SARA SEFCHOVICH
Enlace Judío México | Estamos celebrando el bicentenario de Los Sentimientos de la Nación, documento que firmó José María Morelos en Chilpancingo, en pleno movimiento independentista. Es un texto al que los historiadores califican de “guía para el Constituyente”, y a su redactor de “faro para nuestras vidas”. Uno de ellos dice: “Aun en nuestros días sus enunciados son modernos y actuales”
En efecto, lo que Morelos propone sigue siendo básico para un país democrático: una nación con leyes, que se deben aplicar a todos los ciudadanos sin excepción, los cuales son iguales y sólo se distinguen entre sí por el vicio o la virtud; un país soberano, al que no puede entrar ninguna potencia ni soldado extranjero y en el que dicha soberanía dimana del pueblo; una república en la que hay división de poderes (legislativo, ejecutivo, judicial) y se debe moderar la opulencia y la indigencia, ayudar a los pobres a salir de la ignorancia y en la que están prohibidas la esclavitud y la tortura.
Y sin embargo, hay también un lado de ese documento que hoy no podemos aceptar. ¿Cómo puede ser que diga que la religión católica debe ser la única, sin tolerancia de ninguna otra? ¿Y que cualquier disidencia a la autoridad de la jerarquía eclesiástica se debe resolver “arrancando toda planta que Dios no plantó”? ¿Y que los empleos sólo los pueden obtener los americanos? ¿Y que no se deben admitir extranjeros en el territorio?
Morelos quería un país cerrado, sin contacto con el exterior, homogéneo étnica, cultural y religiosamente, y en el cual, como explica Jacques Lafaye, “la unidad de la fe, que era el fundamento de la Nueva España, debía estar en la base del Anáhuac liberado”.
Y es que aunque se trataba de combatir la tiranía del imperio español, se defendían los mismos valores culturales que ese imperio había inculcado con sangre y fuego. El único caso de cierta tolerancia fue con la religiosidad popular indígena, a la que, según ha escrito Carlos Garma, intentaron dirigir hacia prácticas de culto más aceptables para la Iglesia.
Estas ideas cambiarían en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los liberales incluyeron en la Constitución de 1857 un amplio catálogo de derechos, entre ellos los de libertad de conciencia y de cultos y cuando se invitó a extranjeros a venir al territorio para poblar, mezclarse con los naturales, trabajar, invertir.
Pero ese cambio no significó que todos lo aceptaran. Hasta el día de hoy, las encuestas muestran que muchos ciudadanos afirman que no aceptarían en su casa a una persona de otra religión. Como dicen unos estudiosos: “No tenemos experiencia histórica en aceptación de la pluralidad religiosa y sí una tradición monopólica y escasamente ecuménica de catolicismo.”
Lo mismo sucede con la actitud hacia los extranjeros. Según Eric Van Young, desde que las primeras vacas de los españoles invadieron las milpas de los indígenas se estableció un patrón prácticamente universal en contra de los que venían de fuera y tenían otras características físicas, otra cultura, otro idioma. Desde entonces, afirma el historiador, “las actitudes xenofóbicas fueron parte de la cultura y la mentalidad” y “el patrón en contra de los extraños fue prácticamente universal”.
Estamos en el siglo XXI. Todas nuestras leyes e instituciones, todos nuestros discursos, aseguran que el respeto a la diversidad es el ideal y la base de la democracia. Por eso Morelos no puede ser ya invocado cuando se opone a ella. Y cuesta entender que en el afán celebratorio nos digan que “tuvo la capacidad de plasmar sentimientos de justicia, igualdad, democracia, patriotismo, tolerancia y libertad, como nunca nadie ha podido hacerlo” y que “es necesario recuperar sus postulados en momentos de urgente protección de los derechos humanos en el país.”
A 200 años de distancia, merece recordar lo valioso de ese documento y olvidar lo que hoy ya no se puede sostener.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com
Escritora e investigadora en la UNAM
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