El orgullo, nuestro mejor amigo y el peor enemigo

MARIE PESSO CALDERÓN PARA ENLACE

A pesar de que algunas personas consideran que el orgullo es algo bueno, hemos comprobado que es la causa de muchas discusiones, enfrentamientos con los amigos o los compañeros de trabajo, malos entendidos, etc., e incluso en Coaching puede llegar a ser un obstáculo para progresar, tanto para el coach como para el coachee.

Decía El Quijote: “Yo sé quién soy”, y es curioso porque uno de los efectos del orgullo es que no nos deja ver ni ser quiénes realmente somos, es más, a veces nos hace deambular por caminos totalmente ajenos a nuestra forma de ser y andamos sin posibilidad de retorno empujados por una fuerza interior que no nos deja ceder ni tan siquiera ante la razón.

Aunque ya de adulto he logrado controlar en gran medida los efectos malignos del orgullo, reconozco que durante gran parte de mi vida ha sido uno de mis grandes problemas. Últimamente me ha ayudado mucho el aplicar como elemento de control un concepto de negociación que Jim Camp emplea en alguno de sus libros, y que él denomina la “no necesidad” y que yo he extrapolado para uso en mi vida personal y profesional.

¿No le ha ocurrido que ha discutido con un amigo, un alumno, un profesor, su marido o esposa, teniendo o sin tener razón, y no ha sido capaz de finalizar la discusión, o días después de hacer las paces con esa persona? A mí me ha ocurrido muchas veces y lo que recuerdo me pasaba algunas veces por la cabeza era: “¿Por qué tengo que ser yo el que dé el primer paso?”. La respuesta era porque tenía la “necesidad” de: tener la razón, quedar bien, etc. Creo que nuestro orgullo nos produce una necesidad de mantenernos en una posición antinatural que obedece mayormente a una satisfacción de nuestro “Yo” interior.

Si lo pensamos bien, realmente sólo tenemos necesidad de respirar, alimentarnos, beber agua, dormir, vestirnos y poco más. El resto son deseos, pero que de ninguna manera limitan nuestra supervivencia. Generalmente olvidamos esto y hacemos imprescindible y defendemos con gran vehemencia cosas, actitudes o pensamientos mundanos, que realmente no tienen importancia para nuestra vida.

El psicólogo amigo, Fernando Moreno, me contó una vez un cuento de un mono y unos cacahuates que viene como anillo al dedo. Decía así: “En algunas zonas de África se cazaban los monos atando bien fuerte al árbol una bolsa de piel. Ponían en su interior cacahuates, la comida preferida del mono. En la bolsa había un agujero de tamaño tal que por él podía pasar justamente la mano del mono, pero que una vez llena, cerraba el puño y ya no podía sacarlo de la bolsa de cuero. ¡Pobre mono! Cuando veía que no podía sacar el puño lleno de cacahuates por el pequeño agujero se ponía furioso, chillaba e intentaba huir. Todo era inútil. Por esfuerzos que hiciera no podía sacar la mano de la bolsa. Entonces el cazador salía del escondrijo. Cogía al mono. Le daba un golpe seco en el codo. El mono abría la mano y soltaba los cacahuates. Así de fácil: con sólo abrir la mano y desprenderse de los cacahuates el mono se hubiera salvado”.

¡Cuántos son los que quedan cogidos, aprisionados, aferrados, atados a sus egoísmos o son arrastrados por negras pasiones que les destruirán y que en un inicio podían haberse liberado de ellas!

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