JUAN GOYTISOLO
Enlace Judío México | Desde la transformación de las protestas masivas contra el martirio de unos adolescentes culpables del delito de haber trazado unos graffitis contra el déspota de Damasco en una guerra contra los civiles de índole cada vez más sectaria entre las dos ramas principales del Islam y de la que son rehenes otras minorías religiosas milenariamente asentadas en Siria, la matanza diaria de inocentes ante la muy poco honrosa pasividad de los países democráticos ha dado lugar a una serie de quid pro quo como el que argumenta a favor de la no entrega de armas a los rebeldes basándose en el bien fundado temor a que caigan en manos de los extremistas, obviando de hecho que si hay ahora extremistas en Siria se debe precisamente a que no se entregaron hace dos años dichas armas a quienes no lo eran. Paralelamente a ello, la denominación de terroristas por parte de El Asad a cuantos se manifestaban inermes contra su poderoso clan familiar ha tenido el efecto perverso de crear verdaderos terroristas como los del Frente al Nusra y otros grupos afiliados a Al Qaeda, un cambio que le favorece y aleja el peligro de una intervención armada destinada a poner fin a una carnicería que se ha cobrado ya más de 110.000 víctimas.
En una caricatura publicada hace unas semanas en International Herald Tribune se ve una montaña de calaveras empaquetadas en diferentes bolsas de plástico con las etiquetas de muertos por la aviación, por helicópteros, artillería, tanques, ametralladoras, morteros, etcétera, y junto a dicha montaña un par de cadáveres sueltos.
Dos funcionarios de Naciones Unidas los contemplan y dicen: “Estos parecen haber muerto por gas, habrá que hacer algo”. El humor macabro de la historieta pone el dedo en la llaga al evocar la compleja y ambigua relación existente entre los criterios de índole humanitaria y los de orden jurídico, entre las armas convencionales y las armas prohibidas. Mientras el empleo masivo de las primeras no ha provocado en Siria, como ocurrió en Bosnia, una intervención militar de la primera potencia militar del planeta, el uso de las segundas según Obama abriría el camino a aquella al amparo de la legalidad internacional, una legalidad de entornos a su vez muy difusos en la medida en que los vencedores de la II Guerra Mundial que integran el Consejo de Seguridad de la ONU no se ponen de acuerdo siquiera en una operación puntual de castigo. Enfrentado al dilema de escoger entre lo malo y lo peor (las repercusiones de un ataque aéreo en el escenario ya explosivo del entorno sirio), el presidente norteamericano optó por escabullirse solicitando la aprobación del Congreso, Putin se sacó de la manga la oferta de destruir bajo control onuense los arsenales químicos (una operación que concede un largo respiro a El Asad) y echó de paso un capote a Obama permitiéndole salvar la cara. Tras esta hábil jugada de ajedrez del zar ruso, la situación ha quedado en tablas y ello arregla las cosas a todos los protagonistas del conflicto, exceptuando claro está al desdichado pueblo sirio.
De cuantos artículos sobre el tema que he leído en estos últimos tiempos el que me ha parecido más ajustado a la cruda verdad de los hechos es el de Edward N. Luttwak, miembro del prestigioso Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales estadounidenses, publicado en The New York Times y reproducido luego en Le Monde. Con un frío pragmatismo que excluye toda consideración humanitaria y argumentación legalista expone claramente cuáles son los intereses de su país tras las experiencias amargas de Afganistán e Irak. Una victoria de El Asad, dice, fortalecería el eje chií de Hezbolá e Irán, lo que sería un grave revés para Washington y su aliado Israel. Un triunfo de los rebeldes extremistas extendería el yihadismo a todo Oriente Próximo y la península Arábiga. En consecuencia: Estados Unidos solo puede favorecer una salida: la de un empate prolongado. Con dicho fin, prosigue, “habrá que armar a los rebeldes cuando las fuerzas de El Asad lleven las de ganar y suspender dicho aprovisionamiento cuando los rebeldes estén en posición de ventaja”. En corto: hay que dejar que se combatan hasta el agotamiento recíproco, aunque esto dure años. Mientras se maten entre sí gozaremos de una relativa paz.
Maquiavelo no se expresaría mejor sin preocuparse un ápice por la suerte de los millones de víctimas de un país en ruina. Pero como dice la máxima antigua abusus non tollit usum.
Fuente:elpais.com
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