Elogio de los Dodgers

Enlace Judío México | LEÓN KRAUZE

Ahora soy fanático de los Yanquis de Nueva York, pero cuando era pequeño mi corazón beisbolero pertenecía a los Dodgers de Los Ángeles. No soy el único, claro. Estoy convencido de que cualquier mexicano de mi generación que sea aficionado al béisbol y niegue haber sido seguidor de los Dodgers a principios de los ‘80 tiene que estar mintiendo. Como ocurría con el Real Madrid de Hugo Sánchez, la magia de los Dodgers de Fernando Valenzuela era irresistible. La historia de Fernando y cómo se convirtió en el emblema no sólo del equipo y la ciudad, sino del deporte como una celebración de una vida de lucha, nos llevó a muchos a adorar al equipo de Lasorda. Con el paso de los años, sin embargo, Fernando dejó al equipo y yo me fui junto con él. Al comenzar mi adolescencia, empecé a emocionarme con los juegos de los bombarderos del Bronx. El amor por los Yanquis se consolidó cuando viví en New York a finales de los noventa durante una gran época del equipo.

En fin: no tengo empacho en decir que soy Yankee, pero acepto también que años atrás fui muy, pero muy Dodger. Resulta que, a diferencia de lo que me ocurre con el fútbol y mi devoción exclusiva por el Cruz azul, en el béisbol tengo corazón de condominio.

Mi corazón argelino ha vuelto a latir con fuerza en los últimos dos años. Hace unos meses llevé a mi hijo a Chávez Ravine por primera vez. No pude más que emocionarme cuando lo escuché gritar el nombre de Yasiel Puig -el extraordinario jardinero cubano que se ha ganado el amor de medio mundo por acá- como yo gritaba el de mi héroe Pedro Guerrero, un genio dominicano (de San Pedro de Macoris) que, lo recuerdo perfectamente, jugaba con una bellísima manopla color azul que siempre quise tener. Hace algunos días volví al estadio para ver jugar a los Dodgers contra los Bravos de Atlanta en postemporada. Tuve la suerte de que fuera un juego histórico: los Dodgers empataron un récord de la franquicia al anotar 13 carreras en un juego de playoffs. Pero más allá de la inusitada fuerza del bateo azul, lo que me emocionó fue el sentido de comunión en el estadio.

Quizá como ninguna otra en Estados Unidos, Los Ángeles es una ciudad enorme y diversa: una ciudad con decenas de ciudades dentro. Y adentro de esas ciudades hay cientos de comunidades también distintas. A unas cuadras de la zona coreana hay un barrio etíope, más allá uno judí y al sur uno netamente mexicano, salpicado de (muchos) salvadoreños. Tiene fama de ser una ciudad inescrutable, de amistades superficiales… de solitarios. Un día le escuché decir a un periodista angelino que la principal virtud de la ciudad era la libertad: a nadie le importa lo que le ocurre al prójimo, y eso otorga una suerte de libertad para la reinvención. Suena como un elogio pero no lo es tanto: la frialdad no puede ser una virtud cuando se piensa en la identidad de una ciudad.

Yo no sé todavía si Los Ángeles de verdad es ese monstruo que aísla. Juzgar una ciudad tras menos de dos años de vivir en ella me parece frívolo. Lo que sí puedo decir sin temor a equivocarme es que lo que viví en el estadio de los Dodgers hace unos días estuvo muy lejos de la displicencia. Casi 60.000 personas, desde los asientos de los jardines hasta los privilegiados detrás de home, en un proceso de afinidad total con su equipo y con los códigos y rituales establecidos desde hace años para apoyar a la novena. Un estadio azul agitando toallas azules y gritando los nombres de los jugadores: el deporte como catalizador de la cohesión social más efímera, pero quizá más auténtica. Hermoso, francamente.

Ahora, los Dodgers van a jugar por el título de la liga nacional contra los Cardenales de San Luis. En el papel, los pájaros rojos son los favoritos. Pero quizá estos Dodgers le tienen reservadas sorpresas a su afición. Después de todo, el equipo no desconoce la épica. Si no, que le pregunten a Kirk Gibson. O mejor aún, a ese toro que todavía se pasea, callado y amable como siempre, por los amplios pasillos del estadio que vio a Sandy Koufax llenarse de gloria hace casi medio siglo.

Fuente: Animal Político

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