un judío, Josef Veginho Diego Méndez, tradujo la tabla de efemérides del hebreo al latín bajo el título de Almanach Perpetuum.
¿Por qué los judíos deseaban buscar nuevas rutas allende los mares? ¿Qué los motivó a acompañar a Colón en su aventura? Al parecer dos poderosas razones: Primera, la creencia inveterada de que existía una tierra desconocida, la Tierra Prometida, el Jardín del Edén o Paraíso Perdido, con la convicción de que las diez tribus de Israel, perdidas en lo remoto de los tiempos a partir del exilio de Babilonia en el año 722 AEC, se encontraban asentadas en la ribera oriental del Sabatión, río de caprichosas aguas que, según los textos del Midrash, corrían entre semana y se detenían durante el shabat. Segunda, el ferviente deseo de huir de la cruel persecución del Santo Oficio, que en España había llegado al límite de lo intolerable.
El historiador Jacques Attali señaló como una consecuencia de la milenaria cultura viajera de los judíos, su activa participación en la organización y financiamiento del descubrimiento del Nuevo Mundo. Casi todos los participantes en la empresa descubridora de Colón resultaron ser judíos o judíos conversos, quienes una vez expulsados del Viejo
Continente, arribaron a un exuberante Nuevo Mundo de colosales dimensiones y pródigo en oportunidades.
Tras la muerte de Juan I de Castilla en junio de 1390 los judíos se quedaron sin un protector en España, una creciente amenaza se cernió sobre ellos. El 4 de junio de 1391 la judería de Sevilla fue destruida, posteriormente lo fueron las de Córdoba, Montoro, Jaén, Tudela, Madrid, Segovia, Valencia, Barcelona, Palma y Gerona. Perecieron cincuenta mil judíos españoles, una sexta parte de la comunidad. Otro tanto huyó a tierras del Islam. Cien mil permanecieron en España persistiendo en su fe, otros cien mil se convirtieron, en su inmensa mayoría de manera forzosa al catolicismo llegando a ser conocidos en el mundo judío como anusim. Muchos de ellos, afrontando grandes riesgos, continuaron practicando el judaísmo en secreto.
La Iglesia que de mal grado toleró a los judíos, no vaciló en quemar sin piedad a los “relapsos”, conversos acusados de judaizar. Tras perder la amistad de quienes fueran sus correligionarios, los anusim, ahora cristianos nuevos, no lograron ganar la amistad de los cristianos viejos. Serían, en lo sucesivo, llamados con desprecio “marranos”. ¡El infortunio de los anusim y de sus descendientes no puedo ser peor!
Impedir que los judíos “contaminen” a los cristianos nuevos, se convirtió en una obsesión de la Iglesia en España. Un cristiano nuevo no podía volver a ser judío, tampoco un judío podía convertir a un cristiano nuevo al judaísmo. Unos y otros serían objeto de la más estricta vigilancia. Las incendiarias predicaciones del monje Vicente Ferrer en 1411, empujaron a las masas cristianas a aniquilar a los judíos bajo la acusación, nada más y nada menos, de haber envenenado las aguas. Algunos de los perseguidos lograron huir a Polonia. Cabe preguntarse si entre los perseguidos se encontraban ilustres antepasados de nuestro querido Rabino, Jacques Cukierkorn.
El 2 de enero de 1412, el monarca Juan II cedió a las presiones de Vicente Ferrer. La Iglesia comenzó a aplicar las draconianas disposiciones del Concilio de Letrán de dos siglos atrás: los judíos debían ser confinados en barrios cerrados por muros con única puerta de acceso, completamente separados de la población cristiana; los judíos no podían comer ni beber con los cristianos, tampoco conversar con ellos; los judíos no podían emplear a un cristiano, ni usar paños de valor superior a treinta maravedíes por cada vara; ni afeitarse la barba, ni cortarse el cabello; los judíos tampoco podían ejercer oficios como droguista, procurador, recaudador de impuestos, farmaceuta, cirujano, medico, veterinario, carnicero, fundidor, comerciante de tejidos, curtidor, herrero, sastre o costurero de ropa para cristianos, transportador de mercancías, vendedor de aceite, vendedor de alimentos o arriería. Sólo un oficio fue autorizado a los judíos: el préstamo de dinero.
Juda Abravanel, garante de préstamos a la Corona, emigró a Portugal, al tiempo que el médico judío Joshuá Ha-Lorki, se convirtió al catolicismo bajo el nombre de Jerónimo de Santa Fe en 1412. Poco después Jerónimo, llevó a cabo por disposición del papa Benedicto XIII, una disputa teológica con rabinos aragoneses que se prolongó por espacio de dos años. La disputa, como es apenas predecible, concluyó abruptamente con una declaración del Papa concediendo la victoria a los cristianos.
A pesar del criterio del Papa Nicolás V, según el cual un cristiano nuevo era un cristiano como los demás, salvo si se probaba que judaizaba en secreto, la Iglesia en los reinos de España persistió en su encarnizada persecución. Igual ocurrió con el recordatorio hecho por Fernando de Aragón, que señalaba sin disimulo, que “los judíos son nuestros vasallos” y “nuestras arcas”. Haciendo caso omiso al recordatorio del rey, la Inquisición en pocos meses torturó a cinco mil conversos y condenó a la hoguera a otros setecientos.
En 1481 regresó a España el financista judío portugués Isaac ben Judá Abravanel, descendiente de Judá Abravanel, el mismo que se había refugiado en Portugal años atrás. Abravanel, al servicio de los reyes Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, organizó el financiamiento de una nueva guerra contra el reino moro de Granada. Posteriormente, bajo la mirada desconfiada de la Inquisición, se desempeñó como tesorero del reino.
En 1482, separándose esta vez del criterio del Papa Sixto IV sobre la necesidad de morigerar el accionar de la inquisición castellana, Tomás de Torquemada, fraile benedictino, confesor de la reina y nuevo inquisidor general, propuso a los Reyes Católicos una solución radical: la expulsión de todos los judíos de España, para que los conversos no se desviaran de la fe católica.
Fernando de Aragón, que pretendía ser rey de todos los españoles: cristianos, musulmanes y judíos, no consideró, inicialmente, conveniente la expulsión de los judíos. En efecto, el rey conformó con judíos, conversos, señores y mercaderes cristianos, el andamiaje de las finanzas, administración y comercio del país.
Insatisfecho, Miguel de Torquemada extendió su competencia a Toledo, Aragón y Castilla, instruyó 100 mil casos en los que involucró a judíos y conversos y envió a más de 2 mil acusados a la hoguera. El poder de seducción de Torquemada sobre la reina Isabel, llevó a ésta a pensar que si se presionaba a los judíos, éstos se harían cristianos, lográndose así la plena unidad religiosa de España.
Mientras que la Inquisición con Torquemada a la cabeza, prosiguió con su siniestro plan, Cristóbal Colón se esforzaba por explicar a los portugueses su proyecto de ir a las Indias por el oeste. Muchos con quienes se encontró Colón eran judíos conversos, como los cartógrafos Yehudá Crescas y Josef Diego Méndez Vezinho. Al rechazar Lisboa el proyecto de Colón, éste, desalentado, partió en 1445 para España, justo el año en que cincuenta y dos judíos conversos fueron quemados por la Inquisición como judaizantes, tras haber sido sometidos inenarrables suplicios.
En 1486 Colón conoció en Zaragoza a Abraham Zacuto, astrónomo judío, consejero del rey para expediciones marítimas, quien a pesar de adherir el proyecto del Almirante no logró obtener el favor de los monarcas. Ante la situación presentada, Colón buscó la financiación privada, acudió al mecenas Luis de la Cerda, conde de Medinaceli, quien a su vez le hizo conocer a su primo Pedro Gonzáles de Mendoza, arzobispo de Toledo, con quien compartía una abuela judía. Ambos, Luis de la Cerda y Pedro Gonzáles de Mendoza, eran sospechosos de ser judíos en secreto. Mendoza presidió la comisión real que aprobó los planes de Colón, mientras que Luis de la Cerda persuadió a los monarcas de recibir a Colón en audiencia.
En 1486 Colón fue recibido en la corte reunida en Córdoba, una nueva comisión de expertos fue presidida por Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel, una de cuyas abuelas era también judía. La Corte rechazó, no obstante, el proyecto de Colón.
En 1488 Colón conoció a un judío converso más, se trataba de Luis de Santángel, pagador general de Castilla, considerado el hombre más poderoso de España. Santángel apoyó el proyecto de Colón. En 1491, cuando el proyecto fue de nuevo rechazado por los monarcas, Santángel obtuvo una audiencia para Colón. Santángel también explicó a los soberanos que la santa hermandad que él dirigía, podía garantizar el préstamo para financiar la expedición. La ciudad de Palos de Moguer, deudora de la Corona por obligaciones contraídas por causa de la actividad ilegal del contrabando, suministraría tres carabelas. Finalmente los Reyes Católicos concedieron a Colón cartas de misión y las carabelas proveídas por Palos. Santángel financió el viaje de Colón con 17 mil ducados, junto con otros dos conversos: Alfonso de Caballería, aún tesorero de Castilla y bajo sospecha de la Inquisición, y Juan Andrés Cabrera, mayordomo de Fernando de Aragón, marqués de Moya y amigo de Isabel de Castilla. En julio del mismo año Luis Santángel fue acusado de ser judío en secreto, lo rescató de las garras del inquisidor, por segunda oportunidad, el rey Fernando de Aragón.
El 20 de marzo de 1492, culminada triunfalmente la reconquista del reino musulmán de Granada, Torquemada pidió al Consejo Real que acabara con los últimos infieles, colocando a los judíos ante la alternativa de convertirse al cristianismo o someterse al destierro. Luis de Santángel, miembro del consejo, sostuvo valerosamente que la comunidad judía era económica, moral e intelectualmente necesaria para la nación española, a lo que Torquemada replicó que la herejía judaizante era un tumor maligno que debía ser eliminado.
El 28 de marzo de 1492 Fernando de Aragón cedió finalmente ante su esposa Isabel de Castilla, influenciada por el inquisidor Tomás de Torquemada, decidiendo la expulsión de los judíos. El 12 de abril, Isaac Abravanel, rabino y tesorero de la Corte, el mismo que financió la guerra victoriosa contra los musulmanes, solicitó audiencia a los Reyes Católicos para pedir la anulación de la decisión, ofreciendo a la Corona en cambio una gruesa suma de dinero, como había sucedido ya en otros lugares de Europa. Abravanel se hizo acompañar por una delegación compuesta por judíos y no judíos, entre ellos diplomáticos, médicos, banqueros, altos funcionarios, nobles e incluso obispos. Los esfuerzos resultaron ser infructuosos. El martes 1 de mayo de 1492, se exhibió en los reinos de Castilla y Aragón el decreto de expulsión.
Sin derecho a llevar consigo oro ni plata, debiendo vender la totalidad de sus pertenencias a precios ínfimos y pagar, en cambio, caros pasajes a los armadores en Cádiz, cerca de 8 mil familias judías partieron de España.
El banquero y rabí Abraham Señor, quien ayudara a organizar el matrimonio de Isabel y Fernando que trajo consigo la unificación de los reinos de Castilla y Aragón, se convirtió al cristianismo, tomando el nombre de Fernando Pérez Coronel. Poco después Abraham Señor murió. Luego de su fallecimiento se descubrió que judaizaba en secreto. El 17 de junio de 1492, uno de los financistas de Colón, que siguió siendo judío en secreto, Alfonso de Caballería, murió asesinado.
El 2 de agosto de 1492, 9 del mes de Av, fecha en la que se conmemora la destrucción del Primero y Segundo templos de Jerusalén, Cristóbal Colón zarpó del puerto de Palos hacia el Nuevo Mundo. Simultáneamente, los judíos españoles abandonaron su país para ir a Portugal, Navarra o a los dominios del islam. Un sinnúmero de vejámenes y sufrimientos esperaron a los expulsados, por cuenta de los codiciosos piratas genoveses y berberiscos, de la peste y del hambre.
De un número aproximado de 145 mil judíos que abandonaron la Península, 93 mil se instalaron en Turquía, 20 mil en Marruecos, 10 mil en Argelia, 9 mil en Italia, 3 mil en Francia, 2 mil en Holanda, 2 mil en Egipto; 1 mil en Grecia, Hungría, Polonia y los Balcanes. Un número aproximado de 5 mil en las Américas.
A bordo de las carabelas de Colón viajaron al menos, cinco judíos, bautizados poco antes de su partida: Alonso de la Calle; Rodrigo Sánchez de Segovia, padre de Gabriel Sánchez, uno de los financiadores del proyecto; Bernal de Tortosa, médico a quien la Inquisición dejó en libertad, luego de haberlo obligado a presenciar la muerte de su esposa; Marco el cirujano y Luis de Torres, intérprete del gobernador de Murcia, quien hablaba hebreo, caldeo y árabe. La presencia de Luis de Torres a bordo de la Santa María, permite pensar que Colón también esperaba encontrar en Oriente las tribus de Israel o al menos tierras visitadas por otros viajeros judíos, como lo concebían en ese entonces cartógrafos judíos por él conocidos.
Si bien judíos y cristianos nuevos, jugaron un papel definitivo en el descubrimiento del Nuevo mundo, no menos importante fue el papel que desempeñaron en su divulgación. A su regreso Colón escribió a Luis de Santángel y a Gabriel Sánchez una carta en la que describía sus descubrimientos. Santángel comunicó todo a los Soberanos. Gabriel Sánchez, a su vez, envió una copia de la carta a su hermano Juan, un judío converso exiliado en Florencia quien hizo llegar el documento a su primo, el impresor Leonardo de Cosco, quien finalmente lo tradujo al latín y lo hizo público.
Los posibles orígenes judíos de Colón, son objeto de ardua controversia entre los historiadores. Se dice de Colón que solía escribir de derecha a izquierda, como se escribe el hebreo. Que su origen familiar era oscuro. Que en su correspondencia Colón hizo alusión al rey David y a la expulsión de los judíos. Fue Salvador de Madarriaga quien, a través de su obra “Vida del Muy Magnífico Señor Don Cristóbal Colón”, más contribuyó a propagar la tesis sobre el origen judío de Colón. Sobre sus acompañantes, conviene señalar que, si se toma en cuenta que poco antes de la expulsión de los judíos, cerca de un 10% de la población española practicaba el judaísmo, dadas las difíciles circunstancias por las que atravesaban los judíos en el momento, es plausible pensar que la mayor parte de los 120 marineros que integraban la expedición del Almirante eran de origen judío.
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