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domingo 22 de diciembre de 2024

¿Pío XII, corresponsable del Holocausto? El hijo del escritor judío Saúl Israel lo desmiente

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Enlace Judío México | No es verdad que Pio XII y la Iglesia católica no hicieran nada por los hebreos bajo el nazismo y fascismo. Una carta aparecida el lunes en las columnas de L´Osservatore Romano lo testimonia. Está firmada por Saúl Israel, hebreo, padre de Giorgio, docente de Historia de las Matemáticas en la Universidad La Sapienza de Roma.

El texto, escrito en ocasión de una conmemoración de Pío XII en 1965, narra de manera concreta la «mano generosamente tendida» de tantos conventos y casas religiosas a los hebreos perseguidos por los fascistas y nazistas, y cita a Pío XII como organizador de esta red de asistencia providencial.

Un judío griego en la Italia fascista
«He encontrado la carta ordenando algunos documentos que tenía en casa», cuenta su hijo Giorgio a Tempi.it, recordando la vida de su padre. Nacido en Grecia en 1897, Saúl llegó a Roma para estudiar: «Tenía que inscribirse en Medicina, con el proyecto de volver luego a su patria para trabajar. Pero no volvió a Tesalónica porque el barrio hebreo había sido incendiado».

Llevó una vida dura en la capital, entre la instauración del fascismo y la campaña de las leyes raciales: tuvo que renunciar a su trabajo en la universidad, a su profesión de médico y, más tarde, vio como gran parte de su familia era deportada.

De los conventos a San Juan de Letrán

Saúl consiguió escapar a los registros: primero se escondió con unos familiares, después fue hospedado por algunas órdenes religiosas, con las cuales se había puesto en contacto gracias a su amigo Ernesto Buonaiuti: encontró refugio en el Convento de San Antonio en Vía Merulana, pero se tuvo que ir de allí debido a la cercanía de la comandancia nazi de Vía Tasso. Fue trasladado a San Juan de Letrán [que era y es territorio vaticano, bajo autoridad papal, donde no podían entrar las autoridades italianas ni alemanas].

«En el borrador – continua Giorgio – recuerda a todas las personas que le ofrecieron asistencia y hace una referencia directa a Pío XII. La cosa tiene mucho valor: mi padre era una persona que decía las cosas abiertamente, y sobre las cuestiones del anti-judaísmo católico tuvo muchas polémicas. Uno puede pensar lo que quiera del Papa Pacelli, pero la campaña según la cual el Pontífice habría sido corresponsable de la Shoah es absolutamente falsa. Por este motivo he querido publicar esta carta».

Las lágrimas del mártir

Saúl Israel era médico, pero amaba escribir, y en su juventud había recibido una educación hebrea muy fuerte: profundas son las palabras con la que, en un segundo escrito aparecido en L´Osservatore Romano en 2009, cuenta la «consanguineidad» entre hebreos y cristianos.

Entonces Saúl era huésped de los monjes durante la persecución y el recuerdo de las festividades hebreas transcurridas en familia se sobrepone con las oraciones de los franciscanos que llegan a sus oídos.

« Incluso ese crucifijo del cual podía divisar las líneas por encima de la cama, se confundía íntimamente con todas aquellas imágenes (…)», escribe Saúl.

« Tal vez era la presencia de esa Biblia escrita con caracteres cuya forma estaba directa y naturalmente asociada a la oración, a mi oración, tan similar en el tono y en la inflexión a la de los monjes. (…)

Yo me acojo a ti, junto a las almas de tantos inocentes torturados a causa de su fe, en una consanguineidad que supera la de la carne, bajo las alas de la oración, de esa oración que la voz muerta de la abuela Esmeralda me hace llegar, hoy, desde lejos (…).

Que el Señor nos bendiga y nos proteja a todos, bajo las alas donde la vida no ha tenido inicio y no tendrá nunca fin; donde las lágrimas del mártir humedecen también los ojos del opresor».

El texto en L´Osservatore (publicado en 2009)

La persecución nazi-fascista y los emotivos recuerdos de un escritor hebreo

Un médico y escritor hebreo de Tesalónica – nieto del rabino Yehuda Nehama y ciudadano italiano desde 1919 – sufrió con su familia la persecución nazi-fascista y durante la ocupación de Roma se refugió en el convento de San Francisco, en vía Merulana. Publicamos un texto suyo, inédito.

En la lejana corriente de los recuerdos, la desaparición de esas personas que cristalizaron a su alrededor un largo ciclo de experiencias sentimentales y espirituales marca un desmoronamiento profundo que divide el pasado en islas de recuerdos, en cuyo centro emerge una de esas figuras. Alrededor de estas islas se forma un vacío inmenso que las separa las unas de las otras. Ningún esfuerzo de la fantasía, impelido por el más doloroso deseo, consigue eliminar esta irreducible solución de continuidad, y cada uno de estos episodios de nuestra historia personal se presenta de nuevo, de vez en cuando, en la memoria, como errabundos a la deriva en el océano del pasado.

Así ha sido por la muerte de mi abuela paterna, por la muerte de mi hermano, de mi madre. Cada uno de ellos se ha llevado consigo esa porción de mi pasado que estaba estrechamente unida a su presencia, que todavía permanece unida a su sombra y que se ilumina gracias a la débil luz de su existencia irreal, arrastrada por las olas silenciosas del olvido, desde donde consigue apenas levantarla dolorosamente la lacerante nostalgia de los afectos lejanos. Este pasado se me escapa, se aleja y amenaza confundirse a cada instante con tantas cosas soñadas o imaginadas, y me parece asistir al milagro de una resurrección cuando, de vez en cuando, estremecimientos de vida lo sacuden y lo hacen vibrar con la misma identidad de las cosas reales.

Existe una fuerza misteriosa que consigue acercar a nuestra realidad más actual esos vagos recuerdos, haciendo que estén presentes por un instante: en ese momento, se parecen tanto al presente que podemos, incluso, imaginar que se están realizando a nuestro lado. La fuerza que, más que ninguna otra, consigue realizar esta transfiguración milagrosa es el dolor, ese dolor acre que contiene el presentimiento de la muerte. Con el aletear del supremo final se extiende por el alma un oscuro resplandor que ilumina con una tenue luz, insólitamente límpida, retazos más o menos amplios de nuestro pasado, haciendo que aparezcan con una precisión impresionante muchas líneas desvanecidas a causa del olvido.

En el convento en el cual me había refugiado durante la persecución, yo esperaba esa muerte con una melancolía plácida, recorrida por un imperceptible estremecimiento de alegría. Había una espera mística en el dolor del desapego de todo aquello que amaba, y que no quería que permaneciera envuelto en la desesperación causada por mi perdida. Mi persona se expandía al sentirse consagrada al mismo sacrificio en el que ya habían sido inmolados mi hermano, mi hermana y centenares de otras víctimas.

El sol había bajado hacía poco en el horizonte y el aire empezaba a teñirse con las primeras manchas transparentes de la penumbra de la noche, aún diluida en los relucientes colores del crepúsculo. El silencio descendía lento e insensible como la oscuridad, y de él se desprendían, repentinamente, voces que aún no se habían oído: unos gorjeos breves y discretos que se parecían al reclamo afectuoso de una madre que, en el momento de cerrar la puerta de casa, llama al niño que juega en medio de la calle. Después, poco a poco, sin querer, todo enmudecía mientras los perfiles de las cosas empezaban a perderse en la sombra, cada vez más continua y densa. La habitación en la cual me hallaba estaba inmersa casi por completo en la oscuridad, y me sentía extraordinariamente aislado, como elevado en el vacío por el silencio y la oscuridad.

Cerca de mí, en el convento, percibía un ligero murmullo de oración. Tal vez fue este murmullo, que parecía más imaginado que realmente percibido, el que hizo surgir del pasado más remoto la venerable figura de la abuela Esmeralda; quizá este murmullo de oración estaba ya en mi deseo desde hacía tiempo. Volví a ver, en mi fantasía adormecida, a mi bondadosa abuela, como la había conocido cuando era un muchacho. Con la imprecisión que la penumbra daba a los contornos de las cosas que me rodeaban, era extraordinariamente fácil para mí adaptar a ellos las líneas de los objetos y de las personas que estaba evocando. No lo dudé, y me imaginé tumbado en el sofá del salón de la abuela, con los ojos cerrados, mientras ella y otros familiares habían salido y estaban en la habitación contigua.

La evocación era cada vez más completa: la figura de mi abuela surgía espontáneamente del pasado, embellecida por la majestuosidad especial de las cosas que han atravesado los umbrales de la vida, y con colores y acentos que hacen que los recuerdos de la infancia sean tan atractivos para mí. ¡Cuánta sublime sencillez en la persona grácil y pequeña de esa anciana, cuánta dulzura en su voz y cuánta ternura en su acento modulado! Veía otra vez una puesta de sol espléndida y serena como esta. La sala en la que nos reuníamos alrededor de la abuela era larga y ancha, tal vez mucho más grande de lo que era en realidad para mis ojos de niño. Era el viernes por la noche.

Mi padre acababa de celebrar el arvit [i] en el gran pasillo situado frente a los balcones que daban al enorme patio, campo de nuestros juegos. Las treinta o cuarenta personas que habían participado en la función se habían retirado tras haber intercambiado las felicitaciones y las bendiciones del sábado, que ya había entrado en la naturaleza y en los ánimos. El pasillo estaba desierto, iluminado por dos enormes lámparas de aceite que sobresalían, cada una de ellas, sobre una mesa preparada festivamente para el rito del sábado, con el mantel blanquísimo y la pequeña cesta que contenía el pan de la bendición. Del techo descendía, hasta una distancia de casi un metro de cada mesa, suspendida por una larga cadena de metal brillante, una campaña de vidrio con el ritual pabilo sumergido en aceite, que introducía en la luz de la lámpara destellos tibios y vibrantes.

La abuela Esmeralda nos recibía en la sala de la derecha, situada al fondo del pasillo. Después de darnos las manos para que se las besáramos, nos abrazaba uno a uno y nos bendecía; a continuación, llevaba a mi padre hasta la ventana, corría la cortina para descubrir un pedazo de cielo estrellado, y con los ojos alzados en esa dirección la abuela Esmeralda decía su bendición entre silenciosas lágrimas de ternura: Yevarehéha Adonáy, Veischmeréha [ii].

¡Cómo vibraba en mi memoria, durante esta evocación, la voz queda de la abuela, y cómo su imagen y la de mi padre se me aparecían claras y netas, parecidas ambas al recuerdo de cosas y hechos sucedidos pocas horas antes! Sólo la certeza inmanente de su muerte, que inexorablemente los separaba de mí, daba a sus palabras y a sus figuras esa opacidad característica de las cosas definitivamente desaparecidas. Encontrándoos en esta realidad revestida de sueño, oh mi padre, oh mi abuela, sentía que me habíais encontrado como si hubierais sido los primeros en salir a buscarme; sentía que mi presencia era similar a la vuestra, dotada de una consistencia inmaterial, como si me estuviera familiarizando con la muerte.

Vosotros me traíais en ese instante las oraciones de mi infancia, esas sublimes oraciones que siempre, entonces como ahora, consiguen separar mi espíritu de las costumbres y llevarlo de nuevo, a través de la sagrada comunión de la familia, a una comunión más vasta que se dilata indefinidamente. ¡Abuela Esmeralda! En estas oraciones he recompuesto, como en un sudario sublime, tu persona, la de mi padre y de mis hermanos. Cuando reapareces, te vuelvo a ver sólo en esa actitud de invocación que siempre he visto y conocido en ti; incluso tu voz me parece hecha únicamente de acentos de oración y de bendición: Yevarehéha Adonáy Veischmeréha. Que el Señor nos proteja bajo las alas de su amor, donde la vida no ha tenido inicio y no tendrá nunca fin. ¡Abuela Esmeralda! En este instante en el que he conseguido vencer la angustia de la muerte, que esta misma bendición me acoja y me envuelva en el mismo sudario que envuelve a todos nuestros fallecidos.

Hoy te siento muy cercana, y siento que tu trémula voz ya está pronunciando la dulce invocación para el hijo de tu hijo. Ese murmullo silencioso, en la tenue claridad de la noche que está descendiendo, no sólo contiene dulces recuerdos: contiene también ímpetus de una fuerza inverosímil. ¡Abuela Esmeralda! Tal vez, dentro de unos días, muchos de nosotros habrán desaparecido en el torbellino de un odio horrible y se habrán convertido en sombras como tú; tal vez, dentro de unos días, yo estaré con ellos… pero ya no me oprime el pensamiento de que la experiencia de la muerte pueda anticiparse algunos años, pues su aproximarse aviva en el ánimo sentimientos tan sublimes.

Así pensaba mientras en la fantasía, ligeramente excitada por las sombras cada vez más densas de la noche y por el silencio, ahora más sordo, las visiones de mi pasado se disolvían con un ritmo lento, pero ininterrumpido. Oía un murmullo silencioso que provenía más allá de mi habitación, animado por una cantilena que no era nueva para mí: eran los frailes que recitaban sus oraciones mientras bajaban al refectorio. Sus voces y la inflexión de sus oraciones se introducían perfectamente en las voces que la memoria me traía; parecía que fueran su continuación y, a veces, que fueran las voces oídas en esos años lejanos, en las Yeshivóth [iii], que, rasgando las densas nieblas del pasado, se hacían presentes y claras.

Sin olvidar ni un solo instante que esa era la oración de los frailes que me acogían, conseguía fundir perfectamente esta realidad con la visión que me estaba obsesionando: un espíritu común amalgamaba esta visión con esta realidad, haciendo de todo ello una realidad única, y de una y otra brotaban indiferentemente asociaciones que entrelazaban estos dos hechos distintos. Tras estar adormecido durante un tiempo indeterminado, durante el cual ya no fui capaz ni siquiera de pensar, reaparecieron repentinamente las percepciones de las cosas que me rodeaban. En mi habitación, la oscuridad estaba ligeramente atenuada por una vaga claridad que venía de un cielo límpido, iluminado por las primeras estrellas, mientras los ruidos se habían reducido a algún crujido, al murmullo de las hojas y a un rumor lejano que venía de la ciudad.

Este último rumor era la parte más ajena a mi propio ser, ya que no pertenecía al mundo en el cual estaba viviendo mi extraña vida de hombre escondido y acorralado. Casi me alegraba de sentirme fuera de ella. Pero esta alegría se quebró de repente por la terrible angustia que me causó el pensamiento del dolor que había dejado tras de mí, del llanto desconsolado de mi esposa. Yo no quería esta muerte, no la había deseado nunca y por eso el dolor que ella habría provocado no sería el fruto de mi debilidad, de mi culpa. Y sin embargo, ese dolor penetraba insensiblemente en mi ánimo y empezaba a hacerme daño; sentía que se repetía dentro de mí e invadía poco a poco todo mi espíritu.

¿Por qué, entonces, recibir tanta serenidad ante la proximidad de la muerte y no poder dar al menos una pequeña parte? Esta lúgubre visión de la desesperación que habría acompañado mi desaparición sacudió y rompió mi equilibro con una angustia insoportable. Entonces, invoqué una ayuda fuera de mí; invoqué de nuevo la voz orante de mi abuela Esmeralda; invoqué el milagro de una alucinación ante la cual invocar piedad y consolación para ella, la [iv] que se habría quedado sin mí. Mis ojos escrutaron la oscuridad con la loca esperanza de descubrir esta aparición…

Ahora, todo lo que me rodeaba me parecía igual que esos lugares sagrados para el recuerdo. ¡Cómo se parecía esta tranquilidad atravesada por los últimos anhelos de vida del crepúsculo, a las puestas de sol que había conocido durante mi infancia! El gorjeo de las aves que había escuchado treinta años antes no me parecía tan lejano como el que había escuchado hacia media hora, y que se sobreponía a aquel en la memoria. Se sobreponían también las imágenes de los árboles e incluso la forma de la habitación que, en la penumbra, ya no tenía dimensiones concretas; y esa oración susurrada que había oído poco antes, procedente de las salas del convento, se sobreponía perfectamente a la misma cadencia de las oraciones escuchadas y recitadas tantos años atrás.

En el escritorio había una Biblia en hebreo que me había prestado, con sentimiento de humana comprensión, el padre F., y cuya forma conseguía individuar en la sombra. Aquí todo era como en la Yeshivà y como sucedía en el salón de la abuela: emanaba la misma armonía, reconocía las mismas apariencias. ¿Cómo era posible encontrar, de nuevo, tanta semejanza en las actitudes y los acentos, que evocaban idénticos afectos e idénticas reacciones espirituales, con tanta distancia de tiempo y con una, aparentemente, gran diferencia de experiencias?

Incluso ese crucifijo del cual podía divisar las líneas por encima de la cama, se confundía íntimamente con todas aquellas imágenes, y quedaba envuelto en la misma atmosfera familiar de la que surgía la sombra de la abuela Esmeralda. Tal vez era la presencia de esa Biblia escrita con caracteres cuya forma estaba directa y naturalmente asociada a la oración, a mi oración, tan similar en el tono y en la inflexión a la de los frailes.

De mis labios salió espontánea la invocación que, desde los tiempos más remotos de nuestra historia, los padres de nuestros padres, todos aquellos que han creído, que han tenido esculpida en la carne y fundida en la sangre la fe del Dios Único de misericordia y de verdad, han pronunciado siempre con ánimo conmovido en el momento en el que el martirio exprime la oración del ánimo del pueblo, como la prensa exprime el aceite de la aceituna.

Pronuncié esta invocación en la lengua sagrada, delante del crucifijo, teniendo presente en la fantasía las imágenes de mis muertos: Shemáh Israél Adonáy Elohénu, Adonáy Ehád [v].

Estas palabras que yo pronuncio en la lengua que fue tuya más de lo que fue mía, o mártir de una pasión que aún pesa sobre tu pueblo, estas palabras que has oído pronunciar a tu madre y que tú mismo quien sabe cuántas veces pronunciaste, yo las repito ante ti.

En tu martirio está simbolizado el martirio milenario de la gente de tu sangre y de tu fe, de nuevo clavada en una cruz, una y otra vez incesantemente, después de innumerables resurrecciones.

En el nombre de este martirio que purifica al hombre del error, en el nombre de tantos inocentes, debemos jurar que extirparemos para siempre la opresión del cuerpo y del espíritu; que apagaremos ese odio que se inculca en nombre de presuntas verdades; sabiendo que la verdad que usa la violencia y la insidia es una mentira atroz y diabólica, aunque sea invocada en nombre de Dios.

Yo me acojo a ti, junto a las almas de tantos inocentes torturados a causa de su fe, en una consanguineidad que supera la de la carne, bajo las alas de la oración, de esa oración que la voz muerta de la abuela Esmeralda me hace llegar, hoy, desde lejos, como una dulce ola que esconde su manantial en el pasado más remoto que se pueda imaginar:Yevarehéha Adonáy Veischmeréha. Que el Señor nos bendiga y nos proteja a todos, bajo las alas donde la vida no ha tenido inicio y no tendrá nunca fin; donde las lágrimas del mártir humedecen también los ojos del opresor, donde la violencia se resuelve en la calma, como el sueño del febril cuando el mal está a punto de abandonarlo.

Fuente:religionenlibertad.com

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