VICENTE ROMERO
Enlace Judío México | “A nadie le importa lo que nos pase a los sirios, ni que las bombas arrasen nuestros hogares ni que mueran nuestros hijos. Nadie hace nada por impedir las matanzas ni por ayudarnos a los que hemos perdido cuanto teníamos”, se desesperaba una anciana al pisar tierras de Turquía.
La mujer y su esposo acaban de cruzar un paso fronterizo por el que sólo se permite la entrada a pie de un lento caudal de fugitivos de la guerra. Llevaban penosamente a cuestas las pocas pertenencias que habían logrado salvar del bombardeo que derribó su casa. Y fueron al encuentro de la cámara de Evaristo Canete, necesitados de contar su drama. “El mundo tiene que hacer algo”, repetían.
“Ahora, ¿qué va a ser nosotros?”, se preguntaba una pareja de mujeres que compartía el cuidado de cinco niños. “Nuestros maridos han quedado atrás, combatiendo; y no sabemos si volveremos a verlos”.
“Los bombardeos no paran; los aviones del gobierno arrojan barriles llenos de explosivos; yo he visto desplomarse edificios de cinco pisos”, recordaba otro anciano. “Y las ruinas estaban llenas de cadáveres. Había muchos niños muertos, algunos irreconocibles, con la cara destrozada o sin cabeza. Cuéntenlo para que todos los que tengan hijos se apiadan del pueblo sirio y exijan que acabe tanta barbarie”.
Unos tras otros todos los fugitivos sirios repiten los mismos relatos. Un sentimiento común de abandono y la exigencia de que el mundo se movilice se manifiestan en los gestos y palabras de dolor de cuantos escapan de la violencia que sacude a Siria.
Un desastre sin respuestas
Las agencias humanitarias de Naciones Unidas consideran a esta crisis como el mayor desastre humano desde las matanzas y el éxodo de Ruanda en 1994. Entonces las imágenes conmovedoras de la hecatombe, destacadas por la prensa y la televisión, desencadenaron una formidable reacción de solidaridad internacional. Sin embargo, de la tragedia siria llegan informaciones tan escasas como frías y el mundo parece incapaz de reaccionar en conciencia, ante la gravedad de la situación en que se debaten unos siete millones de personas directamente afectadas por la guerra.
Porque, a diferencia de Ruanda y de otros escenarios de graves conflictos en las últimas décadas, los damnificados de Siria resultan difícilmente visibles para los medios de comunicación. En el sur de Turquía los periodistas no tenemos libre acceso a los campos de refugiados. El Gobierno de Ankara nos ha impuesto restricciones en las zonas fronterizas con Siria, y debemos solicitar un permiso oficial cuya concesión suele demorarse un par de semanas. Sin autorización previa los enviados especiales no podemos acceder a los campos de refugiados gestionados por ACNUR, que tampoco nos da facilidades ni distribuye información como en otras ocasiones.
El número de refugiados en los países fronterizos supera ya los dos millones, la mayoría de los cuales malvive al margen de los campos de acogida, sin recibir ayuda humanitaria. Otros cuatro millones y medio de personas se encuentran desplazadas por la guerra en el interior de Siria. Y, según Unicef, hay más de cuatro millones de niños en serio peligro, tanto a causa de los combates como por las privaciones a que se ven sometidos. La organización de Naciones Unidas para la infancia ha pedido que se abran corredores humanitarios para permitirle llegar hasta los más frágiles entre las víctimas del desastre. Pero nadie ha respondido a su llamamiento, pese a la urgencia de vacunar a unas 700.000 criaturas, que desde hace más de dos años no han recibido este imprescindible tratamiento.
La estimación de 150.000 muertos es rechazada por el exilio sirio, que asegura que el número real es más del doble. Las dramáticas cifras que resumen el sufrimiento humano en Siria son forzosamente imprecisas y la realidad podría ser aún peor. Porque el régimen de Asad oculta los datos de la represión y la guerra sucia que practica, mientras que los grupos armados rebeldes carecen de la organización y coordinación precisas para hacer evaluaciones. Y la llamada comunidad internacional cierra los ojos ante las victimas de un conflicto, cuyas posibles consecuencias políticas preocupan más que el enorme drama humano.
Miles de refugiados sin estatus
En las calles de Reyhanli, como en todas las poblaciones cercanas a la frontera, se advierte la presencia de decenas de miles de fugitivos sirios sin el estatus oficial de refugiados. Son familias enteras, que lograron entrar en Turquía y se buscan la vida como pueden, trabajando sin papeles, con salarios de hambre y en condiciones abusivas, generalmente en las tareas agrícolas más duras.
Estas pobres gentes se mueven con discreción porque sienten el rechazo de la población turca, que los ve como intrusos y considera su creciente presencia como una amenaza a largo plazo. Pero buscan a los periodistas que llegan a la zona, intuyendo que hablar con ellos puede contribuir a paliar el olvido que sufren. Así, una tarde se detuvo junto a nosotros una camioneta abarrotada de hombres y mujeres que regresaban de cumplir jornada en la cosecha del algodón.
“En Siria yo era abogado y aquí soy jornalero”, nos explicaba un hombre, mostrando sus manos encallecidas a la cámara de Miguel Romero. “Perdí mi casa, pero al menos estoy vivo y mantengo a mi familia, mientras que las fuerzas de la tiranía arrasaron mi pueblo y quemaron vivas a 11 mujeres”.
Sentada en la caja de la camioneta, una anciana se lamentaba, asegurando que habría preferido morir en su tierra: “Tengo 72 años y ya es muy tarde para empezar de nuevo. Ya no me queda ninguna esperanza”.
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